La Constitución de 1978, cuyo texto fue refrendado mayoritariamente por el pueblo español tal día como hoy hace 36 años, se ha convertido en un traje que tras vestir a varias generaciones hoy prácticamente todo el mundo considera que está pasado de moda. De modo y manera que, tras recibir los elogios de rigor, apenas hay nadie que se lo quiera poner para salir a la calle; salvo el presidente Mariano Rajoy que, pese a que en el PP se reconoce que algún apaño necesita, no está dispuesto a pasar por el sastre mientras permanezca en el Palacio de La Moncloa.
En esa tesitura se conmemoran mañana los 36 años de la celebración del referéndum que sirvió para legitimar con la nueva Carta Magna la instauración de un sistema democrático en España tras casi 40 años de dictadura franquista. Será una celebración un tanto descolorida y cuyo acto central, la recepción institucional en el Congreso de los Diputados, no se diferenciará en nada respecto a la de otros años en el aspecto formal.
Sin embargo, quienes asistan a este ritual, al menos su gran mayoría, son conscientes de que la reforma de la Constitución es una necesidad cada día que pasa más inexcusable para abordar y encauzar no pocos problemas que acucian a la estructura institucional del Estado. La cuestión territorial y la garantía de los derechos sociales propios del Estado de bienestar son algunos de ellos. Pero hay más; no son pocos quienes plantean un debate sobre el papel de la monarquía y la conveniencia de un modelo republicano.
Pero el PP, con Rajoy al frente, se ha cerrado en banda. Sin la más mínima concesión al diálogo. El pasado jueves, apenas una hora y media después de que el líder del PSOE, Pedro Sánchez, formalizó la petición de crear una subcomisión parlamentaria para estudiar la reforma del texto constitucional, el portavoz en funciones del grupo popular, Bermúdez de Castro, dijo no. Ayer mismo, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, desde la mesa del Consejo de Ministros, ratificó la negativa. Los argumentos se resumen en una versión articular de la expresión 'ahora no toca'.
La Constitución española ha sufrido en estos 36 años dos reformas. Las dos 'impuestas' desde fuera. La primera, para añadir apenas dos palabras - 'y pasivo' - al artículo 13, en su punto segundo, con el fin de que los ciudadanos de la Unión Europea establecidos en España pudiesen ser candidatos en los comicios municipales, tal como establece el Tratado de la Unión para todos los países miembros. Nadie puso objeciones y se formalizó el 27 de agosto de 1992.
La segunda reforma, bastante más polémica, se realizó por 'indicación' de Bruselas para intentar aplacar a los mercados que ejercían una fuerte presión sobre la deuda externa española después del impacto de tres años de la crisis financiera internacional. Se redactó un nuevo artículo 135 en el que se establece la prioridad del pago de la deuda y el compromiso de estabilidad presupuestaria por encima de cualquier otro criterio. En este caso las críticas fueron muchas y el PSOE, entonces en el Gobierno, y el PP sacaron adelante la reforma. Fue el 27 de septiembre de 201. Ambas reformas se tramitaron en verano, una circunstancia que es recordada de forma recurrente.
Estas dos reformas tan solo necesitaron el respaldo de los tres quintos de los miembros del Congreso de los Diputados y del Senado, sin referéndum, tal como establece la propia Constitución en sus últimos cuatro artículos, del 166 al 169, dedicados a fijar cómo se debe reformar la Cata Magna.
La concurrencia del pueblo soberano en referéndum es optativa si lo requiere el diez por ciento de los diputados o de los senadores, indistintamente. Y es obligatoria si se reforma todo el texto constitucional o parte del Título preliminar, del capítulo Segundo o de la sección primera del Título I ó II. Es decir, los derechos fundamentales.
