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MADRID.- ¡Abróchense los cinturones. Empieza la Era Trump! Y viene cargada de emociones fuertes. Quienes habían augurado que el cuadragésimo quinto presidente de EEUU dejaría su retórica a un lado y empezaría a rebajar las tensiones una vez se sentara en el Despacho Oval de la Casa Blanca, tendrán que dejar sus predicciones en cuarentena. Analistas de mercado y observadores políticos han coincidido durante las semanas de convivencia de las administraciones Obama y Trump en presagiar la llegada de un mantra zen una vez el líder republicano dejara su Torre de Oro neoyorquina para asentarse en Washington, en el mayor centro de poder político del mundo. Pero no parece que el espíritu indomable de Barack Obama tenga intención de templar gaitas.
La primera comparecencia de prensa del magnate como presidente electo dejó un claro aviso a navegantes. Ni una acusación directa a Rusia por haber interferido en su victoria en las urnas mediante ciberataques, tal y como han corroborado por activa y por pasiva los servicios de inteligencia estadounidenses. Mucho menos, sobre el posible chantaje del Kremlin por su ‘affaire sexual’ en Moscú de hace unos años. Trump despachó el asunto con acusaciones al emisor (calificó a la CNN de organización difusora de noticias falsas) por dar veracidad a fuentes (origen de las filtraciones) nada fidedignas, y a las agencias de espionaje, de las que ─dijo─ han creado una “mancha tremenda” al permitir filtrar rumores “escandalosos”. Como lo hacía la Alemania nazi, espetó. A pesar de que la CIA constatara que la operación de los servicios de espionaje rusos estuvo supervisada por Vladimir Putin, y que el propósito del robo y difusión de correos electrónicos del equipo de su rival demócrata, Hillary Clinton, estuvo dirigida al triunfo electoral de Trump.
“Seré el mayor generador de trabajo que Dios haya creado jamás”, alardea Trump sin reparar en que la economía con Obama ha generado más empleo que el conjunto de sus socios del G-7
Tampoco el sucesor de Barack Obama quiso aclarar el conflicto de intereses por su doble condición de empresario multimillonario ─dueño de más de 500 empresas, con más de 3.600 millones en activos, una deuda conjunta superior a los 600 millones de dólares y presencia en más de 20 países─ y presidente del país más poderoso del mundo. “Seré el mayor generador de trabajo que Dios haya creado jamás”, se limitó a alardear. Confiado, como está, en transformar con medidas proteccionistas en el plano comercial; rebajas fiscales, estímulos económicos y grandes planes de infraestructuras y el retorno a la política del dólar fuerte, a la mayor economía mundial. Al estilo Reagan. Sin reparar en que está inmersa en un ciclo de negocios alcista desde junio de 2009 o de que haya sido capaz de crecer más y generar más puestos de trabajo que el conjunto de sus socios del G-7 hasta registrar tasas de pleno empleo.
Casi sin razón de continuidad, ha engrasado la maquinaria de congresistas para dejar sin validez la reforma sanitaria de Obama. El Medicare, que ofrece asistencia médica gratuita a los mayores de 65 años, con independencia de sus ingresos y cuya factura al Tesoro ha sido de 589.000 millones de dólares, apenas el 3% del PIB, en 2016, ya ha sufrido el primer paso hacia su desmantelamiento en el Congreso. Mientras, en el plano internacional, se ponía los primeros palos diplomáticos en las ruedas de China, al exigir a Xi Jinping que deje de construir diques artificiales en torno a las Islas Spratly, en el mar del sur, próximas a Taiwán, para albergar armamento militar, posiblemente nuclear.
