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Actualizado:"Yo nací por los montes, como quien dice, en medio de la nada. Por eso mi padre me puso Rocío".
Esa gota se condensó el 25 de marzo de 1940 en una casa de Huecas, provincia de Toledo, donde una mujer llamada Crescencia había dado refugio a dos huidos de la represión franquista. Él era Valerio Fernández, alcalde de Zarza del Tajo (Cuenca) cuando el golpe del 36. Ella, Teodomira Gallardo, con dos criaturas al lomo y preñada de una niña.
Rocío Fernández Gallardo levanta la mano. Tiene ochenta años y todavía cierra el puño. Es la hija menor de Teo, la única mujer topo del franquismo o, al menos, de la que se tiene noticia. Todos eran hombres que se enterraban en vida, o en un desván, o en un sótano, o en un doble fondo para escapar de las represalias, de las torturas y de la muerte.
A ella y a su marido les dieron caza un mes después de alumbrar a la pequeña, fueron aprisionados en Madrid y juzgados por rebelión militar, aunque también les atribuyeron el asesinato de un cura que milagrosamente estaba vivo. Valerio, quien había combatido en el bando republicano como teniente del Cuerpo de Carabineros, fue fusilado. Teo, rebajada su condena inicial, terminaría penando algún invierno más entre rejas.
Con el tiempo, rehízo su vida, se volvió a casar y tuvo otros dos hijos. ¿Pero qué había sido de Rocío y de sus hermanos mayores, Libertad y Clemente? Hace un año, preguntados por la figura de su madre, militantes del PCE de San Blas y de la Agrupación Teodomira Gallardo —hoy rebautizada Camilo Cienfuegos— no encontraban respuesta. Además, la bibliografía de Teo era escasa y apenas aportaba datos posteriores a su liberación.
Una obra teatral de José Sanchis Sinisterra recreaba su estancia en la cárcel de Ventas. Y Jesús Torbado y Manuel Leguineche la entrevistaron en el prólogo del libro Los topos (Capitán Swing), donde elogiaban su figura —que "ofrece un abanico bastante completo de los horrores de la guerra y de la posguerra"— y ella daba cuenta de las secuelas de las torturas: "Tengo varias costillas desviadas, la columna mal y las muñecas torcidas".
Ni rastro de Libertad. Tampoco de Clemente. Hasta que aquella bebé alzó la voz: "Me llamo Rocío. Soy hija de Valerio y Teodomira. Me trajeron al mundo en Huecas, un pueblo que no conozco de nada, aunque el DNI indica que nací en Madrid. Me bautizaron entre rejas y tras ellas viví hasta que cumplí seis años. Entonces me llevaron a un colegio de monjas, que es peor que una cárcel, llámala cárcel infantil. Cuando salí, ya era una quinceañera".
La niña que emergió tras la frialdad de la noche en un rincón de Toledo no solo estaba viva, sino que había sobrevivido a Clemente y a sus hermanastros, Jesús Andrés y Antonio. Y era y sigue siendo —como su padre, como su madre, como los suyos— una militante comunista. "Él era republicano y votado por el pueblo. Y esa fue su pena, la que le llevó a todo esto". Sola, ejecutado su marido y ya en la calle, Teo quiso recuperar a sus hijas.
Las habían trasladado a otro colegio de monjas en Zaragoza. "Cuando nos quiso sacar de allí, le dijeron que si quería hacerlo tenía que casarse por la iglesia. Y lo hizo. Solo con pensarlo me dan ganas de llorar". Teo contrajo matrimonio en segundas nupcias con Antonio López, también comunista y trabajador de la construcción, quien levantó con sus propias manos una pequeña vivienda en el barrio de Usera.
Allí vivieron Rocío, Libertad y Clemente, junto a sus dos nuevos hermanos nacidos bajo aquel techo, hasta que les compraron el terreno para construir una carretera y se mudaron a un piso en San Blas, donde la pareja se implicó en la lucha obrera. El padre atendía el bar de la sede del PCE, frecuentada por Teo, aunque muchos jóvenes desconocían el sufrido pasado de aquella militante histórica, objeto de detenciones hasta los años setenta.
La memoria de Rocío saca un billete de ida y vuelta a los años cuarenta. Su padre a la fuga después de que los falangistas le diesen una paliza al alcalde de la localidad donde trabajaba como camarero. Su madre, expulsada de su hogar, busca refugio en casa de su suegra, pero las amenazas le hacen emprender una huida junto a su marido y sus hijos. Topos durante seis meses en la casa de una cuñada en Aranjuez. De nuevo la escapada de pueblo en pueblo, haciéndose pasar por hojalateros. La cuna de Crescencia en Huecas. Y la detención.