En ese caso la cosa se complica: una reforma de esos apartados debe tener el respaldo de dos tercios de cada una de las dos cámaras. Luego hay que disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones; las dos cámaras electas deben ratificar, también por dos tercios de sus miembros, la reforma propuesta y, a continuación, convocarse un referéndum para revalidar la reforma. Si falla cualquiera de los tres pasos la modificación del texto de la Carta Magna, en esos apartados, no se consolida.
Ese complejo mecanismo, con elecciones generales incluidas, y el miedo de los sectores más conservadores del arco parlamentario a que se abra un debate sin tapujos entre monarquía y república hacen imposible en la práctica que en estos momentos se pueda abordar una reforma amplia del texto de 1978 sin contar con la anuencia del PP.
La crispación ciudadana como consecuencia de las medidas contra la crisis económica adoptadas al final del segundo Gobierno de Zapatero y en los tres años que lleva Rajoy en La Moncloa contribuyen al rechazo desde el PP a entrar en la senda reformadora. En lo que resta de legislatura, apenas un año, el debate puede ir en aumento pero siempre estará limitado a las palabras y al terreno teórico.
Y lo cierto es que las constituciones suelen reformarse periódicamente. Como los trajes, suelen desgastarse y hay que renovar el vestuario. La Constitución de los Estados Unidos - que pugna con la de la pequeña república de San Marino por ser la más antigua en vigor - ha sufrido 27 enmiendas. Once de ellas se propusieron apenas dos años después de redactar el primer texto, en 1787, si bien una de ellas no se ratificó plenamente hasta 205 años después, en 1992. La mayoría de esas reformas se tramitaron (pese a tener también una fórmula muy compleja) en una media de dos años.
También ha ocurrido con la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania o en el caso de Francia, aunque en el país vecino han optado en alguna ocasión por sustituir completamente un texto por otro. En diversos países de la Unión Europea suele ocurrir lo mismo. Incluso los tratados europeos han sufrido no pocas variaciones desde el Tratado de Roma de 1957, el acta de nacimiento de la actual UE.
Salvo el PP, el resto del arco parlamentario español está dispuesto a abordar una reforma de calado del texto constitucional de 1978. Incluso el PNV, formación que se abstuvo en el proceso constitucional de 1978, reclama ahora su derecho a intervenir en la reforma que se proclama. Desde fuera también la emergente formación de Podemos y otras sin representación parlamentaria abogan por lo mismo. Frente a esa dinámica Rajoy siempre ha esgrimido unas preguntas un tanto retóricas: ¿Para qué?, ¿con qué contenido?, y ¿con qué límites? Ese ha sido su única linea argumental hasta ahora.
Con toda seguridad hoy volverá a repetir esa cantinela, además de seguir criticando que Pedro Sánchez no delimita el alcance de su propuesta de reforma. En el acto institucional de este mediodía en el Congreso de los Diputados apenas los socialistas pondrán una voz discordante porque la mayoría de formaciones políticas se abstendrán de acudir. Ni nacionalistas ni La Izquierda Plural harán acto de presencia.
La representación territorial también será floja. Apenas cuatro presidentes autonómicos habían confirmado ayer a primera hora de la tarde que asistirán al acto de celebración del trigésimo sexto aniversario de la Constitución. El resto han alegado todo tipo de compromisos. Los presidentes de la Generalitat y del Gobierno vasco no estarán entre ellos, tampoco el presidente canario.
Será una celebración de tono menor, como si hubiese ganas de que la cita pase sin notarse demasiado. A la postre, el día 6 de diciembre se ha convertido en una fecha para hacer puentes y poco más. Ya ni hay ganas de realizar ediciones conmemorativas del texto constitucional - más allá de las obligadas por las dos reformas - ni divulgar el olvidado 'consenso' que hizo posible su nacimiento.
En realidad, hoy en día, al menos en términos de política cotidiana, la Constitución se ha convertido en un asunto incómodo. Si acaso, para convertirla en una diana para las polémicas y disputas partidistas. Algo inimaginable hace ahora 36 años.
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