madrid
Cada vez son más y sucede en más lugares del mundo. La cifra de defensores del medio ambiente asesinados bate récords año tras año y 2016 no fue una excepción. Según el informe que cada año publica Global Witness –una de las pocas organizaciones que se ocupa de recopilar estos datos- el año pasado al menos 200 activistas en todo el mundo fueron asesinadas por defender la tierra y los recursos de los que viven. En lo que llevamos de 2017 ya se suman otros 98.
Los ambientalistas son considerados, según la ONU, como el segundo colectivo de defensores de derechos humanos más vulnerable del mundo. El informe destaca que no es sólo un fenómeno creciente, sino que cada vez está más extendido. En 2015 hubo 185 casos de asesinatos en un total de 16 países, mientras que el año pasado las muertes afectaron a 24 estados diferentes.
“Estamos pagando con nuestras vidas. Estamos pagando con nuestra cultura. Estamos pagando con el peligro de extinguirnos… simplemente porque defendemos el pequeño pedazo de tierra que solía darnos lo suficiente para comer”, dice Jakeline Romero, una mujer de Colombia, cuyo testimonio ha sido recogido por Global Witness. Jakeline recibe amenazas de muerte por haber denunciado los abusos cometidos por parte de militares y empresas en la región de La Guajira, donde se ubica la gran mina de carbón de Cerrejón. Es indígena, como el 40% de los asesinados.
“Venden la imagen de que estamos en contra del desarrollo. No estamos en contra del desarrollo, estamos en contra de la injusticia”, añade Francisca Ramírez, otra activista de Nicaragua que se opone al proyecto para la construcción de un canal interoceánico que prevé el desplazamiento de 120.000 indígenas y que se está convirtiendo en una de las principales causas de asesinatos de ambientalistas en el país.
Global Witness destaca además a Nicaragua como uno de los países que empieza a formar parte de los más peligrosos del mundo para la defensa del medio ambiente, un puesto que todavía ostenta Honduras, donde hace algo más de un año asesinaron a la ganadora del premio Goldman por su oposición al proyecto hidroeléctrico de Agua Zarca, Berta Cáceres, y a varios de sus compañeros. Brasil, no obstante, sigue siendo el país con el mayor número de asesinatos (49 en 2016), seguido de Colombia (37), Filipinas (28) e India (16).
En la mayoría de los casos, como Francisca o Jakeline, son personas que no se dedican al activismo, sino que son líderes en sus comunidades o campesinos que tratan de proteger sus tierras ancestrales, aunque también hay abogados, periodistas o voluntarios de ONG entre los asesinados. La mayor parte de los asesinatos tienen que ver con proyectos de minería y petróleo (33), seguidos de la explotación forestal (23), agroindustria (23), caza furtiva (18), agua y presas (7) u otros.
“Los defensores de la tierra y el medio ambiente a menudo chocan con los intereses políticos, comerciales y criminales, que colaboran para robarles sus recursos naturales. Muchos defensores se enfrentan a años de amenazas de muerte, criminalización, intimidación y acoso, pero reciben poca o ninguna protección por parte de las autoridades”, denuncia Global Witness.
La organización señala además que, aunque “es difícil saber quién ataca a los defensores o quién ordena los ataques”, han identificado 35 casos donde los paramilitares están involucrados (sobre todo en Colombia y Filipinas), 33 donde la policía es sospechosa de los asesinatos, 26 donde lo son los terratenientes y 14 casos perpetrados, aparentemente, por fuerzas de seguridad privadas. Los cazadores furtivos están acusados de 13 asesinatos, sobre todo en África, mientras que otros casos están asociados a militares, madereros, sicarios contratados y representantes empresariales.
Aún así, la impunidad es la norma. En su informe de 2014, la organización señalaba que de los más de mil asesinatos que habían investigado en sus años de trabajo, sólo 10 personas habían sido juzgadas, condenadas o castigadas. Es decir, que los casos en los que estos actos no tienen consecuencias ascienden al 99%.
Los inversores “deberían hablar con las comunidades afectadas por sus proyectos, para asegurarse de que se sienten seguros y escuchados cuando expresen objeciones o preocupaciones. Deberían evaluar si la información sobre el proyecto está disponible en los idiomas y formatos que la gente local pueda entender, de cara a la toma de decisiones. Si no se dan estas condiciones, entonces la inversión debería ser congelada”, señala la ONG, que aporta también en su informe otras recomendaciones para los gobiernos y las empresas involucradas.
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