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Actualizado:"Jesús, quiero buscar a mi abuelo, porque yo sé que lo fusilaron, pero no sé dónde está. A ver si damos con él".
El abuelo de María Paz se llamaba Mamerto Fernández García y era natural de Zarza del Tajo, aunque la muerte lo encontró en la prisión del Monasterio de Uclés.
Allí, a media hora de la localidad conquense donde había nacido, fue ejecutado a los 43 años tras atribuirle el asesinato de un cura.
Jesús García Serrano rebuscaba en el pasado de su familia durante la guerra civil cuando María Paz Fernández Martín le pidió que la ayudara a dar con Mamerto. "Entonces investigamos dónde estaba enterrado y descubrimos que tenía tres hermanos: Bartolomé, Ciriaco y Valerio".
Valerio Fernández era el alcalde comunista de Zarza del Tajo, fusilado en 1945, y el marido de Teodomira Gallardo, la única mujer topo del franquismo.
Cuando Jesús asoció a Mamerto con Valerio, tiró del hilo de la familia política de Teo, víctima de la represión. Ella también la había sufrido en carne propia y, además de perder a su marido, tuvo que dejar atrás a sus tres hijos.
Luego rehízo su vida en Madrid y se convirtió en un símbolo del PCE de San Blas, donde nadie sabía qué había sido de sus pequeños. Hasta que Rocío, la hija menor, levantó el puño y alzó la voz: Teo no los había perdido, se los habían arrebatado.
Tras leer la épica historia de su madre, Rocío relató a Público que, tras nacer entre rejas y criarse en un colegio de monjas, Teo intentó recuperarlos durante años y al fin pudo irse con sus hermanos a la casa de su madre, donde vivió con su padrastro y sus dos hermanastros.
El franquismo había destrozado su primer matrimonio. Valerio, que había combatido en el Cuerpo de Carabineros, terminó siendo detenido tras una tortuosa fuga y juzgado por rebelión militar.
Le atribuyeron el asesinato de un sacerdote, Pedro García Cuenca, "cura que apareció muerto en un váter de un bar de Madrid años después, en 1947", según José María Ruiz Alonso, investigador del Seminario de Estudios de Franquismo y Transición (SEFT), de la Universidad de Castilla-La Mancha.
En abril de 1942, Juana Aragón Belinchón también lo acusó de arrestar a su marido, el labrador Vicente González de Mendoza Belinchón, asesinado en Vallecas. La familia de Valerio niega ambos hechos y lo único cierto es que el alcalde de Zarza del Tajo fue ejecutado en marzo de 1945.
¿Qué había sido de sus hermanos Bartolomé, Ciriaco y Mamerto? "Los dos primeros fueron perseguidos y encarcelados, pero vivieron en Aranjuez hasta el final de sus vidas", explica Rocío Fernández, a quien los recientes hallazgos le han refrescado la memoria.
"Mamerto ingresó en prisión, desapareció y lo dieron por muerto", añade María Paz, cuyas pesquisas la terminarían llevando hasta la fosa común del cementerio de Uclés, cavada junto al monasterio donde el jornalero había estado preso.
A él también le atribuyeron el supuesto asesinato del cura —que estaba vivo— y figura, tras ser fusilado en noviembre de 1940, en la lista de Personas sospechosas de participación en el crimen de Vicente González de Mendoza Belinchón.
Junto a su nombre, el de sus hermanos Valerio y Bartolomé —entonces en prisión— y el de una quincena de hombres, todos fusilados y encarcelados, excepto uno que logró huir a Francia. "En la provincia de Cuenca todavía es muy visible la huella de la represión", afirma Manuel Ortiz Heras, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha.
"Que en un pueblo pequeño hubiera cinco muertos provocó un impacto terrible", añade el coordinador del Seminario de Estudios de Franquismo y Transición (SEFT), consciente de la dificultad de analizar la maquinaria represiva en Cuenca, pues según él es la provincia de la región con menos datos disponibles. "Cualquier problema de carácter personal o patrimonial fue utilizado para arremeter y acabar con el vecino — simplemente por enemistad— bajo el amparo de la ideología, la política y la dictadura".
Así, pese a la relevancia de la lucha guerrillera durante los años cuarenta, apenas hay información sobre el maquis y la resistencia. "Hay que hincarle el diente a las sentencias de los tribunales militares, que hasta ahora arrojan unas cifras provisionales de 531 ejecutados. También se registraron 306 muertes en prisión, hasta sumar 902 muertos como consecuencia de la represión", detalla Ortiz.
