madrid
1947, más de 100.000 malgaches murieron en la guerra de los grupos nacionalistas de Madagascar contra el gobierno francés. Cuando el cineasta Robin Campillo vivió allí, en su infancia, habían pasado más veinte años de aquello, el país era independiente, pero los franceses seguían instalados en la isla demostrando todavía la mezquina superioridad del colonizador. Ahora, en La isla roja, el director recorre aquella infancia y reinterpreta la mirada del niño que fue desde el pensamiento del adulto que es hoy.
Autor de 120 pulsaciones por minuto, la película que recuperaba la memoria de la lucha contra el SIDA de los 90 en Francia, Campillo mantiene aquí su intención política, comprometida, y rinde el tiempo de la memoria feliz a la obligación de la reconstrucción y a la reformulación de la verdad.
Protagonizada por Quim Gutiérrez, Nadie Tereszkiewicz y el pequeño Charlie Vauselle, la película, que compitió por la Concha de Oro en el 71 Festival de San Sebastián es, en palabras del director, "una historia de la violencia oculta y una denuncia del colonialismo".
Esta es una historia autobiográfica, ¿todo lo que hay en la película ocurrió en la realidad?
Todos los detalles son de verdad, las anécdotas de los cocodrilos que nos regaló mi padre, las escenas con la madre, las secuencias de la playa… todo es verdad. Pero en realidad lo que me interesa cuando hago una peli es crear una arquitectura, ver cómo esos elementos juegan conjuntamente, lo que crean, cómo los reinterpreto con el tiempo a través de una ficción.
¿Y con el tiempo y a través de esta ficción, cuánto ha reflexionado sobre su propia infancia, y qué ha aprendido de ella y qué cree que ha heredado?
Es muy difícil contestar. En realidad, he hecho una película porque con el tiempo he podido interpretar las cosas. En el desarrollo del trabajo he sentido muchas cosas que han ido apareciendo y he empezado a percibir cosas de otra forma, que podría ser una toma de conciencia. Pero la toma de conciencia solo la tengo porque hago una película, porque reflexiono sobre estas cosas desde el cine. Es como conseguir crear una perspectiva cuando haces un cuadro y tienes todos los elementos.
Es la mirada infantil hacia el mundo de los adultos y cómo ese niño va descubriendo en la sociedad patriarcal a unos hombres controladores, unas mujeres luchadoras pero que están sometidas, el abuso del colonialismo… ¿ese mundo de dominación era lo que le interesaba contar?
Sí, eso es. Esta es una historia sobre eso y sobre la violencia oculta. Quería hacer una denuncia del colonialismo, pero quería que el público entrara a la historia a través de una familia feliz y que al final de la película sintiera esa denuncia, cuando la mirada del niño da paso a la mirada del pueblo de Madagascar. Obviamente, el niño era un menor frente a sus padres, pero mi madre también era una menor frente a mi padre. Y mi padre también era un menor respecto a la jerarquía militar. Y luego está todo ese pueblo dominado por los franceses, personas que eran consideradas como menores frente a los franceses, aunque el país ya tenía su independencia y aquella era la gente que votaba, pero todo estaba enfocado bajo influencia francesa.
¿De una historia propia a una obra profundamente política?
Sí. Para hacer política, para producir algo político, hay que decir adiós a la infancia, hay que dejar de ser un menor. Yo quería mostrar estos cambios, mostrar a la mujer que está bajo el poder de su marido, lo que vi en la infancia reflexionado en la edad adulta como cineasta. Aquel era un mundo cerrado, un mundo fácil hecho para un espíritu de niño. En Madagascar entonces todos eran niños, incluso los adultos, incluso los militares, porque vivían con instituciones que nunca preguntaban. Por ejemplo, mi padre tenía misiones, pero no sabía lo que eran. Yo igual, tenía una visión muy parcelada de la realidad. Son expresiones distintas de la política general de Francia en esta región del mundo.
Creo que usted no ha querido durante años volver a Madagascar, ¿es así?