No cabe duda, pues, de que Trump va a emprender una nueva era. Con un mayor grado de unilateralismo por parte de EEUU, más proteccionismo en lo económico y mayor riesgos e incertidumbres en el orden diplomático. Es decir, que tratará de imponer un giro geo-estratégico en toda regla. Para ello, ha configurado un gabinete de alto voltaje. Así, se ha rodeado para su mandato presidencial de Jeff Sessions, futuro fiscal general (ministro de Justicia), senador por Alabama, estricto detractor de la inmigración y al que le persiguen desde hace años nítidas acusaciones por racista y xenófobo, que han puesto en cuestión, incluso, su cargo en comparecencia de aceptación del mismo en el Congreso. Junto a él, los generales John F. Kelly (marine), secretario de Seguridad Nacional, a quien le tocará gestionar el muro fronterizo con México, o James N. Mattis, de Defensa, responsable de la lucha contra el Estado Islámico y las misiones en el exterior y el oficial Mike Pompeo, director de la CIA. Su cometido será la reorientación radical de la estrategia de soft power de Obama. Con la inestimable ayuda del secretario de Estado, Rex W. Tillerson, presidente y CEO de Exxon Mobil, petrolera con notables intereses en el sector energético ruso y escéptico del cambio climático.
Aunque también tendrán un papel estelar, en el plano económico, Elaine L. Chao, antigua ministra de Trabajo con George W. Bush y ahora al frente de la cartera de Transporte, de la que saldrán los multimillonarios recursos en infraestructuras. O Wilbur Ross, en Comercio, que tendrá que desmantelar acuerdos como el Nafta norteamericano con México y Canadá, y volver a rearmar tarifas y tasas transfronterizas a bienes y servicios, junto a Robert Lighthizer, el representante de Comercio. Y, sobre todo, a Steven Mnuchin, secretario del Tesoro, antiguo ejecutivo de Goldman Sachs y ex director financiero de la campaña electoral de Trump, que será el brazo ejecutor de las sanciones contra países enemigos, el impulsor de las reformas fiscales o el responsable de las políticas de financiación de EEUU en los mercados de capitales.
El gabinete Trump va a modificar el actual multilateralismo, lo que propiciará tensiones dentro y fuera de EEUU
Bajo este panorama no resulta sorprendente que las cancillerías internacionales se cuestionen, desde el triunfo electoral de Trump, si EEUU va a abandonar su papel como potencia global. En todos los sentidos. O, dicho de otro modo, si quiere enterrar el legado internacionalista de Obama y sustituirlo por tesis con mayores dosis de patriotismo, aunque no por ello menos globales, como las que rigieron los mandatos de Reagan. Porque todos los presidentes de EEUU desde Harry Truman han tenido un grado de compromiso con los asuntos mundiales. En mayor o menor medida.
También Ronald Reagan, que promovió el internacionalismo, el libre comercio, o la actividad financiera global. Una estrategia continuada que han agradecido aliados como Reino Unido, influyendo diplomática y militarmente frente al músculo de Washington en múltiples conflictos; Japón, que ha ayudado a sostener la supremacía estadounidense en el Pacífico; Arabia Saudí, cuya monarquía ha facilitado el acceso a fuentes energéticas ostensibles; o Israel, con cuyos gobiernos la Casa Blanca ha interferido en el complejo tablero de Oriente Medio. Y que, incluso, ha puesto en duda la inicialmente inquebrantable creencia de Obama en el multilateralismo hasta hacer visible su escepticismo al comprobar que el terrorismo y la inestabilidad política prosiguen en Irak o Afganistán tras la salida de las tropas estadounidenses, el doble juego saudí en materia de seguridad, el Brexit o los maledicentes obstáculos creados por Benjamin Netanyahu para torpedear su acuerdo de paz con los palestinos.
La combinación de militares y multimillonarios en el equipo de Trump ─el gabinete tiene una riqueza combinada superior a los 6.000 millones de dólares─ “apuntan a que la versión multilateralismo y global de EEUU va a cambiar” y tendrá “múltiples implicaciones” tanto para el país más poderoso del planeta como para el resto del mundo, asegura Andrew Bacevich, coronel retirado del Ejército americano.
En el terreno diplomático o geopolítico, mediante el restablecimiento del concepto de Paz Armada de Reagan y cuya acepción aseguraba que un fortalecimiento económico y militar de EEUU resultaba necesario para consolidar la paz y la estabilidad internacionales y para demostrar la plena hegemonía del país como superpotencia mundial. Reagan lo consiguió en plena Guerra Fría, con tipos de interés en dobles dígitos, caos en los mercados energéticos, carrera nuclear sin cuartel con Rusia, con una economía estadounidense basada en las manufacturas y en el vigor de sus exportaciones, y en los albores de la revolución informática. Sin embargo, como admitía Henry Kissinger, en su libro Diplomacia, de 1994, “el estudio de la historia no ofrece un manual de instrucciones de los que se puede aplicar automáticamente; enseña por analogía y arroja luces sobre las consecuencias en situaciones comparables. Pero cada generación debe determinar por sí misma bajo qué circunstancias pueden ser ciertos hechos homologables”.
