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Gabino Domingo (Membrillera, 1942) se hace de menos, pero es un grande. A veces deja caer bajo su bigotillo blanco la palabra ignorante, aunque una persona que ha escrito doce libros y tiene otros tres en el cajón de su memorioso cerebro no podría calificarse como un iletrado. No lo dice con falsa humildad, pero sí con una modestia picarona, la que le permiten sus 79 canas.
"Soy el hombre que escribía libros sin saber".
Vaya si sabe. Ha sido un artista de los entresijos y las gallinejas, fritos con esmero antes de ser colocados en una fuente que era bodegón: tiras, botones, canutos, chicharrones… Era y no es porque Gabino, desde el día que lo apellida, ya no está al frente de uno de los negocios más castizos de Madrid, la Freiduría de Gallinejas.
En el barrio de Embajadores las redes sociales son aceras y portales, por eso cuando la gente pasa por delante se sorprende al ver la persiana metálica bajada, como si hubiese cancelado la cuenta el domingo. Muchos frenan en seco, se acercan a la puerta, husmean tras el cristal el interior.
- ¿Es usted cliente?
- ¿Cliente? Yo soy vecino, amigo y todo lo demás.
Gabino es un poeta que escribe desde las tripas, como solo puede hacerlo alguien que ha vivido de las entrañas. Algunos paisanos lo saben y otros lo intuyen: si los modernos venden libros entre vinos, él sirve desde mucho antes versos con aroma a intestino de lechal, una combinación insuperable. Encarnación se cuela en un local penumbroso y desanda sus pasos, no sin antes cerciorarse de que faltan los estantes donde se exhibían la quijotesca novela El Melonazo, Membrillera, peripecias de otro siglo o Poesías de las gallinejas.
"Yo no soy muy de entresijos, pero quería leer sus historias", reconoce Encarnación, cuyo marido pasó por esta casa nada más aterrizar en Madrid. "Mi hija vivía aquí y lo primero que hizo, cuando me vine de Barcelona, fue traerme", recuerda Francisco Lucas. Su mujer apunta un número de teléfono estampado en la puerta que, dentro del establecimiento, no deja de sonar. Gabino coge el aparato: "Cerramos el domingo a las cinco en punto de la tarde", responde con entereza a modo de llanto lorquiano.
No se escucha la voz al otro lado, pero se percibe que siente el desenlace. "La pena es la mía", contesta Gabino. "La misma pena que la de ustedes". Silencio. "Lo siento en el alma". Silencio. "Me gustaría haberles dado un abrazo de despedida". Silencio. "Mi corazón está siempre con ustedes". Ese tiempo, un presente histórico, sugiere que al poeta gallinejero le costará olvidarse de los azulejos que forran las paredes.
"¿Cómo es posible que se pierdan espacios tan madrileños y reclamos turísticos por simplezas que se podían haber solucionado?", se pregunta. "Si las administraciones estuviesen interesadas en mantener las tradiciones, deberían preocuparse por conservarlas y preguntarse por qué están cerrando".
Gabino Domingo explica que, después de 67 años al pie del cañón, ha tropezado con tres piedras a la vez. Siempre quiso comprar el local, pero como los propietarios poseían todo el edificio fue imposible. Cuando se lo vendieron a una inmobiliaria, esta quiso tirarlo y construir uno nuevo, aunque como no pudo lo puso en venta. El precio del bajo era desorbitado, si bien decidió arriesgarse… hasta que llegó la pandemia del coronavirus. "Había que pedir un préstamo muy grande y no podía dejar empeñado a mi hijo para siempre". A eso, dice, hay que añadir su edad. "En febrero cumplo ochenta y mi mujer ha aprovechado para hacer presión con el objetivo de que me jubilase".
El barrio tampoco da crédito. "¿Cómo van a cerrar las Gallinejas? ¡Menudo susto, no me lo puedo creer! Vengo desde niño a comer sus bocadillos y esto me ha dejado de lado... ¡Joder, Gabi!", se sorprende Benito Ayllón, vecino, amigo, cliente y todo lo demás.
Carlos, más de ración que de bocata, se ha quedado compuesto y sin entrañas. Había venido a propósito desde Alcobendas hasta su parada habitual, que alterna con los caracoles de Casa Amadeo. "Son los sabores de la infancia. Cosas que se te han quedado dentro desde pequeño, cuando me comía diez entresijos, una ruina para mis padres".
- ¿Qué tal está de salud? —le pregunta a Gabino.
- Yo me encuentro como un toro, pero solo me han dejado un camino: jubilarme después de casi setenta años de trabajo.
- Pues a mí me ha hecho ganar unos cuantos kilos.
