madrid
Actualizado:Sumergirse en el mar y abrir los ojos. Una experiencia desagradable: el agua turbia y las pupilas, incendiadas, en salazón. O una vivencia extraordinaria, incluso iniciática: el descubrimiento, en el fondo, de todo aquello. Alana S. Portero (Madrid, 1978) supo mirar en las profundidades de San Blas y en el interior de sí misma para, años después, brindarnos un relato que es un pecio que guarda un tesoro, 252 monedas de brillantina que no de oro, la revelación de una mujer a la que todos ven pero no saben mirar.
La mala costumbre (Seix Barral) podría ser, en la superficie, una novela trans obrera, aunque sencillamente —si bien ahí, en la naturalidad y en la verosimilitud, reside su grandeza— es la vida de una niña que observa y procesa el mundo a través de sus ojos, que terminan escocidos, pero también relumbrantes. Tal vez Alana sea un faro. Quizás ella aclare el agua, ilumine la noche, nos oriente en la costa y, lo más importante, nos trace el rumbo, que para los de secano es camino.
San Blas, años ochenta. Paro y dos heroínas: el caballo y la bravura de las mujeres.
Eran importantísimas, porque el tejido del barrio lo conformaban ellas. Me apetecía mucho contar la historia de las asociaciones vecinales y la historia política de aquellos años, con unas luchas sostenidas por ellas. Eran una presencia constante, vigilante, cuidadora y fundamental.
Entonces, el PSOE recluta a líderes vecinales y, de una manera más o menos sutil, descabeza la lucha en los barrios, pero ganándose el voto de sus gentes.
Sí, el PSOE jugó a eso: si quieres saber cómo es un españolillo, dale un carguillo. Funcionó maravillosamente, aunque tampoco los puedes culpar de asumir esos cargos, porque venían del barrio. En principio, los aceptaron con toda la buena voluntad, pensando que tendrían la oportunidad de cambiar las cosas, pero entraron en la rueda de la política institucional y todo se acabó. La distancia que se genera entre la alta política y el pueblo es insalvable y cada vez mayor. Desde arriba no se escucha a los de abajo y desde abajo tampoco se les oye a ellos.
¿Ha percibido una fagocitación política de la lucha social en tiempos más recientes?
Podemos surgió del 15M. Entraron para cambiar las cosas desde las instituciones, pero inevitablemente la política fagocita. No podemos obviar que se han producido cambios y que han conseguido dotar de cierta honestidad a la alta política, aunque no escapan a sus inercias.
Una novela trans, pero también obrera. En este caso, no se atomizan las causas, pues usted también reivindica a la clase trabajadora.
Además, cuando se ve esa atomización, siempre se hace desde la mala intención. Eso presupone que las personas racializadas o LGTBI+, sea cual sea su apellido sociopolítico, no trabajan, no comen, no viven y no tienen que luchar por sus derechos laborales.
Pensar que eso que llaman luchas parciales —que no lo son, porque constituyen el centro de la vida de muchísimas personas— debilitan a la clase obrera es pensar que hay una unicidad de la clase obrera y que, entre otras cosas, vindican una identidad de la clase obrera.
No se me ocurre nada más identitario y cerrado que eso: defender que la clase obrera es una y que todo lo demás son aderezos, molestias o entretenimientos. Una frivolidad asquerosa y malintencionada, que además no sirve para nada y es una inutilidad intelectual.
Tiene una pluma refinada y una voz poderosa, que resulta auténtica y verosímil, una de las virtudes de La mala costumbre.
Me he esforzado mucho en escribirla con lo máximo que daba mi capacidad literaria. Tengo 44 años y he esperado hasta ahora, porque antes no podría haberlo hecho. Yo no tenía capacidad literaria para escribir la novela que quería. Necesitaba seguir madurando como escritora. Hay gente que tiene más talento y que con veinte años es capaz de escribir textos increíbles. No es mi caso. Yo necesitaba madurar y aprender.
En ese sentido, el columnismo me ha ayudado muchísimo a sintetizar, a ser mucho más clara y a bajar a la tierra lo poético. He trabajado mucho para conseguir una voz genuina, mía y reconocible, con ese punto de madurez y de verosimilitud.
