Salió el Kun y se acabó la tristeza. Quique no había recurrido de saque al dios del Atlético, por miedo a una recaída, pero se rindió al final, cuando un marcador corto, mezclado con un dominio soporífero y plano, no daba para vivir tranquilo. Justo cuando la grada empezaba a refunfuñar, el técnico se hartó de la enésima noche ruinosa de Forlán y arrojó sobre el campo a Agüero. No hizo falta más. Al primer intento, asociado con Reyes, golazo y fiesta. El campeón vuelve a sonreír.
Al final, ni De Gea ni el Kun, los dos hombres que sostienen el acento competitivo del Atlético, estaban en su alineación. Todo un problema. La ausencia de Agüero, por inesperada tras anunciarse con luces de neón su regreso, tenía un plus de riesgo anímico, el bajón emocional de la hinchada y del propio equipo, más allá del perjuicio deportivo en sí. Algo similar ocurrió ante el Leverkusen en la jornada anterior y las consecuencias fueron devastadoras. El golpe moral, quedarse sin el Kun a escasos minutos del comienzo, volvía a repetirse. Quizás para vencerlo, el Atlético se exigió una salida explosiva, revoluciones, nada del aire adormilado con de los encuentros previos.
Salió al galope el Atlético, decidido a llevarse al Rosenborg por delante. Y pudo hacerlo ya en el primer minuto, pero el remate de Forlán, esa vieja característica que tantos laureles le ha proporcionado, no acertó con la pelota sino con el aire. El balón siguió su viaje hasta Simao, que lo mandó a las nubes.
Fue poco después Godín, a quien su rodilla liberó de recientes dolores, el que abrió el contador. El uruguayo se sintió fuerte para animarse a saltar con decisión en busca de sus cotizados cabezazos. Y encontró el premio al cuarto de hora. El centro de Reyes (el atacante que se ha cargado el equipo a la espalda durante este tramo de epidemia) fue extraordinario, envenenado de gol desde que despegó de su bota izquierda, pero el remate del central fue igualmente impecable: duro y abajo, utilizando en beneficio propio la velocidad y la dirección del servicio.
Estrenar el marcador, redimió al Atlético de ansiedad. Le permitió jugar sin concesiones defensivas, llevar la iniciativa y, aunque con más calma que energía, buscar la portería noruega. El campeón perdonó ocasiones (una de Diego Costa a un metro de la raya), no cedió en su actual costumbre de engordar la enfermería (Valera cayó lesionado a los 20 minutos) y se llevó un susto de muerte sobre la campana del descanso (un doble error de Perea y Godín dejó solo a Moldskred ante el joven gigante Joel, que, por decisión y cuerpo, acertó a desviar contra el poste).
La segunda parte no mejoró el panorama del Atlético. Una sensación contradictoria de control absoluto de la situación, de tranquilidad defensiva e incapacidad del rival para provocar rasguños, pero al mismo tiempo nada, sólo fútbol plano y ataque romo. Una sesión vacía que no conectaba con la grada ni mandaba para siempre a la lona al Rosenborg. Un gobierno ficticio que dejaba abierta una vida al rival, ya fuera por azar.
Tan claro vio el peligro verdadero Quique, que cruzó los dedos y acudió al Kun. Se quitó de encima a Forlán, otra vez desaparecido, y enchufó al Calderón regalándole a su ídolo. La medida no tardó ni un minuto en surtir efecto. Asistido maravillosamente por Reyes, el Kun se adueñó del área a la primera: acarició el balón, se deshizo de un par de defensas y marcó. Volvió el Kun, colorín, colorado.
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