Madrid
La venta de activos públicos —su caso más sangrante es, quizá, la vivienda social— a los llamados "fondos buitres" en plena crisis se convirtió hace cinco años en casi una costumbre: los políticos salieron al rescate de las entidades financieras y empresas públicas con cargo a la ciudadanía. Como siempre.
Ahora, y a raíz de una denuncia del actual equipo municipal, la condena del Tribual de Cuentas contra la gestión de Ana Botella, Fermín Oslé (ex consejero delegado de la EMSV) y otros seis responsables de la época muestra cómo las maniobras del Ayuntamiento de Madrid para tapar la deuda malvendiendo vivienda social, en pleno 2013, desembocaron en un daño patrimonial en las arcas públicas de más de 25,7 millones de euros.
La sentencia, en la misma línea del informe de la Cámara de Cuentas madrileña de hace dos años, apunta a que prácticamente todo se hizo de forma irregular: la venta de estas viviendas se realizó por debajo del precio de mercado, el fondo Blackstone tuvo información privilegiada, el Ayuntamiento no abrió un procedimiento con publicidad para que hubiera más ofertas, no hubo una tasación fiable de los inmuebles que vendió.
Todo se hizo a mayor beneficio del fondo buitre, aparentemente. El 20 de junio de 2013 el Ayuntamiento de Madrid aprobaba en Junta de Gobierno la venta de las viviendas de protección oficial al fondo Blackstone-Magic Real Estate. No fue la oferta más alta dado que, de las cuatro ofertas recibidas, Harbor Group llegó a los 130 millones de euros.
Así, en apenas 15 días de negociación directa, y con una rebaja de dos millones sobre el precio que la empresa presentó al realizar la oferta, el fondo adquirió a través de la empresa Fidere, y por 128,5 millones de euros, un parque de 1.860 viviendas, 1.797 plazas de garaje y 1.569 trasteros. Todo ello inferior a su valor contable (159,4 millones) e inferior también al valor total de las viviendas con sus correspondientes plazas de garaje y locales.
Aún resuenan en algunos oídos las palabras de la alcaldesa Botella en el Pleno del consistorio (“sólo cambia el propietario”), mientras las familias que vivían en esos pisos veían una subida progresiva del precio del alquiler de hasta el 43%, tenían que volver a pagar la fianza y los contratos pasaban a tener una duración máxima de tres años, frente a los 10 que establecía la EMVS; para quedarse en la casa, los inquilinos tenían que aceptar las nuevas condiciones o marcharse.
Tal y como recordaba en este mismo diario Ana Encinas, del Observatorio Metropolitano, hace dos años, la venta de ese patrimonio vulneró prácticamente todo lo que se podía vulnerar: las leyes de contratación del sector público, del régimen jurídico de las administraciones públicas y procedimiento administrativo común, las instrucciones internas de contratación y el reglamento de adjudicación de viviendas de Madrid.
El expediente, además, no tenía ni rastro de la documentación básica: ni condiciones de venta, ni estudio, ni memoria, ni informes de viabilidad técnica ni jurídica; tampoco se publicaron el valor de las propiedades a enajenar. Se incumplieron todas las instrucciones internas de contratación y no se fijó con antelación el valor de la venta.
Ni siquiera el Consejo de Administración de la EMVS aprobó la convocatoria de venta, ya que quien actuó como órgano de contratación fue el propio consejero delegado, Fermín Oslé, y la propuesta de adjudicación definitiva la hizo el director de gestión, Pablo Olangua. La competencia, sin embargo, correspondía a la Comisión Permanente de Adjudicación.
También se vulneraron los principios de igualdad, transparencia, no discriminación o concurrencia: la operación se diseñó para vender los inmuebles por lotes, algo que supuso una barrera de acceso para la libre concurrencia. Además, la maniobra fue rápida porque las empresas ya tenían conocimiento de ella.
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