"A mi padre lo ejecutaron y mi madre, cuando salió de la cárcel, se encontró con la noche y el día. Como le habían quemado la casa de Zarza del Tajo, buscó a su hermana —quien tenía ocho hijas—, vivió con ella y trabajó como limpiadora. Enseguida tuvo a Jesús Andrés con su nueva pareja y a los pocos meses nos pudo sacar a nosotras del colegio, aunque para ello había tenido que casarse por la Iglesia". Luego llegó Antonio y, con él, ya eran cinco churumbeles que alimentar.
Rocío rememora los padecimientos de la saga familiar. "Mis abuelos paternos tuvieron seis hijos. Vivían en Aranjuez y se iban haciendo cargo de sus nietos mientras estaban en la cárcel. Hasta Clemente y Libertad llegaron a vivir con ellos cuando eran pequeños. Mis tíos Bartolo, Ciriaco y Mamerto pasaron por los presidios de Burgos y Ocaña. Todos matados y escondidos, un desastre de familia, aunque al único que ejecutaron fue a mi padre. Luego estaban mis tías Tremedal e Invención, pero yo apenas conocí a mis primitos, porque mi madre ya había fundado una familia y ellos estuvieron al calor de mis abuelos".
Su infancia transcurrió en la prisión Maternal de San Isidro, ubicada en un departamento de la de Ventas, donde la bautizaron como María del Rocío. "Como no existía María de la Libertad, a mi hermana le pusieron María del Pilar porque una funcionaria se llamaba así", ironiza la hija menor de Teo, quien aprendió a caminar allí, sujetándose de cuna en cuna.
¿Cómo era la vida en la cárcel?
Yo llegué siendo una bebé. Éramos muchísimos niños, separados por unas cortinas de nuestras madres, quienes dormían en unos colchones en el suelo. Si llorábamos, al menos podían venir a arrullarnos.
Pasaron hambre...
Como nadie nos traía nada de fuera, mi madre se puso a trabajar en la cocina para conseguirnos un vaso de leche o una naranja. Nos daban lentejas con bichos y yo no las quería comer. Como castigo, una funcionaria me encerraba en un cuartucho para que me las comiese. Yo la veía pasar a través de un ventanuco y aprovechaba para tirarlas, cucharada a cucharada, por un sumidero que había en el suelo. Nunca más volví a comer lentejas, hasta que volví a probarlas ya muy mayor.
Y fueron bautizadas a la fuerza entre rejas.
Y también nos llevaban a la iglesia. Un día me escondí en una bañera para no ir y me tumbé en ella, como si estuviese muerta. Entraron en el baño y no me vieron, pero me dio la risa y me pillaron. "La niña lo lleva en la sangre: es revolucionaria desde que ha nacido", decía una funcionaria. Tendría cinco años cuando me pidieron que escribiera una poesía a la virgen de las Mercedes. Eso se me daba bien, porque me venía de mi padre, que era poeta. Me dijeron que iba a ser una sorpresa para mi madre y allí me ves, de repente, recitándola en medio de la misa.
¿Recuerda los versos?
Oh, virgen de las Mercedes, ¿en qué te he ofendido yo?
Que aquí me tienes, metida en esta triste prisión.
¿Te han ofendido mis padres? Ha sido por ignorar.
Perdónalos madre mía, te lo pido de verdad.
Rompe pronto estas cadenas y ponnos en libertad.
Cuando la escuchó, mi madre me cogió del brazo y le dijo a la directora, María Topete: "¡Te vas a enterar!". Y yo me preguntaba: "¿Pero qué he hecho?".
¿Cómo se enteraron de la ejecución de su padre?
El día de san José, mi hermana y yo íbamos de la mano del recadero hasta la cárcel de Carabanchel para ver a mi padre. Pero aquel 19 de marzo no apareció. Estábamos las dos preparaditas y mi madre le preguntó si no nos llevaba a visitarlo. El recadero respondió que no le habían dicho nada y que hablase con la Topete. Subimos por una escalera que no olvidaré jamás, con alfombra roja y barra dorada, y escuchamos a mi madre llorando. "Y qué quieres que les diga a mis niñas, ¿que se ha muerto de una gripe? ¡A mi marido lo han matado los fascistas!". Lo habían fusilado unos días antes, pero no se lo habían comunicado. "¡Ellas tienen que saber lo que ha pasado!", insistía mi madre. Cuando lo supimos, mi hermana tenía ocho años y yo, cinco.
Mala fama, la Topete...