Había escrito poesía, pero ¿hay alguna novela previa guardada en el cajón?
Hay muchos intentos, aunque yo antes que escritora soy lectora. Y una sabe cuando no está funcionando…
La novela impactó en la Feria del Libro de Fráncfort y será traducida a once idiomas: ¿a qué atribuye el éxito?
Las lógicas editoriales a ese nivel se me escapan. Quiero creer que es una cuestión multifactorial. Por una parte, hay un trabajo muy bueno de mi agente, María Cardona, quien ha sido muy hábil. Por otra, es inevitable que haya una coyuntura sociopolítica y cultural que quizás favorezca leer con otros ojos algo que contiene una disidencia de género y sexual.
En realidad, quiero pensar que también hay bastante universalidad en la novela y que hay muchas personas que se pueden reconocer en ella sin necesidad de ser una mujer trans de mi edad. El feedback más importante que recibo es de mujeres mayores que yo, de diferentes barrios, que están disfrutando mucho ese retrato barrial, porque se reconocen en él. En principio, no deberían tener nada que ver conmigo, pero en realidad nos parecemos muchísimo.
Da un salto de San Blas al centro y, concretamente, a su corazón, que sería Chueca. Describe un Madrid que el lector conoce, pero que con su trazo sencillo cobra otra forma, primero desde el descubrimiento y después desde la aceptación. Es decir, pese a los pesares, suscribe una declaración de amor a la ciudad.
Eso lo he escrito con mucho cariño y cuidado. Como quien cuenta una leyenda o un sueño que se te va olvidando y, cuando te despiertas, empieza a hacerse jirones en tu cabeza: ese es el Madrid que yo quería contar. Casi no tienes herramientas para describirlo, por eso tiene que ser sencillo, porque vas atrapando recuerdos y sensaciones, aunque en realidad ya no existe o no lo ves.
Para mí, que venía de un barrio, ir al centro era como viajar a otra ciudad. San Blas, en los ochenta, quedaba lejos de Madrid. Por la distancia, pero también desde un punto de vista social, porque eran dos mundos muy diferentes. Era mi manera de contar esa llegada a un jardín de las delicias prometido y salvaje en el que no sabías lo que podía pasar.
La protagonista sale de San Blas y deja atrás a sus padres. Una relación sin duda marcada por ellos, pero, sobre todo, por una sociedad impermeable a todo lo que no fuese hétero y macho. Y eso le provoca un sufrimiento que encoge el corazón.
Es la historia de las gestiones de esos silencios tan herméticos, que se producían y que se siguen produciendo en muchas familias. No tienen nada que ver con el amor ni con el rechazo, porque los padres de la protagonista la quieren muchísimo y ella se siente muy querida y protegida por ellos, pero no saben comunicarse. Es más, se les ha extraído la posibilidad de hacerlo, entre otros motivos, por las jornadas de trabajo monstruosas, que los dejan sin ganas ni energías.
Sin embargo, ellos adoran a su hija y ella, a sus padres. Yo quería contar esos silencios, que se convierten en unos muros invisibles que no hay dios que los tire abajo. Sin embargo, da igual, porque el amor, el cariño y los cuidados los atraviesan, aunque la comunicación se vuelve imposible.
Un amor mudo, ciego —porque a veces los padres no quieren ver—e incluso rudo, ya que no saben hacerlo de otra manera. ¿Eso ha cambiado? ¿También la aceptación de un hijo LGTBI+?
Ha cambiado drásticamente. Lo que pasa que es un cambio muy frágil y endeble que, como estamos viendo actualmente, no está para nada interiorizado. Sí que se ha producido, simplemente por la visibilidad y por la cantidad de información disponible. Ahora es muy difícil no tener las herramientas para comunicarse con una infancia o con una adolescencia LGTBI+. Hemos ido a mejor y ese cambio es importante, pero me parece muy quebradizo y no estamos tan lejos de perderlo.
De cría, ¿se sintió querida?
