"El rey ha muerto", titularon los periódicos a la mañana siguiente. Bueno, algunos periódicos, ustedes me entienden. "No ha derramado una gota de sangre, no ha robado a nadie y no ha saqueado ningún país. Es más de lo que se puede decir sobre sus colegas", reflexionaron sobre él. Y tenían razón, tampoco hace falta que se vayan a buscar ejemplos muy lejos. Qué tipo este, qué historia fascinante.
"Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales", y otras. Lo firmaron un cuatro de julio, en Filadelfia, solo que ustedes ya conocen los detalles, porque el cine se los ha contado en multitud de ocasiones. Es la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Que todos somos iguales, decía (aunque en voz bajita, no se vayan a enterar esos negros esclavos y tengamos gresca), así que, por definición, no puede haber ninguno que sea rey. O reina. O emperador, ya puestos. Solo que lo hubo. De familia plebeya, por demás. Se llamaba Joshua Norton, y los policías se cuadraban a su paso. Y al de sus perros. Esperen, esperen que les cuente.
Joshua nació... bueno, a ver, no tenemos claro dónde nació. Digamos que su cuna no era baja, pero, desde luego, tampoco imperial. Vamos, que fue hijo de burgués, lo que no está nada mal (a principios del siglo XIX, cuando ve la luz, la mayoría de la gente se moría de hambre y penaba destripando terrones o tragando mierda en fábricas) pero tampoco es que salga en los periódicos de sociedad. Digamos que a Joshua lo bautizan más o menos cuando Napoleón empieza a sospechar que ya falla su suerte, en un sitio indeterminado que podría ser Inglaterra, pero que otros describen como Sudáfrica, Escocia, Zimbabue o vaya usted a saber. En fin, poco importa realmente.
La leyenda nos cuenta que su padre tenía pasta y le dio al mozo un pequeño capital, para que fuera haciendo sus cositas. Un entrepreneur, vaya, con start-ups, bares que venden batidos naturales y tiendas de ropa para perros. Mutatis mutandi. La idea es tener dinero para amasar más dinero, y que quien nació rico muera aún más rico, pues la rueda no se debe romper jamás. Desengáñense, el mundo funciona así. Dicen que si inicialmente se forró. Que hasta fue a California, a San Francisco, porque allí veía más oportunidades. Que, como buen plutócrata, empezó a especular. Un poquito por aquí, otro poquito por allá. Negocios centrados en bienes de primera necesidad, como era el arroz. ¿Problema? Le estalló la burbuja en los morros (igual era arroz bomba) y perdió prácticamente todo de la noche a la mañana. A estas alturas del relato no nos da mucha pena, pero luego verán que el tipo mejora.
Joshua no acepta de buena gana su derrota y empieza a pleitear con unos y otros. Que si el producto no era bueno, que si el barco tardó más de la cuenta, que si eso no es paella sino arroz con cosas. Entre que Estados Unidos es el país de los juicios y que nuestro Joshua llevaba regular lo de volverse pobre pues... eso. Visita casi cada jueves a los juzgados. Siempre malas noticias. Pero, buen hombre, ¿otra vez? ¿Es que no se cansa nunca? Le cuesta pillar indirectas, ¿eh? Para 1857 se produce la derrota definitiva, con el consiguiente embargo de sus bienes y vivienda (ya ven, hay cosas que no cambian), lo que ocasiona cierto desorden mental creciente en el protagonista.
(Ojo, otras versiones dicen que todo lo anterior es falso. O inexacto. Que no era rico. Que no era inglés. Que estaba chiflado desde el principio. En fin, quién sabe).
Norton se tira un par de años fuera de San Francisco. Exilio, huida de acreedores, vagabundeo previo a su entrada en Jerusalén... un poco de todo. Quizá estuvo algún tiempo por el Valle de la Muerte y se pasó con el peyote. Quizá venía algo descuajeringado de serie y los reveses de la vida terminaron por quebrarlo. A estas alturas no importa. Lo único cierto es que cuando Joshua Norton vuelve a San Francisco se ha venido arriba. Muy arriba. Arribísima.
El 17 de septiembre de 1859 los periódicos más importantes de San Francisco reciben una carta. Una broma, piensan. Enorme. Lo que allí se lee es delirante. "A petición y por expreso deseo de los ciudadanos de Estados Unidos (...), yo, Joshua Norton, me proclamo emperador de estos Estados Unidos". Toma, así, sin anestesia. La legitimidad queda bien clara. "En virtud de la autoridad de tal modo investida por mí". Ahí ven, emperador de Estados Unidos y rey de las tautologías. Ah, y cuenta que desde 1853 era ya emperador de California, lo que, visto con detenimiento, casa bien poco con su mala suerte judicial (salvo exquisito respeto al principio de división de poderes por su parte). Unos días más tarde ya se autointituló también como "protector de México", porque esos mozos morenitos no saben hacer nada solos, ay. Eso sí, cuando tuvieron el país patas arriba con lo de Maximiliano (mira, otro emperador) nuestro Norton no abrió la boca, no vaya a ser que la tengamos.
