madrid
No siempre es fácil mantenerse al margen del mundanal ruido. Llega un momento en el que el modo avión se hace insuficiente. Ni siquiera una escapada a la sierra puede salvarnos. La posibilidad de petar se antoja plausible conforme se suceden las menciones, los correos electrónicos, las alertas y las telellamadas. La hiperconectividad genera siervos, una especie cuyo hábitat es el desasosiego y que se caracteriza por anidar la insatisfacción.
Son tiempos complejos. A la necesidad de estar constantemente alerta se une ahora una drástica limitación de movimientos en pro de la prevención. El cuerpo se ha erigido como un sospechoso habitual, como si de su vigilancia y contención dependiera nuestro bienestar personal. Algo que ha conferido a la tecnología una mayor, si cabe, presencia en nuestras vidas. Estamos, hoy más que nunca, a merced del algoritmo.
La escritora y docente norteamericana Jenny Odell se da de bruces con esta nueva realidad nuestra, lo hace en Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención (Ariel), un ensayo en el que reivindica recuperar el nexo con la realidad física y encontrar modos de relacionarnos de los que no se beneficien las empresas. Un alegato contra el discurso de la eficiencia y el tecnodeterminismo en el reino de las redes sociales y el autobombo digital.
La voz de Odell emerge junto a otras tantas que reclaman, desde perspectivas más o menos complementarias, no hacer nada. O hacerlo de otro modo. Tomarle el pulso a los tiempos y salir de ese ciclo infinito en el que la comunicación se ve atrofiada y nuestra vida se monetiza a golpe de click. Es hora de que emulemos la parsimonia de Bartleby, el escribiente de Melville que despachaba las órdenes de su jefe con un educado "preferiría no hacerlo".
"Nada cuesta más que no hacer nada. En un mundo en que nuestro valor viene determinado por nuestra productividad, muchos de nosotros descubrimos que las tecnologías que usamos diariamente captan, optimizan o se apropian de todos y cada uno de nuestros minutos, entendidos como recursos financieros", denuncia Odell en su libro. Como lo oyen, no hacer nada puede, en tiempos de vorágine online, convertirse en un gesto político de resistencia.
Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de no hacer nada?, ¿de ver la vida pasar?, ¿de entregarse a la meditación?, ¿de no salir de la cama? Odell propone lo siguiente: "La primera mitad de ese no hacer nada tiene que ver con desmarcarse de la economía de la atención; la otra mitad aborda la reconexión con otra cosa. Esa otra cosa no es nada menos que el tiempo y el espacio, algo que solo es posible una vez que nos encontramos los unos a los otros a otro nivel de atención".
Lo que traducido sería algo así como menos Zoom y más piel, menos darle a me gusta y más buscar la complicidad offline con el otro, también con el lugar que habitamos; estar más (en el) presente. "En contra del no lugar de una vida optimizada que transcurre online, quiero defender un nuevo arraigo a un lugar que brinde la sensibilidad y responsabilidad a lo histórico (a lo que ocurrió aquí) y a lo ecológico (a quien y a lo que vive, o vivió aquí)", reivindica Odell.
La ciencia de la nada
Y en este viaje hacia la procrastinación, en esta sin par apología del bostezo, qué mejor que servirse de la ciencia para reivindicar de una vez por todas que otro mundo (menos eficiente) es posible. El joven investigador Andrew Smart, experto en neurociencia, explica en El arte y la ciencia de no hacer nada (Clave Intelectual) que estar en babia, empanado o mirando las musarañas, no implica reducir a cero la actividad cerebral.
Más bien al contrario. Según Smart, la multiactividad es perjudicial para el cerebro, que, por el contrario, necesita estar ocioso para ser creativo. Sus investigaciones deslizan una hipótesis que podría envalentonar a los haraganes, a saber; que el cerebro permanece activo cuando no está concentrado en una tarea específica y bulle en actividad cuando se supone que está en reposo.
Así es. Nada como dejar el cerebro en pause para que se le incremente el pulso neuronal. La posibilidad de abstraerse mirando el techo ya no es, gracias a las investigaciones de Smart, sinónimo de desidia o vagancia, sino un estado de cierta elevación intelectual. No en vano, y tal y como recuerda el investigador en su libro, personajes de la talla de Newton o Rilke realizaron algunos de sus mayores descubrimientos y creaciones cuando estaban descansando.
Manifiesto Niksen
Y para terminar con esta suerte de elogio de la apatía, les proponemos un manifiesto neerlandés; el manifiesto Niksen, para ser precisos. Un arte que al parecer vienen practicando nuestros desgarbados vecinos holandeses desde tiempos inmemoriales y que consiste, como ya intuirán, en hacer nada o muy poco. La cosa debe funcionarles dado que, año tras año, aparece listado como uno de los países más felices del mundo.
Sin ánimo de frivolizar, y siendo conscientes de que mucho tendrá que ver el Estado del bienestar que se gastan los holandeses para alcanzar buenos estándares en materia de dicha, les invitamos a que echen un ojo a Niksen. El arte neerlandés de no hacer nada (Libros Cúpula), donde se detallan los pormenores de la filosofía del Niksen consistente en dedicar tiempo y energía, de manera consciente, a hacer cosas como mirar por la ventana o permanecer sentados e inmóviles, dándonos a nosotros mismos el permiso de dejar pasar el tiempo.
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