Posha es de Zimbabue. Como tantos otros emigrantes en Suráfrica, adonde llegan huyendo del colapso de su país en busca de un modo de sobrevivir. Alquila un apartamento en Hillbrow, uno de los barrios más peligrosos de Johannesburgo, con su marido, que se gana la vida llevando y trayendo en furgoneta a emigrantes de su país, y su hija de un año y dos meses. Como casi todos los zimbabuenses está deseando volver a casa. Cuando Robert Mugabe muera, aunque cuando lo haga, dice sin poder evitar una carcajada, será demasiado tarde. Posha dice que a los zimbabuenses y al resto de emigrantes de otros países vecinos, los surafricanos les echan la culpa de todo, de la falta de trabajo y del aumento del crimen. Ella ha sufrido en su carne el racismo.
Cuando estaba embarazada, tenía que callar. Y cuando era la última en ser atendida pese a ser la primera en llegar. Las surafricanas siempre tenían preferencia. Pero Posha no pierde el buen humor. Se gana la vida limpiando casas y tejiendo con manos hábiles peinados cuando menos complicados. Ahora es buena época porque, explica, el pelo se rompe con el frío del invierno y hay que cuidarlo. También es buena época gracias al Mundial y a pesar del ruido constante de las vuvuzelas en su barrio. La policía vigila las calles. Ahora puede uno andar con el móvil en la mano sin que se lo roben. Y, sobre todo, dice, no hay hijackings, una modalidad de secuestro de la que Suráfrica tiene uno de los índices más altos del mundo. Se trata de raptar un coche o incluso a veces taxis, furgonetas que actúan como transporte público en el país, con sus ocupantes dentro, para robarles (unas veces) pero también, y esto es lo más terrible de este país, para violar a mujeres y niñas, muchas veces en grupo. Es lo que más atemoriza a Posha en un país con medio millón de violaciones anuales. Como otros zimbabuenses, ella está convencida de que a partir del 11 de julio, cuando el fútbol tenga nuevo campeón mundial, los ataques xenófobos se recrudecerán como ocurriera en el 2008. Pero a Posha y a su familia no le queda más remedio que aguantar y seguir sobreviviendo. Y confiar en que Médicos sin Fronteras y otras ONGs conseguirán concienciar a los surafricanos de que deben abrir los brazos a los emigrantes.
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