Mi familia siempre ha sido extraordinariamente cariñosa, protectora y, a su manera, muy comprensiva. A mis padres quizás les costaba ponerles nombre a las cosas, pero no las ignoraban. Vamos, nunca me han ignorado. He tenido mucha suerte en ese sentido.
¿Y usted cuándo le puso nombre?
Fue un proceso paulatino, porque había varios armarios de los que salir y primero tenía que atreverme yo. Digamos que al final de mi adolescencia y, sobre todo, en la veintena.
¿Cree que su novela debería ser leída en los centros educativos para que los jóvenes puedan entender a las personas trans?
Yo no tengo esas aspiraciones, porque la educación me parece algo muy serio. Tampoco sé si poseo la capacidad para para influir de esa manera, pero los lectores y las lectoras me lo repiten a menudo. Y también me han dicho que entendieron cosas que no comprendían antes. Es importante no analizar tanto, así como escribir menos ensayos y artículos, e incorporar las vidas a la cultura.
Precisamente, esta es una novela de aprendizaje, para la protagonista y para los lectores, que consigue eso: comprender a una niña que debe esconderse para sobrevivir, aunque ese encierro termine ahogándola.
Lo importante es contar las cosas con naturalidad. Cuando lo haces así, te das cuenta de que la situación, en este caso trans, se parece muchísimo a otras en las que un niño, o un adolescente, o una persona adulta se siente frágil y asustada.
Hay demasiados armarios de los que salir, no solo los LGTBI+, porque muchas personas esconden cosas que les dan vergüenza y que no se atreven a contar, o tienen miedo de que les rechacen si conocieran sus ambiciones.
Por ello, narrar la historia de una manera natural, sin pasarse con el trauma ni negar la dureza, pero incorporándola a la vida normal y corriente, ayuda a entender que somos tan mediocres o brillantes como cualquiera.
De hecho, la novela podría interesarles a distintos tipos de lectores y lectoras, pues en el fondo es la vida a través de los ojos de una niña. Una visión terrible y fascinante a la vez.
Yo trataba de escribir una novela de crecimiento clásica, cambiando las coordenadas que estamos acostumbradas a leer. Porque las novelas de crecimiento más famosas están protagonizadas por jovencitos aristócratas centroeuropeos, que no se parecen en nada a ninguna de nosotras, o de chavales neoyorquinos que atraviesan Estados Unidos en un autobús de Greyhound Lines.
En mi caso, establezco una coordenada madrileña, obrera, femenina, trans y callejera. Una vida con la que es difícil no empatizar, porque se parece a la de cualquier persona de barrio que intenta descubrir quién es.
El bus del galgo, todo un símbolo. En ese sentido, la novela está trufada de referencias a mitos y a personas LGTBI+, así como a iconos trans, que no dejan de ser otras diosas. ¿Los espejos son fundamentales?
En La mala costumbre hay mucho viaje a través del espejo y mucha Alicia en el país de las maravillas. La protagonista está continuamente enfrentándose al espejo y lo atraviesa por la noche. Es decir, se coloca al otro lado y se convierte en el reflejo que desea por la mañana. Como un espejo en dos tiempos: por la mañana está delante y por la noche, detrás.
La búsqueda de ese reflejo es muy común en los chavales de barrio, con sus pósteres de futbolistas y grupos musicales pegados en las paredes de sus cuartos. Así, en mi libro hay un tono de santoral y de idolatría, casi de fetichismo de la imagen, que es consustancial a mí, porque pienso en esos términos y me ha marcado mucho. Veo un poco la vida a través de ese mundo de la estampita, de la hornacina y de las figuras sublimes.
No es una novela autobiográfica, pero ¿cuánto ocupa o pesa la historia de su vida?
Mucho menos de lo que parece. Los elementos personales son parte del andamiaje, sobre todo al principio del libro, porque me cuesta crear mundos que no conozco. Entonces, necesito un poco de suelo firme y he usado algunos elementos de mi vida, aunque muchos menos de los que parecería.
