Os Ancares (Lugo)
Actualizado:Lleva unos años que no es que llueva poco, es que llueve mal. Cae toda de golpe el agua y coge a la tierra seca. Claro... se inunda... el suelo no la ha absorbido.
El chico, joven, de cara dura y algo rosada, sabe sin duda de lo que habla. Soy poco más que un invitado en su mundo.
Pero yo, a mi alrededor, todo lo que veo, salvo el chico y su ropa y mi coche, un par de casas de piedra y dos de ladrillo en la distancia, tres gallinas y un cielo pequeño, es de un color verde húmedo. Monte y bosque verde.
Él vive el cambio, un trozo de mundo que se descongela, día a día. O, al menos, eso pienso antes de entrar a conocer este trozo en particular, que Os Ancares, parte fundamental del viejo telón de grelos que es responsable, en gran medida, de que haya dos idiomas a ambos lados del macizo, sigue siendo una especie de nevera o despensa que guarda la esencia de algo viejo. Y que sólo hay que saber mirar para verlo.
Pero puede que me equivoque. Sería lo normal. Mirar no es algo sencillo.
El ojo humano ha llegado a ser lo que es, una máquina compleja de registrar el mundo, desde unos orígenes muy humildes: como un simple detector de luz. Los proto-ojos de nuestros antepasados distantes no eran capaces de distinguir formas ni colores. Sólo podían registrar la luz y su intensidad.
Esto les permitía desplazarse hacia la fuente de luz, saber si era de día o de noche, o si otro ser, de repente, tapaba el sol. Desde entonces, y hasta donde llega la ciencia moderna, sabemos que el ojo ha ido beneficiándose de una evolución lenta, adaptada a nuestro entorno, hasta llegar a ser capaz de percibir figuras y tonalidades dentro de lo que conocemos como espectro visible, o lo que es lo mismo, en las frecuencias del violeta al rojo.
Pero el ojo no recibe todas los colores con el mismo cariño. Del verde, que está justo en el medio del espectro, recibimos mucha más energía que del resto de colores. Y aquí, en la comarca de Os Ancares, en la provincia de Lugo, es fácil intuir por qué.
Basta con hacer un sencillo ejercicio mental para darse cuenta del motivo: cerrar los ojos e imaginar un bosque extendiéndose hasta donde alcance la mente, hecho de hojas rojas, violetas o naranjas. Sería casi imposible apreciar la profundidad del follaje o distinguir un árbol de otro.
Aunque nuestro mundo haya cambiado, en gran medida, hacia el cemento y el ladrillo, nuestros ojos siguen construidos para el verde. Pero, de repente, al oír hablar al joven, me pregunto si el cerebro no habrá sido capaz de adaptarse ya a otro mundo. ¿Cuánto no percibo por ser yo? ¿Cuánto no puedo capturar sólo con ver?
Porque Os Ancares es un verdor vertical, una frontera de color y montaña. Pinos, castaños y robles escalan por las laderas y se inclinan sobre la carretera, susurrando secretos verdes a las curvas. El cielo es estrecho, y aparece y desaparece entre las hojas.
Dejo atrás el pueblo de Raposeira –en gallego, zona de zorros– y llego al Monasterio de Penamaior. Fue fundado probablemente en el siglo X, pero las primeras referencias escritas que lo mencionan aparecen en 1177.
Un águila sobrevuela el valle. El calor húmedo me hace sudar inmediatamente. No se oye a ningún humano, sólo el campaneo de una vaca a lo lejos, más allá del monte, y el fluir del agua por un regato fino. A veinte metros, sobre una loma, un pequeño cementerio que parece parte de su entorno de manera natural.
Pienso que las campanas, incluso las de las vacas, impuntuales y caprichosas, como decía John Donne y popularizó Hemingway, ya no tañen sólo por los muertos, sino que lo hacen por todos. Y que esa puede que sea la última y auténtica frontera (vertical, horizontal o diagonal, es lo mismo): la frontera del silencio.
Quizá el progreso sea, más que otra cosa, ruido.
Y es cierto que hay algo relajante, casi conmovedor en pararse y sentir esa masa de vida y muerte independiente a uno, pero de la que uno es parte: animales y plantas y nubes. Pero también hay algo monocromo en el silencio, porque la ausencia de sonido también es un sonido, y en la ciudad, donde el jaleo no deja a veces pensar, al perder el verde fuerza, lo ganan otros colores y el cerebro se acostumbra a todo.
Y me pregunto qué hace aquí, sin nada más que campanas, un templo de diez siglos. ¿Qué historias guarda?
Creo que las montañas tienen esa capacidad, de fronteras verticales, de conservar en mejor estado la tradición, lo antiguo, como una nevera cultural. Existe un motivo por el que los kurdos usan la expresión "los únicos amigos, las montañas". O por el que el sonido de cierta música del oeste de África todavía se puede oír de manera casi idéntica en el blues de las montañas del estado de Mississippi. La altura aísla.