"Lo asesinaron porque era rojo"
La vida de Teo está escrita con sangre y sal. Lloró y penó entre rejas mientras mataban a su marido y veía cómo le quitaban a sus hijos. Ella misma fue juzgada por rebelión y durante años fue vejada y torturada, aunque se libró de la muerte. Mamerto, su cuñado, no corrió la misma suerte.
"Lo asesinaron porque era rojo. Punto y pelota, no hay más. Combatió en la guerra en el bando republicano, pero como su hermano era un alcalde comunista lo tenían enfilado", se lamenta María Paz. A él y a todos los Fernández, conocidos como los Apolonios. "Se cebaron con la familia porque tenía algo de poder y no toleraban que fuese comunista. Por eso, fueron a por ellos y tuvieron que salir corriendo para esconderse. Una masacre".
Mamerto era jornalero. Un jornalero rojo. Un jornalero muerto.
Su nombre figura en una placa de un panteón en el cementerio improvisado de La Tahona, junto al monasterio o cárcel de Uclés. Es uno más entre los tres centenares de presos que murieron allí entre 1940 y 1943.
Tras su exhumación, Carlos, uno de sus hijos, pudo llorarlo, aunque las suyas siempre han sido unas lágrimas secas, contenidas. Nunca ha querido hablar. Carlos encarna el miedo —porque el terror son los otros—. Y el miedo, cuando tremola, suena a silencio.
"Cuando lo llamé para averiguar algo sobre su padre, me dijo: Mari Paz, a ver con quién hablas, con quién te metes y dónde se publica... Es increíble y espeluznante que todavía hoy siga sintiendo temor", explica su sobrina.
Ella es la hija de Germán, ya fallecido, como el resto de sus hermanos, excepto Carlos: María, Eugenio, Ricardo —que se fue de casa a los diez años y murió muy joven en Toledo, donde estaba destinado como militar— y Valeria —apócope de Valeriano—, quien dejó como legado un esbozo de novela que es el testamento del horror.
"Cuando terminó la guerra civil española, las tropas nacionales venían haciendo mucho daño a las mujeres de los presos. A muchas de ellas les cortaron el pelo al cero [...] y nos decían que de la familia de los Apolonios no íbamos a quedar ni uno", escribe Valeria.
Sin embargo, ellos no habían matado a nadie, defiende en su relato, sino "al contrario", pues Mamerto llegó a "salvar" a "una tal Leandra", que años después sería la mujer del alcalde. "A esta señora se la llevaban dos hombres, con malas intenciones, pero mi padre, que estaba en un puesto de guardia en la entrada del pueblo, se percató de las intenciones de estos hombres, que la llevaban hacia el campo".
Mamerto le consiguió en el Ayuntamiento un salvoconducto para que nadie se metiera con la mujer, porque "las intenciones que llevaban esos dos individuos eran haber abusado de ella y, después, a saber lo que le hubieran hecho".
Valeria también asegura que su padre hizo "otra buena faena": trasladar al sacerdote, "una bellísima persona", a su pueblo por orden de su hermano, el alcalde comunista. "Salieron con una mula del ramal vestidos de segadores, para que no lo vieran vestido de cura y nadie sospechara de él [...]. A los cuatro días de estar en su casa, fueron los socialistas a por él y se lo llevaron para matarlo".
En el Martirologio de Cuenca (Casa Provincial de Caridad, 1947), de Sebastián Cirac Estopañán, figura que el sacerdote Juan Francisco García Pineda "fue asesinado en la madrugada del 29 de agosto de 1936 en la carretera de Tarancón, en el término de Fuentes de Pedro Naharro", a veinte kilómetros de Zarza del Tajo. "Amenazado de muerte por los marxistas, huyó a su pueblo natal, Horcajo de Santiago, donde recibió el martirio para glorificar la Religión Católica".
"Al terminar la guerra mi casa parecía un árbol de pólvora"
Valeria tuvo seis hijos, a los que les dedica estas líneas, donde rechaza la violencia, sople en la dirección que sople. "Cosas mal hechas que se hacían en los pueblos", reflexiona sobre el asesinato del cura. "Porque matar no lo autoriza ningún partido político, por muy revolucionario que sea". Porque "matando a las personas no se consigue nada, al contrario, se crean muchos rencores entre los ciudadanos".