Cuando Bret Easton Ellis presentó en Madrid su última novela junto a Lucía Lijtmaer, dijo que contiene un 50 o un 60% de su vida real. Sin embargo, nadie se refirió a Los destrozos como una autobiografía, como sí ha ocurrido con La mala costumbre por estar escrita en primera persona —como la de Ellis— y por ser mujer y trans.
Es un prejuicio inevitable con el que tenemos que cargar: parece que todo lo que escribimos tiene que ser confesional. Y no es el caso: mi vida ha sido más bastante más fácil que la de la protagonista.
De hecho, durante el auge neonazi de los noventa, usted era muy joven.
Yo eso lo viví, porque siempre he andorreado por la calle... y he corrido mucho delante de esa gente. Incluso estaban activos en mi barrio.
¿Cómo explica la proliferación de neonazis en barrios obreros? ¿O precisamente por eso…?
Precisamente por eso. El desencanto es un catalizador del odio importantísimo. Como te descuides y no estés pendiente de ello, es el caldo de cultivo ideal. La frustración y la desatención producen una sensación de abandono muy grande y de descreimiento hacia las instituciones. Los barrios obreros fueron paulatinamente abandonados, ya desde los ochenta, pero la dejadez sigue ahí, aunque sea con diferentes máscaras.
¿Quién o qué es hoy la clase obrera? ¿El migrante, la empleada del hogar, el trabajador precario, la cuidadora...?
Y el teleoperador con una carrera universitaria, la persona que barre las calles, el profesor mal pagado... Todos ellos somos la clase obrera, pese a que algunos reniegan de ella o incluso ni saben que lo son. Incluso muchos que se consideran de clase media son de clase obrera, porque su posición es muy frágil. Solo unos poquitos euros los separan de pasarlo verdaderamente mal.
O un título, aunque no les dé de comer. Una educación, por cierto, que recibieron gracias a unos sacrificados padres que quizás ellos no les podrán dar a sus hijos.
Efectivamente. Por eso, hoy la clase obrera es cualquier persona a la que se le extrae la plusvalía y el tiempo.
No tuvo miedo a desnudarse en la novela, ¿pero temió que fuese interpretada como una autobiografía?
No, porque soy consciente y estoy convencida de que, aunque no es una autobiografía y ni siquiera una autoficción, todas las personas que escribimos ficción ponemos mucho de nosotras. Si tuviera miedo a ese tipo de exposición, habría abierto una mercería.
Precisamente, la exposición es uno de los fuertes de la novela.
Claro. De hecho, es un intento de ser honesta y una manera de llegar a un pacto íntimo con el lector y la lectora: "Yo me expongo, no me importa que interpretes esto como si fuese mi vida y, si te sirve pensarlo así y te ayuda a que el libro te llegue más adentro, me parece bien". El resto no me preocupa.
¿Cómo ve la llegada de Vox a las instituciones?
Con espanto, con incomprensión y con preocupación. Estábamos acostumbradas a los turnos del bipartidismo y a una derecha que, en un momento dado, nos parecía democrática —aunque no estoy segura de que lo fuese—, pero Vox es el fascismo; un fascismo que se pone el uniforme y levanta el brazo; los terrores políticos que asolaron este país y Europa. Eso es Vox, ni más ni menos: el modelo húngaro derramándose sobre nosotros y nosotras. Insisto: siento muchísima preocupación y el tiempo dirá si había que preocuparse tanto o no. Porque lo veo como la llegada material del fascismo a las instituciones, del fascismo de siempre, del fascismo puro y duro.
¿Algunos tránsfobos y homófobos también llevan máscara?
Soy muy contraria a la narrativa del maricón reprimido o de la persona transexual que se vuelve cruel, porque eso implica volcar otra vez la responsabilidad de toda esa violencia sobre nosotros y nosotras. Es un odio directo, sin más. No veo a un Ortega Smith armarizado que nos quiere pegar un tiro porque tiene terror anal y deseos anales. Es sencillamente un tipo que detesta todo lo que no sea él y que no tiene ningún problema en aplicar la violencia contra lo que odia o contra lo que le parece diferente.
