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América Latina sigue virando hacia la izquierda. La histórica victoria electoral de Gustavo Petro en Colombia (con un 50% de los votos frente al 47% del ultraconservador Rodolfo Hernández) afianza el eje progresista en la región tras los recientes triunfos de Gabriel Boric en Chile y Xiomara Castro en Honduras. Todas las miradas están puestas ahora en Luíz Inácio Lula da Silva. El expresidente brasileño (2003-2010) encabeza las encuestas para desbancar del Palacio del Planalto al ulturaderechista Jair Bolsonaro. Si Lula se impone a su rival en los comicios de octubre, la hegemonía de la izquierda latinoamericana se habrá consumado.
La relevancia del triunfo de Petro y su Pacto Histórico es doble. Desde el punto de vista nacional, es la primera vez que la izquierda gobernará en Colombia. En el plano regional, el país dejará de ser visto como el perrito faldero de Washington en América Latina.
Todavía es pronto para saber qué agenda desplegará Petro en política internacional, pero su programa ya incluye una apuesta por la integración regional y una preocupación por la cuestión migratoria, para lo que será vital reconducir las maltrechas relaciones con Venezuela, con la que Colombia comparte más de 2.000 kilómetros de frontera. Todo ello augura un buen recibimiento del presidente electo por parte de los países de su entorno. Una buena sintonía que no le impedirá, sin embargo, seguir manteniendo buenas relaciones con Estados Unidos.
Petro aterriza en el poder en un momento dulce para la izquierda latinoamericana. La fortaleza de ese eje progresista se verá en buena medida determinada por lo que ocurra en Brasil en octubre. Ningún otro país de la región tiene su peso estratégico. Y ningún otro líder político se puede medir con Lula, el único superviviente de la ola progresista de principios de siglo (la denominada marea rosa).
Aquella corriente estuvo marcada por la desbordante personalidad de Hugo Chávez, la todavía presencia activa de Fidel Castro y el magnetismo de Lula. Los actores secundarios fueron también dirigentes de lujo, grandes animales políticos como Evo Morales (Bolivia), Néstor y Cristina Kirchner (Argentina), José Mujica (Uruguay) o Rafael Correa (Ecuador). De todos ellos solo quedaría en la más alta instancia del poder (si gana las elecciones en octubre) Lula da Silva, si bien el chavismo todavía sobrevive con Nicolás Maduro, el partido de Morales gobierna en Bolivia de la mano de Luis Arce y el kirchnerismo ha vuelto a ser predominante en Argentina, con Cristina Fernández de Kirchner como vicepresidenta.
La nueva ola progresista en América Latina se enmarca en un entorno social menos ideologizado.
Esta nueva ola progresista se enmarca en un entorno social menos ideologizado. La izquierda ha dejado a un lado su discurso más confrontativo y ha abrazado un pragmatismo político sin haber renunciado por ello a los postulados de transformación social. Ya no se oirá a ningún dirigente pronunciar aquello de que "huele a azufre" en la Asamblea de Naciones Unidas porque el diablo (George W. Bush) había estado un día antes por allí, como hiciera el irrefrenable Hugo Chávez en septiembre de 2006.
Pero hoy levanta su voz, por primera vez en muchas décadas, un presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, para dejar a Joe Biden con un palmo de narices en la Cumbre de las Américas celebrada hace unos días en Los Ángeles. López Obrador respondía así al empecinamiento de la Casa Blanca de vetar a Venezuela, Nicaragua y Cuba. La ausencia del mandatario mexicano en la cumbre y el apoyo mostrado a su decisión por varios líderes de la región (algunos no asistieron y otros sí lo hicieron, pero dejando claro su rechazo a las exclusiones) pusieron de manifiesto que Latinoamérica puede toserle a su vecino del norte cuando no esté de acuerdo con sus imposiciones y que esas desavenencias no tienen por qué implicar una ruptura diplomática o comercial.
A ese club de gobernantes de izquierdas pertenecen además de López Obrador, Luis Arce (Bolivia), Alberto Fernández (Argentina), Gabriel Boric (Chile) y Xiomara Castro (Honduras), entre otros. Cada uno de esos líderes afronta escenarios complejos en sus respectivos países. Y también contradicciones permanentes. López Obrador ha sido una bocanada de aire fresco para los sectores más desfavorecidos de México, pero sus programas sociales se despliegan con la misma determinación que algunos proyectos faraónicos de tintes netamente neoliberales. El joven Boric sigue leyendo a Gramsci mientras se le pone cara de presidente circunspecto ante el histórico contencioso de la nación mapuche en la Araucanía. Y a Alberto Fernández lo arrastra hacia la izquierda Cristina Fernández y hacia la derecha, el peronismo de la vieja escuela.
Gustavo Petro es el nuevo y prometedor socio del club. Si Lula gana las elecciones en octubre, el frente progresista latinoamericano contará además con una figura de proyección mundial. Cuando abandonó la presidencia a finales de 2010 tenía una popularidad del 80% después de dos mandatos consecutivos. Su llegada al poder fue la culminación de una lucha política que había arrancado durante sus días de obrero metalúrgico. Su triunfo en 2002 tras tres derrotas electorales fue épico, como lo ha sido ahora el del exguerrillero Petro frente al ultraconservador Hernández.
Las políticas sociales de Lula sacaron de la pobreza a millones de brasileños. Y cuando se le daba por acabado tras ser condenado por un supuesto caso de corrupción, la anulación de esa condena por parte del Tribunal Supremo le ha dado una nueva vida a sus 76 años. Si Bolsonaro no se saca de la manga alguna estratagema antidemocrática de última hora, el retorno de Lula está prácticamente servido. Tras el cambio político en Chile y Colombia, América Latina espera a Brasil.
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