La dictadura, en cambio, sale peor parada: "Me parece imposible creer que estos señores falangistas, con tantos golpes en el pecho y tanto ir a misa, se portaran con la gente como se portaron en la posguerra. Yo esto lo digo por experiencia, porque mi casa por gusto no se deshizo, porque al terminar la guerra mi casa parecía un árbol de pólvora, desapareció del mapa. Mi padre en la cárcel, mi hermano el mayor en Francia y nosotros pequeños… Mi casa se hundió total".
Eugenio Fernández Sánchez —llamado Apolonio, por su abuelo— fue quien se exilió. Cuarenta años después se produjo su reencuentro con Valeria, Germán y Carlos, cuya hija Isabel también se desplazó hasta Ax-les-Thermes, una villa termal en los Pirineos franceses.
"Cuando murió Franco e iba a regresar a España, en el pueblo lo temían. Estuvo a punto de volver, pero no lo hizo porque todavía le daba miedo", recuerda Isabel Fernández García. "Y en Zarza del Tajo, a su vez, les tenían pánico por la persecución a la que los habían sometido. No los habían dejado vivir, simplemente porque Valerio había sido un alcalde republicano. ¡Van a venir los Fernández y nos van a matar a todos!, seguían diciendo algunos vecinos años después".
Nadie mató a nadie. Es más, las pesquisas de María Paz y de Isabel, junto a las memorias de Valeria, retratan a un alcalde republicano que vela por la integridad del cura y a su hermano, que escolta al sacerdote hasta su localidad y protege a una señora —futura esposa de un regidor franquista— cuando cree que van a violarla.
Valeria, en cambio, refleja el "acoso humano" que sufrieron todos los Apolonios, quienes aprovecharían la mínima oportunidad para dejar atrás Zarza del Tajo. "Un buen día de los muchos que iban a registrar mi casa los falangistas [...], cogieron un cuadro que teníamos allí de mi tío [Valerio] de unos 50 por 40 centímetros, y cogieron a mi hermana, le dieron el cuadro en la mano y le pegaron fuego, y ella lo tuvo que estar aguantando, que se le quemó toda la mano". No tenía más de catorce años.
El hostigamiento era continuo, pues sospechaban que el alcalde comunista se escondía allí, cuando en realidad se había dado a la fuga con Teo, dos críos al lomo y otro en camino. Una escapada que los llevó a Aranjuez, a Huecas (Toledo) y, una vez detenidos en abril de 1940, a la cárcel. Él ingresó en la de Santa Rita (Carabanchel) y ella, en la de Ventas.
"Si esto no son malos tratos, no sé cómo se le puede llamar, y todavía había que decir que ellos eran los buenos y nosotros, los malos", escribe Valeria respecto al retrato ardiente.
María cargó con la penitencia durante años. "Además de apedrearla por el pueblo, la sacaban de casa, la desnudaban, la subían a un carro y la paseaban con un cartel: Soy roja. Eso, tarde o temprano, te pasa factura en el cerebro y ella terminó perdiendo la cabeza", asegura Mari Paz.
Pedían trabajo y les daban palizas: "Para vosotros no hay".
"Si una señora le daba a María pan a escondidas, la tachaban de ladrona. Si desaparecía un conejo, la acusaban de haberlo robado, aunque luego se supiese que estaba en la casa de una gente de derechas. Pero ella tenía que pagarlo pese a no tener dinero", rememora Isabel. "Cuando le rapaban el pelo, en vez de avergonzarse salía a la calle y le decía a los vecinos: ¡Mirad que guapa me acaban de dejar!".
No obstante, el maltrato hacía mella en su interior. "Perdió la cabeza porque decían que los Apolonios eran unos criminales. Entonces la ingresaron en una clínica, hasta que un médico se la llevó como criada a su casa, donde se recuperó", detalla Isabel, convencida de que encarcelaron a Mamerto para que revelase dónde estaba Valerio.
"¡Van a venir otra vez!"
Su padre, Carlos, guarda silencio. "Hasta hace poco no nos dejaba hablar de política y nos pedía que no dijésemos a qué partido votábamos, porque sentía verdadero pánico. ¡Van a venir otra vez!, me respondía cuando le preguntaba por qué debíamos callarnos. Vivieron con mucho miedo y mucha rabia. Mejor dicho, hasta que se fue a la mili a Madrid, no pudo vivir. Y como él, otros".
María terminó mal. Apolonio se exilió en Francia. Valeria enfiló Cuenca, se casó y residió en Tarancón. Y Carlos se quedó en Madrid, adonde se llevó a su madre y a su hermano Germán en cuanto pudo. Su padre, Mamerto, había sido ejecutado: "Llegó de trabajar, se estaba lavando las manos y se lo llevaron. Ni le dejaron darnos un abrazo, decía mi padre, quien no quiso volver al pueblo. Cuando le comentaba si le apetecía ir, me respondía: A mí ahí no se me ha perdido nada", recuerda Isabel.
