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¿A quiénes esperaban convencer el rey Felipe y las personas a las que consultó a la hora de redactar y escenificar su discurso de nochebuena? Sirvió, sin duda, para reconfortar las mentes de los ya convencidos de la ‘necesidad’ de mantener indefinidamente la institución que él representa ahora, pero conviene preguntarse con un poco de distancia si pensaba en alguien más y con qué propósito se dirigió a los ciudadanos de esa manera.
Cabe suponer que el monarca y sus consejeros, fueran los que fueran, pensaron que en las actuales circunstancias el texto que debía leer ante las cámaras debía centrarse en casi un solo tema, la unidad de España.
Algo escribió o le recomendaron que escribiera también sobre la “pluralidad política expresada en las urnas”, “la política basada en el diálogo y la concertación”, el deseo de que la economía mejore, sin olvidar menciones de pasada, sólo de pasada, a temas tan graves como los atentados de París y lo que representan, alguna alusión a los “migrantes angustiados y acosados por la pobreza” y el reconocimiento, al menos en una frase, de la “lucha contra el cambio climático”, como un desafío entre otros muchos.
Sobre la violencia machista, ni palabra. La corrupción, ni tocarla. La mayor parte de los trece minutos que empleó Felipe VI en su alocución navideña estuvieron dedicados a ensalzar el sentimiento identitario español, con diversas referencias implícitas a Catalunya y a su pueblo, al que prefirió no nombrar.
El rey señaló el reconocimiento que debe darse a la diversidad cultural y territorial de España, pero sólo para afirmar que “lo que nos debe importar a todos es España”
En dos ocasiones señaló el reconocimiento que debe darse a la diversidad cultural y territorial de España, pero sólo para afirmar que “ser y sentirse español, querer, admirar y respetar a España es un sentimiento profundo, una emoción sincera y es un orgullo muy legítimo”. “Lo que nos debe importar a todos es España”. Insistió en esa idea de todas las maneras posibles.
Ni un solo argumento para tentar, persuadir o contagiar alguna ilusión a los catalanes, vascos, gallegos y ciudadanos del resto de España, que expresan con claridad que sus sentimientos son otros y que sus planes para el futuro tienen poco que ver con el “orden constitucional” vigente, que el monarca considera intocable, claro está. El texto que leyó, con evidente sobreactuación y mejor preparación que su padre para este tipo de tareas, no estaba concebido, en ninguno de sus apartados, para que pudiera resultar mínimamente convincente ni tan siquiera a unos cuantos de los centenares de miles de personas que se movilizan y votan, han votado o quieren votar sobre la independencia o el futuro político de Catalunya, que se manifiestan masiva y pacíficamente en favor del reconocimiento de su soberanía como pueblo. Felipe VI sólo buscó la aquiescencia de algunos de los que profesan el nacionalismo español.
El monarca, sus asesores y los personajes que insistentemente le adulan no tienen por el momento, al parecer, la menor intención de acercarse a la realidad del soberanismo catalán. Lo tratan como si fuera un fenómeno preocupante pero pasajero, como una fiebre social elevada que hay que tratar sin hacer nada y que remitirá con el paso del tiempo, sin admitir la existencia de un problema histórico, pendiente de resolución, sin querer darse cuenta de que con esa actitud ignorante hacen que el aparato de Estado trabaje, como tantas veces se ha dicho, como fábrica de independentistas.
El rey quiso lanzar además una advertencia severa a quienes confían en poder ejercer con su voto el derecho de su pueblo a decidir sobre su futuro
Pero el rey Felipe no se limitó a ensalzar de diferentes maneras los valores de la España unida. Quiso lanzar además una advertencia severa a quienes confían en poder ejercer con su voto el derecho de su pueblo a decidir sobre su futuro. Lo hizo con referencia a un “error del pasado”, identificando ese derecho democrático con la “imposición de una idea o de un proyecto”, que “solo nos ha conducido en nuestra historia a la decadencia”, como si la responsabilidad del “empobrecimiento y el aislamiento” que padeció España durante décadas debiera atribuirse a gentes demócratas y no a los militares golpistas que se alzaron contra la legalidad republicana y pusieron la jefatura del Estado en manos de un dictador.
¿Cuántas veces habrá que recordar que la monarquía española forma parte del legado que dejó un militar que se hizo llamar “generalísimo”?
El actual monarca, que se despidió deseando feliz Navidad a los espectadores en lengua castellana, vasca, catalana y gallega, dejó en el aire un llamamiento a la “concertación y el compromiso” en torno a cuestiones imprecisas que quizás conoceremos en breve con mayor detalle, pero con deliberada y preocupante ignorancia de la realidad social.
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