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Entrenar a tu hijo: ¿Locura o nepotismo?

El caso de Zidane ahora en el Castilla ya lo vivieron Cruyff, Michel, Maldini o Bradley y no siempre compensa. “La gente murmuraba antes de que yo tocase el balón”, recuerda Jordi Cruyff.

Enzo Zidane junto con su padre, el exfutbolista y entrenador del Real Madrid Castilla, Zinedine Zidane./ YOUTUBE

ALFREDO VARONA

La duda tiene su derecho. Zidane acaba de elegir a su hijo Enzo como uno de los capitanes del Castilla. Y la opinión pública no se lo ha tomado como una noticia más. Porque esto no es como como cuando Paolo Maldini capitaneaba el Milan o la selección italiana que dirigía Césare, su padre. Ni siquiera como en aquella selección de Estados Unidos de Bob Marley, que derrotó a España en la Copa Confederaciones y en la que su hijo Michael llevaba el brazalete. Porque estos eran futbolistas contrastados, de reputación enorme, fuera de toda sospecha. Por eso a Maldini jamás se le debatió desde que empezó en el Milán de Sacchi y Baresi le eligió como su heredero. Tampoco a Bradley, futbolista norteamericano que jugó en Alemania, Italia o Inglaterra con un altísimo conocimiento de la profesión. De hecho, se le llamaba ‘General Bradley’. Todavía se le llama en Toronto FC, donde juega ahora, y no sólo imparte leyenda. También voz.

Sin embargo, existe otro mundo al que pertenece Enzo Zidane, un futbolista aún por demostrar. Su caso incita a recordar relaciones imposibles entre un padre entrenador y un hijo futbolista. Una sensación extraña, víctima casi siempre de la impaciencia de los demás, como acaba de descubrir Zidane esta semana. Porque en el fútbol no sobran casos así, pero tampoco faltan. Michel, por ejemplo, podría hacer una tesis doctoral acerca de esto. Él entrenó a su hijo Adrián en el Getafe, donde tuvo que cancelar su titularidad. La hinchada se lo impuso casi a la fuerza. “Si sale él, el resto de los futbolistas no paran de escuchar pitos”. Las entrevistas públicas tampoco se aislaban de esto y, fuese con el padre o con el hijo, siempre querían saber acerca de sus estados de ánimo. "Pero estamos bastante mejor", rebatió Michel, "que los que preguntan con mala intención". Adrián, el hijo, era más enigmático. "Mis padres me han enseñado a hablar y el mundo a callar".

“Sería algo injusto”

En realidad, el silencio era el precio de una vida difícil. Es más, hay entrenadores como Gustavo Poyet, aquel mediocampista uruguayo del Zaragoza que ha hecho carrera como entrenador en la Premier, que ni se la imaginan. Hace meses, le preguntaron si le apetecería dirigir a su hijo Diego, uno de los líderes del West Ham en la actualidad. Pero su respuesta fue muy franca. "Sintiéndolo mucho, tengo que decir que no. Me parece que sería algo injusto. Por eso en esa lucha, que establecemos todos entre el corazón y la cabeza, tengo que priorizar a la cabeza. Tengo que diferenciar entre el padre y el entrenador". Un argumento muy similar al que emplea Simeone cuando le preguntan por su hijo Giovanni, que se precia como delantero goleador en Argentina, ayer en River Plate y ahora, a préstamo, en el Banfield. "Desde que subí a Primera, mi padre no me da consejos y me dice que escuche a los entrenadores, que ellos serán mejores entrenadores conmigo de lo que pueda ser él".

"En el Barcelona aprendí que el fútbol no es un asunto de familia", aseguraba Adrián, hijo del exfutbolista y entrenador del Getafe Míchel González

El riesgo siempre es alto, no se sabe si una relación así, como la que ahora vive la familia Zidane en el Castilla, suma o resta, si es un privilegio para el chaval o una locura para los dos, padre e hijo. "Pero podría ser una locura, no digo que no", explicó en su época Jordi Cruyff que ahora, a los 41 años, es director deportivo del Macabí Tel Aviv en Israel. "Yo recuerdo que mis oídos no dejaban de escuchar el murmullo del Camp Nou cada vez que tenía la pelota". Johan, su padre, el hombre al que en Barcelona siempre se permitió todo, le decía que "si los murmullos de la grada no me molestan a mí como entrenador no te tienen que molestar a ti como jugador". Pero Johan nunca ganó esa batalla en Barcelona. Jordi nunca fue un heredero de nivel para Stoichkov o Laudrup, para aquel ‘dream team’ que se iba. Y, después de dos años, marchó al Manchester United de Alex Ferguson y, desde allí, llegó hasta la selección holandesa de Guus Hiddink y a hacer goles de valor en la Eurocopa de Inglaterra 96. Cosas que en el Barcelona parecían, sencillamente, imposibles. "La gente dudaba de mí antes de que tocase el balón".

“Mi padre no me ve jugar”

Adrián también se quitó una losa cuando salió, obligado, de aquel Getafe. De hecho, triunfó en Primera en equipos de similar categoría entonces como el Racing, el Rayo o el Elche. Sin la impaciencia de los demás, fue un futbolista más feliz, algo parecido a lo que le sucedió a Jordi Cruyff en los noventa. Marchó y jugó años a buen nivel, en el Manchester, en el Celta o en el Alavés, sin esa presión tan perversa del Camp Nou. "En el Barcelona aprendí que el fútbol no es un asunto de familia". Quizá por eso Diego Castro, el extremo que jugó en Sporting y Getafe, antes de irse este verano a Australia, nunca se arrepintió de que su padre, el carismático Fernando, no fuese su entrenador. "No creo que hubiera compensado. Tengo dudas de que hubiera sido bueno".

Quizá por eso Luis Milla, que podría haberlo hecho, tampoco se ha llevado este verano a su hijo al Lugo. La realidad es que en un deporte como el fútbol, expuesto a tantas voces, Santi Mina, que ha fichado por el Valencia esta temporada, tampoco consigue arrepentirse de lo que pasa en su casa. "Mi padre no me ha visto jugar nunca". Y su padre, que fue futbolista, sigue en sus trece, no cambia de opinión. Quizá porque casi ningún padre ha nacido para ser el entrenador de su hijo. Al menos, en deportes de equipo, en los que uno no depende sólo de sí mismo y el escenario mediático es tan alto. Otra cosa es si se habla de deportes individuales como nos demostró durante tantos años en el atletismo aquella pareja de leyenda formada por Sebastian Coe y su padre Peter, campeones olímpicos de 1.500 en Moscú 80 y Los Ángeles 84.

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