Las memorias de Valeria desandan las décadas hasta aquellos días: "Estos que se las venían dando de buenos lo único que hicieron fue dejar a muchas familias rotas y a muchos niños huérfanos, sin padres porque habían sido fusilados en las cárceles españolas por las tropas franquistas, por esos diablos disfrazados de buenos. Estos son los que venían con una paz honrosa y lo que venían era matando a hombres indefensos de las cárceles habilitadas por el Gobierno franquista, [...] como fue el monasterio de Uclés". Allí yace su padre, Mamerto.
Valeria se propuso olvidarse del pasado, pero el pasado pesa y su balanza se inclina hacia la izquierda. "No creo que se me olviden los malos tratos que me daban los falangistas de mi pueblo. Porque allí había cada tiparraco que encendía lumbre. Te veían por la calle y te decían: Rojillo malo, no vais a quedar uno. Eso era lo mejor que te decían".
Manuel Ortiz Heras considera que la represión en las pequeñas localidades conquenses no fue menor, pues en proporción a sus habitantes hubo numerosas víctimas. Tampoco se olvida de la posterior a la guerra, pues la misión del Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas era "depurar a todos los que lucharon en el bando republicano", incluso a los que ya habían sido ejecutados.
"Además de fusilarlo, le podían arrebatar su patrimonio, lo que era una extorsión contra la familia del ejecutado, que era saqueada a través sanciones. La represión no se detenía una vez muertos", explica el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de la Universidad de Castilla-La Mancha. "Se nos olvida que el franquismo murió matando, porque el Tribunal de Orden Público Orden Público, que no dejaba de ser otra instancia represora, se extinguió en 1977".
Acusados de delitos tras haber sido fusilados
A Mamerto, por ejemplo, lo acusaron de un crimen cuando ya había fallecido. "Lo culpaban de la muerte de una persona que tenía tierras", cuenta Mari Paz en referencia a Vicente González de Mendoza Belinchón, quien figura en el Martirologio de Cuenca.
"Nació el 20 de abril de 1879. Labrador. Murió asesinado el día 20 de agosto de 1936, abrazado con su hijo y yerno, en Vallecas. Casado con Juana Aragón Belinchón. Hijos: José e Isidora, casada con Francisco Aragón. Era de acrisolada honradez, siendo el trabajo su fuente de riqueza y su entusiasmo. Como patriota, era entusiasta defensor y propagandista de las ideas católicas; como católico práctico, pertenecía a las hermandades del Santísimo y de San Antonio. Fue detenido junto a su hijo y con otros vecinos, siendo todos asesinados por Dios y por España".
Rocío Fernández no se acuerda de aquello porque ni siquiera había nacido, aunque en el momento de la acusación su padre estaba en la cárcel de Carabanchel, donde lo visitó durante tres años el día de San José. Hasta que ya no hubo más padre ni más San José. "Mi madre nunca escondió nada y nos lo contó todo, pero yo casi no lo conocí", cuenta la hija de Teo. Sus restos yacen en una fosa común del cementerio del barrio madrileño.
Apenas hay una imagen de Mamerto entre sus "recuerdos de niña", mientras que sitúa a Bartolomé y Ciriaco en Aranjuez. Uno había colgado en la pared, sobre la cama, una fotografía grande de Valerio: "¿Has visto? En vez de Jesucristo, tengo la foto de tu padre, porque a él también lo crucificaron".
La familia se completa con dos hermanas, Tremedal e Invención, que trabajaba en una portería en la avenida de la Albufera. "Siempre estuvieron muy unidas y vivían en Madrid", explica Rocío, quien recuerda que fueron a su boda con Antonio López, un trabajador de la construcción y militante comunista con el que se casó en segundas nupcias.
Ningún Apolonio quiso volver al pueblo
Todos, lejos de Zarza del Tajo, incluida Mari Paz, que reside en Buendía. "Quise saber quién había sido mi abuelo y qué había pasado con él, porque la historia no se puede olvidar, aunque a algunos no les guste que se remueva". Ella e Isabel, su prima, han conseguido hilar la trágica historia de los Apolonios, que también es la de Teo: persecución, huida y muerte.