La Topete quería quedarse con mi hermana. Le decía a mi madre que por la Pili no se preocupara, que ella la haría una señorita. Luego nos mandaron a un colegio de monjas, de donde no salí hasta los quince. Mi madre andaba sirviendo y limpiando por las casas para mantenernos. Y la obligaron a casarse para poder recuperarnos. Por la iglesia, claro, porque no valía otra cosa. Le fue muy bien, porque Antonio era un señor buenísimo. Pero... ¿y si hubiese sido un maltratador o un borracho? —concluye Rocío tras rememorar su infancia de hambre y encierro.
"Mi madre era una Dolores Ibárruri"
Una vez que Clemente salió del reformatorio donde había sido internado y ellas del colegio de monjas, al fin pudieron vivir juntos en la casa de su madre, acompañados de su nuevo marido y de sus hermanastros. El mozo vendió por las calles telas y relojes a plazos, luego trabajó en la construcción y, una vez casado, se empleó en Alicante como contable en una empresa del ramo. Tuvo varios hijos, quienes viven en Torrejón de Ardoz, y falleció a una edad temprana.
Poco tardaría Pilar en contraer matrimonio y formar una familia. En los sesenta emigró a Alemania, enviudó y se retiró en Torrevieja, desde donde Rocío relata por teléfono el destino de los hijos perdidos de Teo. Aunque, en realidad, nunca se perdieron sino que se los quitaron, y luego los cronistas no fueron quiénes de encontrarlos. La menor no se había ido lejos: desempeñó varios trabajos y, después de casarse, se fue a vivir a Carabanchel con su marido, un obrero metalúrgico fallecido hace quince años.
Entonces decidió mudarse a la localidad alicantina, donde ahora posa lozana sujetando un retrato de Teo. "Una buenísima persona. Trabajadora y luchadora hasta las últimas consecuencias, en las huelgas se subía a los andamios para pedirles a los esquiroles que se bajaran. Mi madre era una Dolores Ibárruri. Y aquí la tengo en una foto con la Pasionaria en la Puerta del Sol, cuando se manifestaron en apoyo a las Madres de Plaza de Mayo. Aunque muy educada, ella también tenía un fuerte temperamento. Era una agitadora de masas".
Una tradición que caló en sus descendientes. Clemente tenía el carné del PCE, como Pilar, quien al regresar de Alemania volvió a llamarse Libertad. "Pero la lucha y la calle, la herencia de mi madre, fui yo", matiza Rocío, quien presume de sus dos hermanastros ya fallecidos, Antonio y Jesús Andrés, en su día concejal de IU en el Ayuntamiento de San Fernando de Henares, que concede un premio de cooperación al desarrollo que lleva su nombre. "Estaban involucrados hasta el tuétano. Eran muy buenos políticos, por lo que me siento orgullosa de ellos".
Cuando quiso casarse, recopiló la documentación necesaria y buscó el certificado de defunción de su padre. Había sido ejecutado en el campo de tiro de Campamento. A partir de ahí fue reconstruyendo su pasado: Valerio, sus tíos, Teo, sus hermanos… "Yo me hice del partido a los veintitrés años, cuando fusilaron a Julián Grimau. Entonces, mi madre me explicó que, antes de matar a mi padre, querían que se confesase, pero él se negó porque no tenía nada de lo que arrepentirse".
Rocío, quien visitaba con Teo la agrupación del PCE de San Blas, se afilió a la de Carabanchel, donde coincidió con mujeres como Vicenta Camacho. "Allí empecé a ver la realidad de la lucha, porque antes solo había visto la lucha de mi casa. Fue cuando tomé conciencia de que había que trabajar por el bien de la sociedad, ¡que mira tú dónde está la sociedad ahora!".
En el partido desempeñó diversas tareas, repartió Mundo Obrero, fue presidenta de la Asociación de Vecinos Santa Bárbara... "Yo he estado en la política hasta hace dos días. Luchando siempre, pero en el foro, abajo, en la arena. Política de calle". Ya en Torrevieja, siguió pagando las cuotas hasta hace un par de años. "Mis ideas siguen siendo mis ideas". Ochenta años, como los que tenía su madre cuando el flash la inmortalizó en las fiestas del PCE con la hoz y el martillo estampados en su delantal. "Ella estuvo ahí hasta el último aliento".
Conoció a los cuatro hijos de Rocío, tres mujeres y un hombre. "Sin embargo, antes de morir enterró a dos maridos, a su hijo mayor, al pequeño y a una nieta, que era mi hija". Quizás en sus últimos días, ingresada en una residencia, no fue consciente del dolor de la pérdida. La memoria la conserva ahora aquella niña nacida en medio de la nada. Por eso su padre la llamó Rocío.
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