Hasta en la curva de la exigencia existe un punto en el que se deja de correr. El techo sin último examen. La meta. El punto de origen del éxtasis. La recompensa a la honestidad y al compromiso con una idea. En el caso del Barcelona, el orgullo que sienten por su baloncesto. Una paz de espíritu que el grupo de Xavi Pascual ha encontrado en el mismo sitio donde, hasta hoy, la memoria castigaba con demasiados fantasmas. Una final rota en 1997. Un día sin visita al Arco del Triunfo. Una tarde de baloncesto que ya no duele tanto rebobinar ante un hincha del Olympiacos.
La segunda Euroliga del Barça no dejará este año su propuesta en un compendio de grandes elogios, como sucedió el año pasado en Berlín. Allí, al Barça se le deshilachó la etiqueta de favorito ante el CSKA. Allí, el Barça comenzó a ganar el título del presente. A base de rebuscar en los pequeños detalles que significan el suspenso de una temporada. Escasos márgenes ante la grandilocuencia de dólares del Panathinaikos, Olympiacos o el propio CSKA. Por eso ficharon a Lorbek y Morris, ya con callo en su tercera final; a Mickeal, por su despliegue físico; a Ricky, el príncipe del presente, el emperador de pasado mañana. Ellos lideran un grupo que culpa a la química personal tanto como al baloncesto de sus éxitos. Para quienes la exigencia es tan necesaria como respirar.
Un estímulo historiado con otro reto estadístico. Los 28 puntos del primer cuarto suponían la mejor anotación del Barça en los diez primeros minutos de un partido de Euroliga en este curso. Tiempo más que suficiente para determinar la final con su receta preferida. Velocidad en el ataque, siempre con la cadencia exacta de pase, con el mejor tiro elegido, y una defensa tan sincronizada como amenazante (cuatro tapones de Fran Vázquez). En esos diez minutos, el comodín del marcador (24-13, m. 7) noqueaba tanto a los griegos como desbocaba a un Barça con la rotación de par en par.
Mickeal, también antídoto ante Childress, Basile y Sada contenían los arranques de anotación griega hasta que Navarro enseñó los galones. Con seis puntos, en apenas dos minutos, la Bomba atisbó su segunda Euroliga (46-32, m. 19) y el MVP. Aún faltaba, sin embargo, el último encargo de Olympiacos con la heroica. Giannakis lo intentó con un quinteto atípico, sin Papaloukas ni Bouroussis. Un derroche que no llevó el partido a la agonía. Entre N'Dong y Navarro separaron al Barça del precipicio (del 58-47 al 62-48) para convertir la maldición de París en éxtasis. Una fiesta descomunal del baloncesto de gran escuela que no hizo más que ahondar en el castigo de un Olympiacos, sobrado de millones pero, en bancarrota de soluciones.
Un triple de Morris cerró emociones en el pasional banquillo griego (71-52, m. 34) Giannakis, sin embargo, mantuvo la misma pose de su época de jugador. Su carácter de eterno guerrero obligó a los suyos a endulcorar el marcador. Un dato que sólo sirve para aliviar el orgullo ante una máquina que nunca le da al off en su exigencia. Tres títulos y tan sólo 5 derrotas en ocho meses.
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