santiago de chile
El aire es distinto los 11 de septiembre en Chile: más denso, pesado. Como si el recuerdo doloroso se hiciera presente en la memoria, destilando una especie de atmósfera que impregna todo y a todos. Este año, la sensación probablemente será aún más intensa porque la cifra es redonda: se cumplen 45 años del golpe de estado de Augusto Pinochet que desembocó en 17 años de dictadura (1973-1990).
Chile llega a la fecha con el debate sobre memoria histórica reabierto tras diversos episodios que han agitado el clima social. La sala penal del Tribunal Supremo dejó en libertad condicional a seis ex oficiales condenados por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Todos ellos cumplían penas de entre 5 y 10 años de cárcel, pero sólo permanecieron dos años y medio en el penal de Punta Peuco, un centro reservado exclusivamente para los culpables de crímenes cometidos durante el régimen pinochetista y donde viven bajo unas condiciones de privilegio y comodidad inimaginables en una cárcel común.
La resolución judicial ha provocado una ola de críticas tanto de las organizaciones de derechos humanos como de los políticos de la oposición. De hecho, un grupo de parlamentarios –liderados por el Partido Comunista– ha impulsado una acusación constitucional contra los tres jueces responsables de la puesta en libertad. De aprobarse, los jueces serían inhabilitados.
En plena polémica por la decisión de los magistrados, el presidente Sebastián Piñera designó al historiador Mauricio Rojas como nuevo ministro de Cultura, en un cambio de gabinete improvisado. Piñera –de tendencia liberal y conservadora– hizo su elección sin considerar unas opiniones sobre el Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos que Rojas publicó en uno de sus libros en 2013: "Más que un museo (...) se trata de un montaje cuyo propósito, que sin duda logra, es impactar al espectador, dejarlo atónito, impedirle razonar”, escribió entonces. La prensa se demoró apenas un día en recuperar el texto y publicarlo. El aluvión de críticas que cayeron sobre Rojas obligó al presidente a aceptarle la renuncia sólo cuatro días después de haber asumido el cargo.
Las organizaciones también piden la renuncia del ministro de Exteriores, Roberto Ampuero, porque además de colaborar en el libro de Rojas, en 2015 participó en un evento en defensa de la dictadura organizado por militares en retiro.
“Desde los 90 nuestro país ha intentado cumplir con los pactos que se tomaron antes del término de dictadura y que aseguraron la impunidad, pero ahora se está agravando una situación que ya era grave porque el gobierno busca sellar esa impunidad”, explica a Público Lorena Pizarro, presidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD). “Desde el Estado se están instalando conductas negacionistas, se nombran autoridades vinculadas al genocidio y se relativizan las violaciones de derechos humanos”, indica la activista.
Verdad, justicia y reparación
La sacudida del último tiempo ha servido para volver a instalar las demandas que las organizaciones de familiares de las víctimas llevan años reivindicando. Reclaman el cierre definitivo de la cárcel de Punta Peuco, una de las promesas más esperadas de la expresidenta Michelle Bachelet, pero que dejó sin cumplir al terminar su mandato. El recinto hoy acoge a más de 160 condenados.
Otra queja es por el desinterés de los representantes políticos para activar las iniciativas legales que han sido ingresadas en el Congreso para avanzar en verdad, justicia y reparación. Es el caso del proyecto de ley que busca excluir de los beneficios carcelarios a los condenados por causas de violaciones de derechos humanos. Esta iniciativa tiene más de 20 años y, de haberse aprobado, hoy el Tribunal Supremo no habría podido liberar a los seis exmilitares.
El silencio ha sido otro de los grandes aliados de la impunidad en Chile
Tampoco avanzó un proyecto para reinterpretar el Decreto Ley de Amnistía (1978) y declarar los delitos de lesa humanidad como “imprescriptibles e inamnistiables”, ni tampoco pasó nada con la propuesta para prohibir a los exmilitares sentenciados el uso del uniforme, la recepción de condecoraciones, o el ejercicio de ningún cargo en la administración pública ni en las fuerzas armadas.
“Los gobiernos que han existido en este país en 28 años no han tenido la voluntad política de entregar elementos y herramientas para avanzar. Lo único que hemos tenido durante estos años es justicia en la medida de los posible, no la justicia que necesita una sociedad basada en una democracia real”, lamenta Alicia Lira, presidenta de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP).
El silencio ha sido otro de los grandes aliados de la impunidad en Chile. Si bien se pusieron en marcha cuatro comisiones de la verdad –Rettig (1990), Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación (1992), Valech (2003) y Valech II (2996)– que publicaron sus respectivos informes, las presiones del ejército evitaron que salieran a la luz determinados contenidos.
Los antecedentes de la Comisión Valech –sobre víctimas de tortura y presos políticos– están bajo un secreto de 50 años e incluso el poder Poder Judicial tiene vetado el acceso. Torturadores y criminales se esconden bajo un silencio que cuando se rompa la muerte ya se habrá llevado a todos los señalados. Los antecedentes de las otras comisiones quedaron reservados exclusivamente a los Tribunales de Justicia.
Demasiado tarde
El pasado mes de julio, condenaron a nueve exmiembros del ejército por su responsabilidad en el homicidio del cantautor Víctor Jara, ocurrido en septiembre de 1973. La pena máxima fue de 15 años. “Estos crímenes cometidos desde el Estado están realizados para que nunca se puedan resolver", dijo entonces el abogado de la familia del artista chileno.
El brigadier Miguel Krassnoff y el general Manuel Contreras, dos personajes que jugaron un rol clave bajo las órdenes del dictador, acumularon 655 y 529 años de cárcel, respectivamente. Contreras, pero, murió en 2015 habiendo pasado diez años entre rejas.
Más suerte tuvo Pinochet, que logró morir en casa y sin ni siquiera ser enjuiciado por su responsabilidad en los crímenes de tortura, ejecución y desaparición forzada que dejaron más de 40.000 víctimas y miles de exiliados. De hecho, con la llegada de la democracia, el exdictador mantuvo su cargo al frente del ejército y en 1998, tras abandonar ese cargo, se convirtió en el primer senador vitalicio de la historia de Chile.
Pese a todas las atrocidades cometidas durante su régimen –y gracias a una supuesta demencia irreversible–, la justicia chilena sólo logró condenarlo por malversación de fondos, en un caso vinculado al Banco Riggs de Estados Unidos, donde disponía de distintas cuentas secretas. De hecho, la Corte Suprema chilena ordenó recientmente la incautación de 1,6 millones de dólares a su familia por este caso. De todo el resto, salió impune.
Pinochet murió en casa, sin ni siquiera ser enjuiciado por su responsabilidad en los crímenes de tortura
“Esa realidad cambia en un país cuando su máxima autoridad asume sus obligaciones internacionales, como ocurrió en Argentina”, afirma Lorena Pizarro. “Allí juzgaron a los ministros que permitieron el genocidio, Videla murió en la cárcel, los condenados van a una cárcel común, sus condenas son ejemplificadores y se persigue también a los civiles que fueron cómplices. En Chile eso no ha sido una realidad”, precisa.
Las palabras que los familiares de las víctimas escucharon en 1991 de la boca del entonces presidente Patricio Aylwin han sido el sello de la transición chilena: “Sabemos que, por las limitaciones propias de la condición humana, la justicia perfecta es generalmente un bien inalcanzable en este mundo, lo cual no obsta a que todos anhelemos siempre la mayor justicia que sea posible”, dijo entonces el mandatario. Y así ha sido. En Chile, la justicia ha llegado demasiado tarde. Eso, si es que ha llegado.
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