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MONTEVIDEO.- Consternación. Tanto remar para llegar a esto. El ánimo de los uruguayos que se presentaron como querellantes en el proceso Cóndor en Italia no era este martes precisamente el mejor. La absolución por parte del jurado popular romano de 13 militares y policías acusados de delitos de lesa humanidad contra los cuales habían elevado una enormidad de pruebas los hundió en la rabia y la incomprensión.
La lógica todavía inexplicada de los jueces italianos (los fundamentos de la sentencia recién se conocerán en tres meses) parece haber sido la de la obediencia debida: sólo fueron condenados los responsables políticos de la represión, no sus ejecutores, a pesar de que éstos actuaban a sabiendas de lo que hacían y en la gigantesca mayoría de los casos lo justificaban.
En el caso uruguayo, el único condenado en Italia fue el ex canciller Juan Carlos Blanco, que recibió cadena perpetua por su responsabilidad en la desaparición de 13 militantes ítalo-uruguayos secuestrados o asesinados en Argentina en los años setenta (Armando Arnone, Daniel Banfi, Andrés Bellizzi, Raúl Borrelli, Yolanda Casco, Julio César D’Elía, Edmundo Dossetti, Raúl Gambaro, Ileana García, Gerardo Gatti, Héctor Giordano, María Emilia Islas y Juan Pablo Recagno). Los militares y policías que intervinieron en esas operaciones, y cuya participación fue probada entre otras cosas por testimonios directos de sobrevivientes, fueron en cambio absueltos.
El proceso italiano por el Plan Cóndor se inició en 1999, cuando ante el cierre de todos los caminos para hacer justicia en Uruguay, donde regía una ley de amnistía, familiares de ítalo-uruguayos desaparecidos presentaron una denuncia en Roma. El fiscal Giancarlo Capaldo la acogió y la extendió a otros casos de ítalo-latinoamericanos, en su mayoría desaparecidos o asesinados en Argentina.
La instrucción demoró más de una década, y el juicio comenzó finalmente en febrero de 2015. En octubre pasado la Fiscalía italiana pidió cadena perpetua contra 27 militares, policías y civiles latinoamericanos (14 de ellos uruguayos) en tanto responsables de delitos de lesa humanidad. Al presentar su alegato final, la fiscal romana Tiziana Cugini había resaltado la importancia de este juicio “para la justicia universal”. El Plan Cóndor, recordó, fue una de las operaciones de coordinación represiva entre estados de mayor envergadura del siglo XX. “Cóndor quiere decir (…) no estancarse sólo en los responsables en un territorio, sino concentrarse en conectar diferentes hechos que son parte de una operación única”.
Por entonces el optimismo reinaba entre los querellantes. Desde que el juicio se inició los caminos condujeron a Roma, semana tras semana, mes tras mes, a lo largo de casi dos años, a decenas y decenas de latinoamericanos: víctimas directas de la represión, familiares de desaparecidos y asesinados, periodistas, investigadores, e incluso representantes de gobiernos. Sólo los uruguayos fueron más de cien. Todos ellos prestaron declaración ante un tribunal montado en la cárcel de alta seguridad de Rebibbia, un búnker de las afueras de la capital italiana utilizado anteriormente para juzgar a capos de la mafia.
Varios de los declarantes no debutaban en estas lides: ya habían testimoniado ante otros tribunales, fundamentalmente en Argentina, país que funcionó como principal plataforma operativa del Cóndor. Victoria Moyano Artigas es parte de esa lista.
