En algún momento de sus 11 años en el Gobierno, Margaret Thatcher adoptó la prerrogativa real de referirse a sí misma en plural, como cuando anunció el nacimiento de un hijo de su hija Carol en 1989. 'Nos hemos convertido en una abuela', dijo con aires de superioridad, insinuando a aquellos británicos a quienes les molestaba su estilo intimidatorio que la primera mujer primera ministra podía estar a punto de usurpar el lugar de la monarca de Reino Unido.
Esa impronta hizo que la abrupta caída de Thatcher del poder en unas pocas pero tensas semanas a finales de 1990, generara un drama digno de una tragedia de Shakespeare. Los periodistas observaban sorprendidos cómo una líder histórica y transformadora era derribada por orgullo y por un feroz ataque político de un otrora leal cortesano.
La acción se desarrolló en tres actos: la histórica Cámara de los Comunes del Parlamento británico, un patio adoquinado en París y las oficinas de Thatcher en Londres.
Apenas meses antes de su salida de Downing Street, Thatcher se mostraba confiada en su elección para un cuarto período consecutivo en el cargo. Sus reformas habían transformado la estructura social británica y era considerada una figura mundial que había ayudado a ganar la Guerra Fría. Pese a reveses políticos que la dejaron como segunda favorita en las encuestas de opinión, Thatcher ya pensaba más allá de la próxima elección. 'Había aún mucho que quería hacer', dijo en su autobiografía The Downing Street Years (Los años de Downing Street).
Entonces, a finales de octubre de 1990, el tema de la integración europea, a la que Thatcher se opuso ferozmente pero muchos en su partido apoyaban, estalló generando una serie de actos que permitieron a dos de sus colegas conservadores derribarla.
Sir Geoffrey Howe, su afable ex ministro de Finanzas y de Asuntos Exteriores que creía en la unidad europea, fue provocado por el desdeñoso rechazo de Thatcher a la integración en una cumbre de la Unión Europea en Roma.
Michael Heseltine, un multimillonario que durante mucho tiempo soñó con el cargo, desafió su liderazgo en el partido en una votación de noviembre mostrando finalmente sus cartas después de que, como dijo Thatcher, 'esperase al acecho'.
Como dijo en su autobiografía, en un capítulo que intencionadamente tituló Men in Lifeboats (Hombres en botes salvavidas), el golpe clave lo dio Howe, entonces viceprimer ministro, en su discurso de renuncia al Parlamento el 13 de noviembre. Para aquellos que estábamos escuchando en la sala de prensa de la repleta Cámara, el único sonido aparte del mesurado discurso de Howe era la respiración de sus miembros sorprendidos por el ataque tras décadas de deferencia hacia la dura Thatcher.
Los términos del discurso eran corteses, incluso con analogías al críquet. Pero sus mordaces estocadas condenando el rechazo de Thatcher a cambiar de opinión sobre Europa tuvieron un profundo efecto en la primera ministra, sentada en la primera fila de la sala. 'Debajo de una máscara de compostura, mis emociones eran turbulentas', dijo. Howe concluyó: 'Ha llegado el momento de que otros consideren su propia respuesta al trágico conflicto de lealtades con el que he lidiado tal vez durante demasiado tiempo'.
Nadie presente dudó de que Thatcher estaba en problemas.
Dos días después del discurso, que Thatcher describió como 'un acto de insolencia y traición', Heseltine la retó por el liderazgo conservador. Para cuando el partido votó, una semana después, muchos habían reconsiderado su lealtad hacia la primera ministra.
Thatcher reconoció después que estaba demasiado confiada y que no hizo lo suficiente para aumentar su apoyo. Cuando se celebró la votación el martes 20 de noviembre, ella estaba en una cumbre de potencias en París convocada para establecer un nuevo orden mundial tras la Guerra Fría. Thatcher y asesores cercanos, entre ellos su secretario personal Peter Morrison, se sentaron en una sala de la residencia del embajador británico en la exclusiva calle du Faubourg Saint-Honore a esperar el resultado que sería comunicado vía telefónica desde Londres.
'Hubo un breve silencio después de que Morrison supo los números', me dijo después Bernard Ingham, el veterano portavoz de Thatcher. Pero estaba claro de inmediato: había fracasado en ganar en la primera votación, lo que amenazaba su control del partido.
Thatcher y su comitiva bajaron rápidamente las escaleras y salieron a un pequeño y adoquinado patio para dirigirse a los periodistas que esperábamos su respuesta. Dijo que estaba decepcionada por no haber obtenido los votos para salir victoriosa bajo las complejas reglas del partido pero que participaría en una segunda ronda de la votación. Al regresar a Londres el miércoles 21 de noviembre dijo: 'Lucho hasta el fin, lucho para ganar'.
En pocas horas, estuvo claro que el control absoluto que Thatcher tuvo sobre sus colegas del Gabinete durante más de una década había terminado. Incluso antes de que se reuniera con las principales figuras del partido, su marido Denis, que siempre caminó unos pasos detrás de Thatcher en público pero era la persona más influyente en su vida, tenía dudas. 'No sigas, amor', le dijo según recordó la primera ministra.
Durante 12 horas ese día, Thatcher mantuvo reuniones con los principales políticos conservadores en su oficina del Parlamento neogótico en la rivera norte del Támesis mientras intentaba reunir apoyos para la segunda vuelta contra Heseltine. Algunos expresaron su apoyo total y dijeron que todavía podría ganar. Pero a medida que pasaban las horas, marcadas por las campanadas de la torre del Big Ben, sus posibilidades se convertían en cada vez más lúgubres.
La frase repetida de los veteranos del partido era: 'Por supuesto que te apoyaré, pero no creo que ganes'. El mensaje no expresado era que el partido no creía que pudiera ganar las próximas elecciones generales con Thatcher como líder. Thatcher estaba amargada. Tras una típica noche con pocas horas de sueño, a las 7.30 de la mañana del jueves 22 de noviembre informó a su personal de que renunciaría. Mantuvo su última reunión de Gabinete y se desplazó al Palacio de Buckingham para informar a la reina Isabel II.
El candidato John Major ganó finalmente la carrera para sucederla, frustrando el manifiesto juego de poder de su archirrival Heseltine. Edward Leigh, un político leal a Thatcher, comentó luego: 'Por lo menos (Heseltine) la apuñaló de frente'.
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