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MÁLAGA.- Primero parecen ligeros despistes, y sólo un dolor muscular. Luego, da paso una leve falta de memoria, momentos de torpeza y movimientos en las manos y pies que apenas se pueden controlar. Después, todas esas sensaciones se apoderan de uno, incluso un mal genio difícil de dominar. Hasta que se necesita la ayuda de los demás. Todo ello, siendo consciente de lo que ocurre. Y de que padeces una enfermedad sin cura. El pronóstico será de unos 15-20 años. Así es el diagnóstico que escuchan los pacientes de la enfermedad de Huntington. Unas 4000 personas, cuya mutación de un gen les pone contra las cuerdas. En esta historia están, por un lado, los pacientes. Por otra, la familia que intenta cuidar a un enfermo al que no siempre puede calmar.
Carmen y la soledad
Carmen tiene 54 años y empezó con la enfermedad hace tres. Las dolencias apenas le han dado tregua. Después de superar un cáncer, nuevos síntomas empezaron a invadir su cuerpo. “Se me movían las piernas, me costaba caminar, y tenía un mareo constante. Además, a veces, no me acordaba de las cosas”, describe. Le cuesta hablar. Le cuesta incluso tragar. Pero quiere explicar qué siente. Rememora que a los mareos iniciales le acompañaron las primeras pastillas que no le hacían nada, hasta que su neurólogo le recomendó hacerse las pruebas para confirmar si padecía la misma enfermedad de su madre. Desde entonces, es consciente de cada deterioro.
“Tranquilidad, María, que lo tienes que superar….”, es la frase que más se repite a diario, cuando se enfrenta a una rampa, cuando le tiemblan las piernas, cuando se ducha como puede o cuando se prepara la comida. “A veces me digo en la cocina… ¿y ahora qué tengo que hacer? ¿Cómo se cocinaba esto?”. Y es que Carmen está sola. Y la soledad la come más por dentro que la propia enfermedad. No rompe a llorar en ningún momento cuando habla de lo que padece. Pero sí de su divorcio una vez diagnosticada. Y de los dos hijos que viven con ella, “pero como si no estuviesen”. Por eso, centros como la Asociación Corea de Huntington Española han sido una tabla de salvación. “He encontrado cariño, y amigos que son igual que yo. Recibo clases para recuperar el habla, y hago ejercicios de coordinación”, comenta, más recuperada de su angustia.
Carmen aún guarda el recuerdo de cuando era una mujer activa, antes de que la despidieran como limpiadora de universidades y colegios en 2009. Vive con una ayuda del paro de 400 euros que termina en septiembre. Quiere volver a trabajar porque “me queda sólo por cotizar un año para pedir mi pensión”. No cobra nada por dependencia. Sólo le han concedido una ayuda a domicilio de cinco horas semanales, pero aún ni ha empezado. Ella sigue con sus síntomas de depresión, apatía, alteraciones conductuales, cambios de carácter... ¿Qué hacer?, le pregunto. Y responde, tajante: “Soy consciente de cada cosa que ocurre. Me ha tocado. Le tocó a mi madre y yo lo debo llevar lo mejor que pueda”, explica. De pronto, le da una risa nerviosa cuyo motivo teme confesar: “A veces me viene muy mal genio, bastante, y me vuelvo insoportable”. Respira. Se calma. Y sonríe… porque “aún vivo”.
Cuando Alicia comprende todo
Alicia tenía 21 años. Sus hermanas, 18. Citaron a todas en el salón. La madre cogía la mano del padre y lanzó la noticia que habían guardado durante años. Papá no tenía depresión. Tenía una enfermedad degenerativa y neurológica incurable. Ese recuerdo no se le borra a Alicia. Nunca ha hablado de ese día con sus hermanas, pero por dentro empezó a atar cabos sueltos y encontró a todo un sentido: “Desde ese momento entendí mejor a mi padre. Supe por qué hasta entonces había sido así, algo violento, más de chillar y de no tener paciencia. Me enfadé un poco porque ya tenía yo 21 años y hasta que mis otras dos hermanas no tenían 18, no lo dijeron. Hubiésemos entendido más a papá, su supuesta depresión, que no andaba bien, que se caía a veces”, confiesa la joven.
Lo que ha ido sabiendo, lo ha aprendido en el contexto diario de la enfermedad. Como que la padeció su bisabuelo y su abuelo, que acabó en un psiquiátrico. Que no hay cura. Y que hay que tener mucha paciencia. “Al principio, él seguía siendo independiente, hacía sus cosas, tenía ánimo, cocinaba, veía la tele con nosotras, paseaba al perro… pero ahora no puede hacer nada”, desvela. Y explica que ya tampoco hay clases de natación, ni andar kilómetros, ni conducir… Que sólo prefiere quedarse en casa o, como mucho, andar un poquito hasta el bar que hay junto al portal.
“Yo creo que no lo asumí en aquel momento y me lo he empezado a creer cuando he ido viendo el deterioro”, explica Alicia. No quiere hablar de ella. De estar en paro y de destinar su tiempo a cuidar de su padre. Comenta, por encima y sin querer ningún reconocimiento, que siempre está pendiente a entregarle lo que necesita con rapidez, para evitar que se enfade. Que le da de comer. Le controla las medicinas. Le lleva el dinero de casa. Le corta las uñas y, a veces, incluso se deja que le ayude en el aseo, “aunque a él le da vergüenza y prefiere que lo haga mi madre”. Ella trabaja y el padre conserva una pensión permanente absoluta.
“Han tardado dos años en resolver el grado de dependencia, que ha sido un grado II. Pero es que cuando se las hicieron, entonces hacía cosas solo, y ahora no. Tardan tanto que asignan un grado inferior al que ahora tiene en realidad”
Hace dos años empezaron con los trámites de la ayuda a la dependencia. Un sorteo de acudir a muchos organismos y médicos, más la visita de la trabajadora social a la casa… “Han tardado dos años en resolver el grado de dependencia, que ha sido un grado II. Pero es que cuando se las hicieron, entonces hacía cosas solo, y ahora no. Tardan tanto que asignan un grado inferior al que ahora tiene en realidad”. Le corresponde unos pequeños ingresos, pero no verán nada hasta dentro de dos años, según le han confirmado. “Yo, lo máximo que pueda estar en casa, estaré. Es mi padre. Habrá un momento en el que tendremos que buscar a alguien porque esta enfermedad es complicada, no es como el alzhéimer. Les cuesta hablar y tienen ataques de ira, de crisis, y habría que buscar a alguien muy profesional. No sé si habrá especialistas que puedan hacerlo”, relata, a la vez que explica que en España no conoce investigaciones sobre esta enfermedad. Aún así, Alicia mantiene la felicidad. Dice que le hace ilusión contar aquí su historia porque le encanta el diario Público. Y me habla de la foto de su padre con su perro, como el tesoro de la casa. Sólo me pide “que no nos olvide la sociedad en general, y que los amigos y familiares sepan que tienen que hacer un esfuerzo. Lo peor es el sentimiento de abandono”. Por eso, cuando su padre es consciente de las crisis, y le dan sus momentos de rabia consigo mismo, él se dice que es “valiente”. Y ella, como su sostén, le dice al oído: “Que sí, papa, eres el más valiente de todos”.
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