Hija de uruguayos desaparecidos en Argentina, nacida en cautiverio en un centro clandestino de detención y exterminio de las periferia de Buenos Aires, apropiada por represores y recuperada muchos años después por Abuelas de Plaza de Mayo, Victoria, que se encuentra hoy mismo en Roma, tenía esperanzas de que en Italia se pudiera avanzar más allá de lo hecho en Argentina, el país en el que más lejos se ha ido de todas maneras en el juzgamiento a los responsables de la represión. “Participé como querellante en varios juicios, obtuve más de tres sentencias favorables, pero todavía no sé el destino de mis padres. Es escandaloso que las víctimas de las dictaduras latinoamericanas tengamos que viajar miles de kilómetros para que se pueda juzgar a los genocidas porque todavía en sus países gozan de la impunidad que les han brindado los sucesivos gobiernos constitucionales de la región. En Uruguay, por ejemplo, me nombraron ciudadana ilustre por ser hija de desaparecidos uruguayos pero, de manera perversa, no me permiten iniciar juicios contra los asesinos de mis padres porque mantienen vigente las leyes de impunidad”.
Los principales beneficiados por la sentencia romana, en el caso de los uruguayos, son los dos acusados que hoy están libres, y que deben haber sentido un especial gozo por el desenlace del juicio: el ex capitán de navío Jorge Tróccoli y el ex coronel Pedro Mato Narbondo. Aprovechando algunos resquicios de la ley de amnistía de 1986, familiares de víctimas y asociaciones humanitarias lograron que los otros 12 marcharan a prisión (en condiciones absolutamente privilegiadas, pero en prisión al fin): es el caso del propio ex canciller Blanco y de los oficiales Gregorio Álvarez, José Gavazzo, Ernesto Soca, Ernesto Ramas, Ricardo Medina, José Sande, Jorge Silveira, Gilberto Vásquez, José Arab, Luis Maurente y Juan Carlos Larcebeau (Álvarez, que fue presidente de facto durante algunos años, murió a fines del año pasado). Los integrantes de ese grupo, los mismos que fueron absueltos en Roma, son de hecho los únicos represores que han ido a parar a la cárcel en Uruguay por delitos de lesa humanidad, las cabezas más visibles de un sistema que involucró al conjunto de las Fuerzas Armadas. Ante la justicia uruguaya se han presentado denuncias fundadas contra más de 500 represores, pero sólo ese puñado y unos pocos más han sido condenados.
Mato y Tróccoli huyeron del país cuando estaban a punto de ser detenidos. Mato se fue hacia Brasil y Tróccoli hacia Roma. El ex capitán de navío, que en los años ochenta, ya caída la dictadura en Uruguay, reconoció su participación en torturas y lo reivindicó en un libro (La ira del Leviatán), se instaló en Italia en 2007 y adquirió la nacionalidad peninsular. Durante el proceso en Roma sólo se hizo presente para leer una declaración en la que negó todo lo que se le imputa y acusó a Uruguay, “la patria que me llamó a combatir a la subversión comunista”, de haberlo “traicionado”. Antonello Madeo, abogado de familiares de varias de las víctimas de Tróccoli, dijo entonces a los jurados: “Delante de nosotros hay un sujeto de edad ya avanzada que sigue reivindicando su postura. Es un león sin dientes que sigue denunciando con fuerza que la patria lo traicionó. En sus declaraciones delante de esta Corte citó su libro, que es una apología de la violencia. Él era uno de los verdugos más encomiados, un enfant prodige de la violencia, aún más apreciado por su joven edad en la época de los hechos”.
Los jueces romanos entendieron que Tróccoli sólo cumplía órdenes, o en todo caso que los miles de folios con declaraciones detalladas de sobrevivientes eran “insuficientes” para mandarlo a la cárcel… Los querellantes ítalo-uruguayos (al menos los familiares de víctimas y los sobrevivientes de la represión; no se sabe aún qué hará el Estado, que también era parte civil en el juicio) anunciaron que apelarán la sentencia que absuelve a los 12 militares y policías. La historia de este megajuicio que debía sentar un precedente de justicia universal todavía no está cerrada, pero hasta ahora deja un gusto amargo.
Armando Arnone, Daniel Banfi, Andrés Bellizzi, Raúl Borrelli,
Yolanda Casco, Julio César D’Elía, Edmundo Dossetti, Raúl Gambaro, Ileana
García, Gerardo Gatti, Héctor Giordano, María Emilia Islas y Juan Pablo
Recagno.
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