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El oficio de cerero está amenazado de muerte desde que no se le ponen velas a los santos, aunque José Manuel Ortega (Madrid, 1954) sigue resistiendo la flaqueza del espíritu en la cerería que lleva su apellido. Ubicada a un avemaría de la Colegiata de San Isidro, fue fundada en 1893 por su abuelo, pero él cree que podría ser más antigua: alguien le ha dicho que Benito Pérez Galdós hablaba de ella en los Episodios Nacionales, que relatan la historia de España desde 1805 hasta 1880.
Tal vez se refiera a la que regentaba en la calle Toledo don Gabino Paredes, citada en la Cuarta serie, un negocio que ya entonces “no se hallaba en un estado muy floreciente" debido a la frondosa competencia y al “desmayo creciente de la fe religiosa, obra del tiempo y de la política". Se ve que algunas crisis vienen de lejos.
De hecho, Leonor Fernández, su madre, se quejaba hace dos décadas de la irrupción de los lampadarios eléctricos en los templos. Aunque entonces no podía imaginarse que terminarían poniéndose velas virtuales, o sea, que ahora un feligrés puede encender cirios en una pantalla dispuesta en la iglesia de turno a través de un SMS o de internet. “Las velas ya no se asocian a lo religioso”, ataja José Manuel. “Antes estaban relacionadas con los difuntos, pero eso se acabó hace muchos años”.
Los beatos han cedido el testigo a los hosteleros, que cada noche sacan a pastar las luciérnagas en sus cafeterías y restaurantes. También a los románticos de andar por casa, que ambientan y perfuman sus salones con cera y llama. Otro nuevo uso, porque en el pasado reciente los hogares sólo conocían las velas de apagón. Ortega, consciente del desgaste de la tradición y de la irrupción de nuevas costumbres, se ha ido amoldando a los tiempos.
Entre velones de santos, cirios pascuales y campanillas, hay velas que rinden culto al Orgullo Gay, a San Valentín y a Halloween. Hasta se despachan para rituales esotéricos, aunque los clientes que hoy dan fama a la casa proceden del mundo del cine y la televisión. Tienen truco: las velas que iluminan a David Janer y Francis Lorenzo en Águila Roja tienen doble y triple mecha para avivar la llama y que no se la coman los focos.
“Trabajo igual que lo hacía mi abuelo Víctor”, afirma el maestro, quien se crio en la vecina Cava Baja y aprendió el oficio con trece años. “Luego me tiré tres décadas en la electrónica, pero tuve que volver cuando cerraron todos los talleres, porque ya no se arreglan los aparatos”. Desde entonces, funde la cera en un obrador situado a sus espaldas, la traspasa a la paila, la mete en el noque e introduce los pábilos, que es el nombre que reciben las mechas antes de ser bañadas en cera.
No todo son velas. En la tienda también se venden exvotos, figuras modeladas con el mismo material que se ofrecen a una virgen o a un santo para que espante las enfermedades. Gargantas, ojos, pechos, corazones… “No hacemos piernas porque el molde se ha estropeado, pero las siguen pidiendo”, explica José Manuel, cuya madre siguió al pie del cañón hasta hace cinco años. “Al final, venía en una motillo, aunque tuvo que dejar de hacerlo. Justo después, falleció”.
Su mujer, Silvia Misena, también trabaja en la cerería. Tienen tres hijos. ¿Relevo generacional? “Calla, calla… Espérate que yo no tenga que cerrar”, aventura Ortega. “Hay mucha competencia. Antes sólo vendíamos velas los cereros, mientras que ahora lo hace todo el mundo. Y, en época de crisis, la gente no le da mérito a lo artesanal sino a lo barato”.
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