Vale, de ahí en adelante... pues la locura. Norton, primero de su nombre, empieza a legislar. No se sabe muy bien para quién, pero empieza a legislar. Comienza por disolver el Congreso de los Estados Unidos. Aporta para ello una prueba incontrovertible: se ha convertido en un nido de "fraude y corrupción" donde partidos y facciones violan las leyes y no protegen a los ciudadanos. Bueno, empezamos fuerte, pero quién podría reprochárselo. Luego disolvió directamente los Estados Unidos de América, para crear el Imperio de los Estados Unidos de América.
Poco cambio, pero fundamental. Exigió el cese de hostilidades durante la Guerra de Secesión, ordenó que las Iglesias católica y protestante se uniesen a sus designios y censuró la segregación racial en el país. Ya ven, para estar chiflado utilizaba poco el título en beneficio propio. Multita para quien se refiera a San Francisco como "Frisco", que es algo bastante cursi (no me quiero imaginar a nuestro Joshua escuchando "Barna"). Y un proyecto megalómano que buscaba salvar la bahía desde su ciudad hasta Oakland por un enorme puente. En fin, digamos que toda la idea no se le puede atribuir a él, pero ahí estaba la semilla del Golden Gate, amigos.
El tipo era muy conocido por allá. Vestía uniforme azul con charreteras (cuentan que si se lo regalaron los bomberos), sombrero con pluma enorme, espada, guantes blancos. De esta guisa gustaba pasear junto a dos perros vagabundos, nombres Bummer y Lázaro (la necrológica del primero fue escrita por Mark Twain, igual les suena). Su estampa resultaba tan icónica que niños y mayores saludaban a Norton I cuadrándose a su paso, con una mezcla de pitorreo y cariño. Como loco resultaba bastante inocuo, y como emperador era el más inofensivo de todos. Quizá porque le movían los sueños, nos enseñó Neil Gaiman.
A ver, no todos estaban de acuerdo. Cuentan que un oficial de la policía detuvo cierta vez a Norton I. Se llamaba Armand Barbier. Enterado del hecho, su superior puso inmediatamente en libertad al emperador y abroncó a Barbier. Mientras Su Excelencia abandonaba la comisaría, todos los agentes saludaron, solemnes. Norton, magnánimo, no mandó cortar la cabeza al miembro de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, pese a merecerlo (si nos ponemos estrictos). Pero él era así, campechano sin mano larga.
Y, ¿cómo es el día a día de tan insigne persona? Bueno, pues un follón, no se crean, porque hay que estar pendiente de un montón de cosas. Que si los ferrocarriles llegan a su hora. Que si esa alcantarilla no parece tragar demasiado. Que si asisto a un estreno en la ópera. Que si le mando cartas a la reina Victoria de Inglaterra solicitando su mano (curiosamente a la reina Victoria se refería como "mi muy amada prima", claro que tal parentesco nunca ha sido impedimento suficiente para la coyunda entre individuos de sangre azul). Que si intercambio misivas con el zar de todas las Rusias hablando de asuntillos como la compra de Alaska. Que acudir cada semana a un templo religioso distinto, por aquello de la exquisita equidistancia imperial.
Norton I incluso llegó a acuñar moneda con su efigie (los nortonitos), aceptada en todo el centro de San Francisco. Dicen que las autoridades del condado cambiaban esos nortonitos por dólares contantes y sonantes, aunque quizá sea otra leyenda alrededor de nuestro protagonista. No estaría mal que lo fuera, por cierto, que hoy esos billetes son auténticas rarezas de coleccionista, y se pagan como tales.
Norton I vivía en el 642 de Commercial Street, una casa de vigas apolilladas, prácticamente en ruinas. Eso sí, en el censo municipal aparecía oficialmente que la profesión de su inquilino era... ya saben, "emperador".
(También ponía que estaba loco, pero no pretendemos aquí ser demasiado exhaustivos con detallitos chafarderos sobre la vida privada de Norton).
El ocho de enero de 1880 Norton I, emperador de EEUU, cayó fulminado en mitad de la calle. Apoplejía fulminante, su cuerpo quedó allí, inerte. Cuenta el San Francisco Chronicle que al funeral acudieron más de 10.000 personas. Que lo enterraron primero en el cementerio masón (Norton era Compañero desde años atrás) y que más tarde sus restos fueron trasladados al Woodlawn Memorial Park de Colma. Una lápida marrón, poco llamativa. Salvo en el texto que exhibe.
"Norton I. Emperador de los Estados Unidos y Protector de México. Joshua A. Norton, 1819-1880".
Ahí es nada.
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