"Es un caso extrapolable, porque hay muchas Teos", deja claro Manuel Ortiz Heras. "Numerosas familias fueron segadas por esa violencia, si bien su caso es singular porque tuvo repercusión mediática. Sin embargo, por desgracia no es una excepción, sino todo lo contrario. Lo que sucede es que algunas personas permanecieron durante años en silencio y prolongaron su derrota durante la dictadura, porque no siempre contaron con familiares o con activistas comprometidos que arrojasen luz sobre los represaliados. Y hoy, ochenta años después, ni siquiera queda el recuerdo ni la memoria".
El catedrático de Historia Contemporánea cree necesario contar con fuentes alternativas a las que emanan de las franquistas, como los testimonios orales. "¿Realmente Valerio cometió un delito? Porque ejercía un cargo para el que había sido elegido democráticamente, por lo que cumplía con la legalidad vigente. Es más, él y otros fueron acusados de rebelión militar precisamente por quienes habían dado el golpe de Estado y provocaron la guerra civil", critica el coordinador del Seminario de Estudios de Franquismo y Transición (SEFT).
Estar afiliado a un partido republicano, añade Ortiz, era susceptible de ser condenado por adhesión a la rebelión o como autor de un delito, aunque no hubiese participado en él. "Podían ser encarcelados o ejecutados, porque no tenían recursos para defenderse y los tribunales franquistas fueron una pantomima para llevar a cabo la represión", añade el director del proyecto Víctimas de la Dictadura en Castilla-La Mancha.
Andrés Iniesta López describe en El niño de la prisión (Siddharth Mehta) las últimas horas de los condenados. "Son momentos terribles y convulsivos, impregnados de olor a muerte hasta vomitar". El autor tenía diecisiete años cuando, tras ser denunciado por unos vecinos, lo encerraron en la cárcel del monasterio de Uclés, de donde su padre no salió vivo.
"Cuando en capilla eran unos cuantos parece que encontraban más fuerzas para afrontar lo peor. Eso ocurrió aquella noche, que los condenados pasaron entre voces, cánticos y estrofas de La Internacional, mientras el resto de los reclusos no pegaba ojo al pensar en la muerte inminente de sus compañeros". Era la madrugada del 29 de noviembre de 1940. Uno de los presos que conducen al patio es Zoilo Santiago Guijarro, quien figurará en la denuncia de la viuda de Vicente González de Mendoza Belinchón, acusado de arrestar al labrador. "A todos os deseo mejor suerte que la nuestra", grita Zoilo. "¡Viva la República!".
Junto a él son ejecutados León Ricote Medina, Román Loeches Loeches y Mamerto Fernández García. "Minutos después sus voces son acalladas para siempre", escribe Iniesta sobre sus colegas, cuyos nombres también aparecerán dos años después en la citada denuncia acompañados de la palabra fusilados.
"Somos como somos por lo que hemos pasado"
"No me extraña que la gente no quiera hablar", confiesa Rocío. "Y otra no sabe lo que pasó porque sus padres nunca le han contado nada. Yo sí lo sé porque me he movido. Y si nos hubiéramos movido todos no estaríamos donde estamos".
La hija de Valerio y de Teo conserva intacta su lucidez pese a adentrarse en los ochenta. También el espíritu de lucha.
"El que pudo se fue, el que se quedó lo mataron y muchos de los que permanecieron aquí han permanecido callados".
"La gente se avergüenza por haber estado en la cárcel, pero España ha sido así: cuarenta años de oscurantismo, represión y silencio".
"¡¿Cómo no va a haber miedo?! Si España salió de la cárcel echa un basilisco…".
"Somos como somos por lo que hemos pasado".
Rocío cree que se habla mucho de los presos, mas no tanto del sufrimiento de los críos. "Lo pasamos muy mal y vimos morir a niños en la cárcel. Eso trae consecuencias, por eso soy tan rebelde, porque el mundo me ha hecho así. Luego te internan a la fuerza en un colegio de monjas, te castran y no eres libre para pensar. Si hubiese tenido un padre, podría haber estudiado una carrera, pero la vida me arrastró de esta manera. Todo eso te va minando, porque a veces piensas en cómo podría haber sido tu vida".
A veces, alguna amiga le pregunta si no le desmoraliza seguir como estamos. Rocío lo tiene muy claro: "Yo he luchado para que el obrero fuese a la universidad, y fue. Para que la mujer que no quisiese tener un hijo no lo tuviese, y no lo tiene. Para que quien desease estar con una persona de su mismo sexo lo hiciese, y lo ha hecho".
"Bueno, lo he conseguido yo y muchas otras personas, por lo que debemos sentirnos orgullosas".
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