Hay un episodio atroz que el lector puede presentir a medida que va pasando las páginas…
Está hecho adrede, porque coincide con un momento de gran euforia de la protagonista, justo cuando se descuida... Quería describir cómo andamos por la calle tanto las mujeres como las personas LGTBI+ que son muy visibles, porque no te puedes despistar... El lector acompaña a la protagonista y sabe a ciencia cierta que, tarde o temprano, le va a pasar algo.
El centro de Madrid y el de otras ciudades parecen espacios amigables o seguros, pero ¿son en realidad un oasis o un espejismo? Sin ánimo de demonizar ni de tropezar en el prejuicio, ¿sería más realista una visión panorámica que alcanzase también los barrios y los pueblos?
La capacidad para ir ocupando el 100% del espacio público con tranquilidad no existe para nosotras. Afortunadamente, es obvio que se ha ampliado, pero te aseguro que esas chicas que van de la mano por la Gran Vía luego se la sueltan en algunas calles, sean de su barrio o de su pueblo. Ni siquiera en los sitios seguros estamos completamente protegidas, porque la violencia, aunque sea verbal o simbólica, es constante.
¿Duelen más las hostias de los cabestros o las políticas tránsfobas?
Unas son consecuencia de las otras. Lo que se propone desde arriba decanta muy rápido hacia abajo. Cuando cuando un representante político te ha llevado a su terreno y de repente propone cosas así, tú la sientes como legítimas, por eso ambas duelen. Ha habido una grandísima irresponsabilidad por parte de las figuras políticas públicas. Es algo que se les ha acabado escapando de las manos y que han utilizado de una manera terrorífica, de modo que ha permeado un discurso que hace cinco años no existía.
¿Por qué han sido tan atacadas las políticas del Ministerio de Igualdad, incluso desde el Gobierno? ¿Ha fallado algo? ¿Quizás la comunicación?
El PSOE aspiraba al Ministerio de Igualdad. De alguna manera, no sé si como ministra pero sí como influencia, Carmen Calvo lo quería para ella. En 2017, estaba a favor de la autodeterminación de género. Sin embargo, desde que en el reparto le cayó a Podemos, el Ministerio ha sido el saco de boxeo y el gran muñeco de paja. Además, ha funcionado, aunque probablemente ciertas políticas de comunicación podrían haber sido mejores.
A su juicio, una cuestión de egos.
Desde luego. Casi todas estas cuestiones de las políticas del odio tienen muchísimo que ver con las poltronas y con la pérdida de privilegios. Por ejemplo, muchas profesoras y catedráticas universitarias que han arremetido como bestias contra la ley trans han tenido miedo de perder su cátedra o su sillón, o de tener que compartirlo. Esto, a nivel político, ha funcionado así.
A la postre, ha sido una disputa que ha fragmentado al movimiento feminista.
Claro. Pero yo, como víctima de esa narrativa, no me voy a equiparar a mis agresoras. Es decir, yo no puedo aceptar la carga de haber dividido el feminismo. Solo acepto la carga de haber sido agredida de manera pública, junto a las mías, durante los últimos años. Yo simplemente estaba en mis espacios de siempre, militando y haciendo lo mismo de siempre, cuando de repente unas señoras nos han dicho que nosotras no deberíamos estar ahí.
En realidad, es una división mucho más pequeña de lo que parece, entre un feminismo elitista y otro de base. Las manifestaciones del 8M de corte tránsfobo o transmisógino eran muy pequeñas y las transinclusivas, gigantescas. Cuando una milita en espacios feministas, la inclusión de las mujeres trans es lo normal.
¿Lo achaca a una cuestión generacional?
No, lo achaco exclusivamente al poder. El activismo transfeminista viene de la calle y está muy conectado con cosas muy callejeras. Y a las académicas y a las mujeres que están en despachos y ocupan puestos, eso no les gusta ni les hace ninguna gracia.
¿Quiere decir que antes vivían más tranquilas?
