Son quince en casa. Ruth Manzanares (Madrid, 1977) comparte adosado en Yuncler, un pueblo toledano a 42 kilómetros de la capital, con dos perros y once gatos. Luego está su novio, que forma parte de la constelación de Los Sufridores, como ella y los suyos llaman a sus parejas. Son los pacientes escuderos de medio centenar de quijotes consagrados a rescatar animales domésticos abandonados para proporcionarles un nuevo hogar.
Más Vida no es una protectora al uso: carece de instalaciones y ninguno de sus miembros está liberado. Cuando alguien da la alerta, recogen al perro enfermo, al gato malherido, y lo llevan a una casa de emergencia, donde recibe las primeras atenciones durante un par de semanas. Después es acogido varios meses por alguno de los voluntarios de la asociación en su propio domicilio, a la espera de que aparezca un adoptante definitivo.
Ruth le abrió las puertas a un gato, y a otro, y a otro… “En principio iban a ser adopciones temporales, pero como soy muy débil no fui capaz de entregarlos a otras familias”, confiesa. De hecho, uno de sus gatos está de paso. Llegó con la cara deshecha, víctima de maltrato, y todavía se está recuperando. “No les damos el alta hasta que son reeducados y cumplen un protocolo sanitario completo: desparasitación, vacunación, identificación con microchip y castración”.
El año pasado gestionaron cien adopciones, casi todos perros. “No son muchos, pero hay que tener en cuenta que ayudamos a los más necesitados. ¿Quién quiere un animal cojo o tuerto?”, se pregunta. Frecuentemente, gente del entorno que conoce esos casos complicados a través de las redes sociales, aunque Manzanares se siente orgullosa de las familias primerizas, que llegan por otras vías, como los anuncios por palabras. “Así abrimos una nueva vía para adoptar y sensibilizamos a personas que más adelante pueden convertirse en activistas”.
No todo el mundo es apto. Los candidatos deben realizar un cuestionario eliminatorio y una larga entrevista. “Es necesario para que no haya incompatibilidades y la adopción sea exitosa”, explica Ruth, cuya asociación garantiza un apoyo constante a los adoptantes mientras el animal viva. Éstos deben pagar 90 euros por un gato, 150 por un perro macho y 190 por una hembra. “Con ese dinero sólo cubrimos el 45% de los gastos sanitarios básicos; el resto de la financiación procede de las cuotas de los socios”.
Todos los voluntarios trabajan. “Yo soy funcionaria y tengo una jornada intensiva, si no me resultaría imposible colaborar con la asociación”, asegura Manzanares, encargada de la coordinación veterinaria y de la formación. “Queremos atajar este problema de raíz y la solución pasa por educar a los jóvenes mediante charlas y cursos”. Pero la estadística es terca: el año pasado fueron recogidos más 106.781 perros y 33.410 gatos, según un estudio de la Fundación Affinity.
¿Los motivos que alegaron sus dueños para desprenderse de ellos? Factores económicos (16%), camadas indeseadas (13%), comportamiento del animal (12%), pérdida de interés (9%) y fin de la temporada de caza (9%). Ruth, que se implicó en la protección de los gatos cuando vivía el barrio madrileño de La Guindalera, se dio de bruces con la realidad del abandono en España cuando se fue a vivir al campo. “He visto galgos ahorcados, acribillados a tiros y ahogados en pozos”, recuerda. “Son usados como un instrumento de caza y, cuando ya no les sirven, terminan abandonados o muertos”.
Una vez recogidos, según el citado informe, la mayoría de los animales son adoptados (44%), aunque en ocasiones se opta por el sacrificio (12%), una medida extrema que cuenta con detractores entre los animalistas. “El control poblacional es básico, aunque en Madrid se sacrifica mucho”, reconoce Manzanares. “Pero las perreras no tienen la culpa, porque simplemente son malos parches de la administración. El problema es social”.
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