Y con esa idea venía a esta región, también montañosa, también históricamente algo apartada. Traía la idea de las pallozas, esas construcciones que parecen venir del principio de los tiempos. También de tradiciones como las de certificar la muerte de un ser querido en casa con un espejo, por lo muy lejos que solían estar sus aldeas de médicos, y, tras ello, atarle un paño bajo la quijada para evitar que pronunciase el nombre de nadie y se lo llevase con él al otro mundo.
Pero para recordarme que todo son ideas y que el mundo externo fluye ajeno a ellas, oigo de repente las ruedas de un coche. Tras una corta espera, aparece un taxi con la franja roja de Madrid, llevando a una pasajera en el asiento de atrás. Ambos miran con atención y curiosidad.
La mayoría de los otros jóvenes de por aquí viven en la ciudad, me había dicho el chico. Ya no es como antes.
Y, de nuevo, como si quisiese llevarle la contraria, llego a Becerreá, el principal municipio de la comarca, y lo veo animado y vivo. Las expectativas contra la experiencia. En el bar: mesas de madera, una tragaperras, un reloj con el escudo antiguo del Barça y una televisión con Telecinco en silencio encendida en la esquina. Dos paisanos vestidos igual, con pantalón de tela negra y camisa de cuadros, sentados fuera, en un banco a la sombra.
Sigo hasta Cruzul, una pequeña aldea de la región y siento, de nuevo, el cambio. Un puente del siglo XVIII supera, a unos veinte metros de altura, el caudal denso del río Narón. Forma parte del camino real, de la época de Carlos III, que unía Madrid y A Coruña. Está construido con piedra, y sólo cabe un coche por vez.
A poca distancia de este puente recorre el terreno una calzada romana con los miliarios todavía reconocibles, también el camino de Santiago, que lejos ya de su entrada en la península por los Pirineos penetra en territorio gallego por las colinas verdes.
El puente de Cruzul fue testigo de una importante batalla en la Guerra de la Independencia contra el Ejército napoleónico, en la que los franceses planeaban volar el puente. Fue tomado con rapidez por los guerrilleros locales, que no sólo evitaron la explosión, sino que robaron en torno a mil fusiles, que acabarían siendo usados como cañerías y caños en las casas del pueblo.
Continúo, y en una carretera secundaria llena de curvas me cruzo con uno de los pilones de la autopista. Es enorme y tiembla con un grave ominoso, ocultando el sonido y la visión de los coches que transitan sobre él. Me siento como en el principio de 2001: Una odisea del espacio, frente al monolito negro de la tecnología. Hay una presencia constante en cualquiera de estas aldeas y pueblos. La autopista moderna, a lo lejos, flotando sobre el territorio, esquivando montes como un túnel de aire.
No sé si es posible llegar a un sitio sin prejuicios. La palabra Ancares, según algunas fuentes, proviene de ancón, que significa codo o esquina en griego. Los mismos griegos bautizaron a los habitantes del norte y oeste peninsular como keltoi, la gente oculta, de lo que vendría la palabra celta.
Los prejuicios vienen de lejos. Una tierra esquinada, fronteriza en su altura, donde el pasado se conserva. Pero otro posible origen es el del latín ancarius, animal de carga, lo que, si significa algo, es precisamente conexión, porque el animal debe cargar algo hacia algún sitio, y el propio origen de la palabra vendría de Roma, de un lugar a más de mil kilómetros. Y es que en las carreteras representan ambas cosas. En distancia, el aislamiento. En cercanía, la conexión.
Paro en Doncos, un mirador desde la montaña. Una torre solitaria, tan antigua que en 1603 ya estaba abandonada, reposa sobre un risco bajo. Está situada en la vieja confluencia de caminos de las ciudades más importantes de la Gallaecia romana: Astorga, Lugo y Braga.
A su lado pacen dos vacas, que mugen y campanean. Ya sólo queda en pie esa torre de lo que debió ser una fortaleza inexpugnable, protegida por río, montañas, osos, bosque y soldados. Lo que antes era un mundo, ahora es una curiosidad para el que viaje con tiempo.
El calor es húmedo y abrasador, y a ratos el verde parece emitir un siseo como de espejismo. Vuelvo a retomar la carretera hacia Cervantes. Este municipio es famoso por sus pallozas, unas construcciones circulares u ovaladas con techos de centeno seco y paredes bajas de piedra.
Tras muchas curvas, aparece la primera de estas edificaciones. Al observarla de cerca, descubro que una de las paredes está hecha de televisores viejos de tubo catódico. Las otras, las que me esperaba encontrar, forman parte de un complejo vallado, que por sorpresa encuentro cerrado. Las artificiales son las reales. Y viceversa.
Observo al monte. A lo lejos se oyen campanas, y el crepitar de las hojas. También un grupo grande de niños, bañándose y riendo en la piscina de algún chalet cercano.
Me monto en el coche y me voy, agradecido por el aire acondicionado.
Ya no es como antes.
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