Lleva aquí desde los doce, cuando se deslomaba trabajando sin cobrar para una tía. A los 26 se hizo con el negocio y empezó a cerrar los domingos, el día del Señor y desde entonces también el de Gabino. Lo del toro no es una exageración: cuando termina la entrevista, pone pies en polvorosa a una velocidad de vértigo, no vaya a ser que se retrase y su mujer lo deje sin comer. Camina quince kilómetros diarios y no es fácil seguir su ritmo, aunque quizás esta tarde o mañana vuelva desde su casa en el Rastro hasta el 84 de la calle Embajadores para seguir cumpliendo con las despedidas.
El domingo Freiduría de Gallinejas estaba a reventar, por lo que tuvo que organizar tres colas: con reserva, por libre y para llevar. "Recibí un cariño especial y no dejaban de aplaudirme cada vez que aparecía en el salón. Me quedaré para toda la vida con esa imagen increíble".
Teresa cree que el Ayuntamiento debería ayudar a los hosteleros para que no se vean obligados a cerrar los establecimientos históricos. "¡Qué penita! Cuando vamos a otros países valoramos lo tradicional y aquí dejamos que se pierdan", añade la vecina, quien recuerda a la gallinejera de la calle Padre Amigo, en Carabanchel. "Era un emblema, dándole siempre de cenar a los gitanos de Pan Bendito", recuerda. "Es la historia de Madrid, pero estos negocios están desapareciendo".
Eran tiempos en los que Gabino bajaba varias veces al día al Matadero de Legazpi para surtirse del intestino y de parte de las tripas del cordero, despojos que antaño entregaban a los pobres. Hasta que surgieron los quioscos de gallinejas, regentados por viudas y mujeres sin recursos, que proliferaron hasta mediados del siglo pasado, cuando se contaban setenta en la ciudad.
Atrás se quedaba su pueblo de Guadalajara y dos labradores a los que la vida no les daba para alimentar a siete bocas. "De eso y de esto quiero hablar en mis memorias, aunque mi mujer siempre me dice que, siendo un ignorante, cómo me atrevo a hacerlo. Eso sí, cada vez que publico un libro sus amigas me piden que se lo dedique".
También le echó valor cuando batalló contra la Real Academia Española por la definición de su plato estrella: "Tripas fritas de gallina u otras aves, y a veces de otros animales, que se venden en las calles o en establecimientos populares". Él sostenía que las gallinejas no tienen nada que ver con las aves y, al final, terminaron dándole la razón, si bien el diccionario sigue manteniendo que "antes procedían de otros animales". Aunque ganó una batalla, pero no la guerra, se siente orgulloso de ser el gallinejero que acorraló a la RAE.
- Al menos, a partir de ahora tendrá más tiempo para dedicarse a la literatura.
- A lo mejor tengo más tiempo, pero menos motivos.
De su paseo diario a la tienda —como le llama a la antesala del restaurante, donde se freía y despachaba el género— surgió Ojos de búho. Oído de gato, sus historias del Rastro. Durante la pandemia escribió setenta poemas y ahora perfila la segunda parte de El Melonazo y su mujer, al tiempo que barrunta una novela sobre su tierra.
"No sé de dónde me ha salido la pluma, porque era incapaz de escribirle cartas a mi novia. Hasta que aprendí a ampliar la escritura fijándome en una mosca. Incluso les he dedicado uno de mis cuadernillos. ¿Cuántas moscas hay? Me gustaría conocer al que las ha contado", ironiza Gabino, a quien se le ha echado la mañana encima charlando con los parroquianos, hablando por teléfono y atendiendo a la prensa. "Pues nada, ahora no queda más remedio que olvidar, tirar para delante, quedarme con las cosas buenas —como el cariño, el afecto y los aplausos de la gente— y buscar aficiones".
¡Aficiones!, dice Gabino, el entrañable flâneur de Embajadores que tiene tres libros pendientes y una imprenta que no cerrará hasta que se los entregue.
- Ya… ¿Y sabes cómo empezó todo esto?
- Siendo un niño, subido a un camión que transportaba madera a Madrid, ¿no?
- Deja que te lea.
Así empecé
Cuando tenía doce años
me dijo un día mi madre
eres el mayor de los hermanos
te tienes que ir a Madrid.
Allí hay mucho trabajo
y aquí no podemos vivir.
En un camión que venía
cargado de madera pelada,
me trajeron a esta casa
para una corta temporada,
setenta años llevo,
de una sola tacada.
Tanto amor dediqué a mi trabajo,
entre los fogones, con ardor,
que después de treinta años,
tuve que acudir al doctor.
El cirujano me preguntó:
¿cuántas horas trabaja?
¿cuánto tiempo descansa?
Me levanto a las cuatro,
no hay descanso ni parada,
como mientras trabajo
y me acuesto de madrugada.
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