He podido volver finalmente para hacer esta peli. Cuando he vuelto de Madagascar, ha pasado algo terrible, nos hemos dado cuenta de que éramos pobres, de que no éramos ricos. Además, mis padres han vuelto a Marruecos, donde yo nací, y hemos atravesado España para ir a Marruecos, allí también nos hemos dado cuenta de que éramos turistas. De golpe hemos entendido que ese país no era el nuestro, no lo era hasta el punto de que no era ni siquiera posible inventarse una ficción para decir que era nuestro país de la infancia.
Antes de hacer la película, ¿cómo pensaba en Madagascar?
En Madagascar yo tenía nueve años y para mí se quedó como un país de ensueño, maravilloso, pero como adulto, curiosamente, todo el mundo me preguntaba por qué pensaba así. Nunca vuelves a una ilusión y nunca vuelves a un país que nunca ha existido. Para mí era un país imaginario en el que la naturaleza daba fruta en abundancia, donde podías vivir eternamente, pero también es un país donde ves una tumba en la cual la muerte dice: "Yo también estoy aquí".
¿Qué tiene que ver esa referencia a la muerte con sus recuerdos?
Cuando he vuelto a ir y he visto los lugares donde había vivido, he tenido la sensación de que había filmado un templo. También porque mi madre ha muerto y tengo la sensación de que son templos que se consagran a mi madre, dedicados a ella. En el cine yo no tengo religión, para mí el cine es lo que tiene algo de sagrado.
Entonces, ¿el cine como celebración de los vivos y de los muertos?
Así es. El cine tiene que ver con una nueva celebración de los muertos. Por ejemplo, en 120 pulsaciones por minuto, al principio de la película muere un militante de Act Up Paris y yo le puse el nombre de mi primera pareja, mi primer novio que murió del SIDA. Cuando la película se estrenó yo no sabía aún cómo había muerto, porque sus padres rechazaron que fuese a verlo al hospital. Pero su médico vio la película y me escribió y fue a verme, vivía en Marsella y me llevó su informe médico para contarme cómo había muerto. Para mí es una locura porque hago películas también para esto. Y sobre la historia de mi madre también es una forma de celebración, es una manera de hablar, de recuperar o de recordar la muerte.
Pero la historia finalmente acaba con una celebración muy vital.
Exactamente, porque para mí no es triste celebrar la muerte, porque da otro presente a las cosas y a los seres. Es lo que me interesó de este proyecto. Como en 120 pulsaciones por minutos he vuelto a dar vida a algunas personas. Lo que me interesan son los vivos y los quiero celebrar, quiero dar esperanza. Por eso en esta película los militantes malgaches dicen: "Hay que luchar". Los fantasmas del pasado nos piden luchar, no por ello, sino por nosotros, es por eso que hago películas.
El niño de la película lee los tebeos de 'Fantômette' y se imagina sus historias, ¿es una manera de reivindicar el poder de la fantasía, la necesidad de seguir contando historias?
Sí, totalmente. No tenemos que ser nosotros mismos, tenemos que reinventarnos, metamorfosearnos y la ficción permite metamorfosis. Yo no creo en el amor, pero creo mucho en el romance. El romance es la manera de crear una ficción a partir de una historia de alguien que deseamos y para mí la ficción es más importante que la verdad del amor. Creo en la ficción como un movimiento, no dejará de moverse, de modificarse. Y la vida pide mucha imaginación. Yo cuando era niño y me imaginaba como Fantômette me permitía transformarme en un personaje femenino que, para mí, sin saberlo, resistía al orden muy viril del Ejército. En realidad, yo quería ser como esa heroína.
De niño jugaba con su madre a ser un personaje femenino…
Sí, es curioso. Cuando era niño me lancé a un personaje femenino y mi madre me hizo ese disfraz, probablemente, para decirme: "Sé quién eres, sé lo que deseas". Es una secuencia muy importante.
Hay escenas que son la forma en el que niño imagina esas aventuras, ¿el cine puede ayudarnos a comprender mejor la realidad?
Por supuesto. La intención con esas escenas era crear algo falso, pero vinculado estrechamente con la ilusión de paraíso que el niño tiene del mundo real en el que vive… y, al mismo tiempo, dar pistas de este mundo real. Ese universo imaginario me permitía introducir personajes enmascarados, que en realidad son como tantos en el mundo real, que llevan siempre máscaras.
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