El Gobierno del magnate tiene una riqueza combinada superior a los 6.000 millones de dólares y cuenta con tres militares de alto rango
Nada que ver con el escenario actual. En la actualidad no hay una única amenaza. Las manufacturas y las exportaciones no son trascendentales en el PIB de EEUU, la tecnología ha creado sectores económicos variados y específicos, el comercio ha expandido redes comerciales masivas por todos los continentes y los tipos de interés y los precios del petróleo están en niveles históricamente bajos. De ahí la incertidumbre de los aliados, que no dudan del poder hegemónico de EEUU, sino de cómo va a aplicar Trump ese dominio, y de los virajes y la intensidad de los cambios de rumbo que tiene en mente acometer en el orden mundial.
Wall Street también asume este diagnóstico sombrío. Morgan Stanley, por ejemplo, cree que el proteccionismo puede volverse en su contra e impulsar las importaciones para abastecer una demanda interna con más poder adquisitivo por las rebajas de impuestos, la hipotética deportación de inmigrantes y el pleno empleo y el alza de salarios. En vez de las ventas al exterior. Porque, como explica Todd Castagno, su analista global, si las posibles subidas de aranceles y tasas transfronterizas superan el 10% o el 15%, con un dólar bastante más fuerte que en la actualidad, “perjudicará la competitividad” y dañará la actividad. Esta política, enfocada a convertir a EEUU en exportador neto, ya ha logrado que firmas automovilísticas estadounidenses como General Motors se replantee su estrategia de fabricación en México, séptimo productor y cuarto vendedor mundial de coches, industria a la que pretende aplicar un arancel de entrada al mercado norteamericano del 35%. Al igual que Chrysler, Ford y multinacionales no estadounidenses como Fiat que contribuyen a crear más de 645.000 empleos directos en su socio del sur del Nafta.
La rebaja fiscal sobre la Renta y Sociedades y la supresión de impuestos estatales recortará los ingresos federales entre 4,4 y 5,9 billones de dólares
Tampoco la presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, parece ver la cuadratura del círculo de Trump para alcanzar un crecimiento medio durante su mandato del 4% del PIB. Con un plan de estímulo de más de 550.000 millones de dólares, los salarios creciendo un 2,9% un mercado laboral en ebullición, una productividad estancada y una rebaja fiscal sobre la Renta ─en especial, a grandes patrimonios─ y Sociedades, junto a la supresión de los impuestos estatales ─y que conducirá a una reducción de la recaudación federal entre 4,4 y 5,9 billones de dólares, según Tax Foundation─, la guardiana de la estabilidad monetaria (Yellen) vigilará cualquier conato de tensión en los precios y en el flujo crediticio. “Un escenario que está próximo a cumplirse”, explica Charles Himmelberg, de Goldman Sachs, quien vaticina un alza del precio del dinero antes de lo que esperaría Trump para garantizar el éxito de sus planes económicos. Y que podría trasladarse al mercado de divisas, donde Kit Juckers, de Societe Generale, cree que la carrera alcista del dólar dejará en estado de suma debilidad a tres monedas: el peso mexicano, la libra y la lira turca.
El consenso del mercado sitúa el alza del PIB para este año en torno al 2,2%. En línea con las previsiones del FMI. Aunque desde Nomura, el banco de inversión japonés, alerta de un peligroso efecto dominó: repunte de precios, alza de tipos, agudización del descenso de beneficios empresariales y retirada de inversiones en las bolsas estadounidenses. Sin descartar arrebatos de Trump como el que afectó hace unas semanas a la cotización de Boeing cuando pidió desde su cuenta de Twitter la cancelación de pedidos a la firma aeronáutica al llegarle noticias de que el coste del Air Force One estadounidense estaba “fuera de control” con la familia Obama.
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