Claro que sí. Además, se ha envenenado el debate de una manera terrorífica. La transfobia no solo parte de Vox y el PP, sino también del PSOE. Es una responsabilidad compartida, la diferencia es que desde la derecha te lo esperabas. No digo que el PSOE haya prendido la mecha de la transfobia, pero sí ha aportado parte del combustible.
La música es un flotador para la protagonista y usted invita a que la lectura sea acompañada con una lista de canciones en Spotify: un subidón festivo.
La mala costumbre pretende ser un canto a la vida o a las ganas de vivir. Es una chavala que está peleando como una cabrona por su derecho a ser feliz, a ser ella misma y a vivir. Se encuentra con muchos obstáculos y con mucha oscuridad, pero patalea como una desgraciada hasta conseguirlo.
¿Y a usted la ha acompañado la música?
Mucho. Muchísimo.
¿Y la literatura y las artes?
Todo. Han sido mi asidero, mi diversión, mi confesionario y mis momentos de placer más maravillosos.
Tuvo que haber buceado a pulmón para encontrar ciertos pecios o tesoros, como Orlando, de Virginia Woolf, cuya representación teatral acaba de ser censurada por Vox en Valdemorillo.
¡Hace falta ser patanes! Estoy convencida de que los políticos que han censurado Orlando en Valdemorillo no se han leído la novela, ni saben de qué va.
Ha sido reconocida por el Ministerio de Igualdad con un premio Arcoíris "por la excelencia con la que da visibilidad a las mujeres trans en todo su trabajo y muy específicamente en su novela, La mala costumbre". Su discurso, dirigido "a ti, que me odias", ha impactado. Una oda a la resistencia.
Quise huir del victimismo: "No te lo voy a poner tan fácil". Quieren imponer la narrativa del lobo, es decir, ese mensaje de que cuando lleguen [al poder] se nos va a acabar prácticamente la vida. Bueno, eso primero habrá que verlo, porque formamos parte de unos colectivos de lucha y de resistencia.
También quise dejar al descubierto las carencias de las personas que odian: "Todo ese odio tú no lo puedes verter mirándome a los ojos. Es más, cuando me pegas una paliza, no me estás mirando a la cara".
Se odia casi siempre algo que no se conoce y que han construido susurrándote al oído. Se odia a un muñeco de paja. Se odia la idea que tienen de lo que es una persona LGTBI+, racializada o trans. Insisto: se odia la idea, no la realidad. "En el fondo, si te sientas conmigo, probablemente nos parecemos mucho. Y si nos ponemos a hablar de la España imperial, te puedo dar un montón de conversación".
Al final, son símbolos de ignorancia, de patanería y de la defensa de unas ideas que se alejan muchísimo de las realidades que creen que están defendiendo. Hace falta ser muy simple para odiarme sin haberse sentado nunca conmigo... "Busca los motivos, porque yo no te los he dado".
La novela está colmada de referencias a mitos. Elija uno contemporáneo.
Las profesoras de la Segunda República. Para mí se han convertido ya en mitología, porque son un símbolo de sabiduría y generosidad. Son diosas tutelares de todo lo bueno de este mundo, de la mezcla de la sabiduría y el amor.
¡Cuántas maestras destinadas en pueblos tuvieron que vivir con sus tías, primas o cuidadoras!
Unas cuantas... El compañero o la compañera, el amigo o la amiga, el ama de llaves, la persona que limpia…
Y la criada del cura.
¡Por supuesto! Esos juegos del escondite son una cosa muy triste, pero muy nuestra.
¿Nueva novela a la vista? ¿Quién la protagonizará?
He empezado un proyecto que no está muy alejado de ese mito moderno del que acabo de hablar.
¿Con los pies en la tierra y ambientada en la época contemporánea?
Sí, pero no va a estar localizada en Madrid. Será una novela que mira hacia atrás, a la época de la guerra civil.
Una referencia, en todo caso, reciente, porque tampoco hemos cambiado tanto desde los tiempos de Sócrates, cuando los jóvenes respondían a sus padres, tiranizaban a sus maestros y despreciaban la autoridad, que diría el filósofo.
De hecho, no hemos cambiado casi nada. Cuando una estudia historia, se da cuenta enseguida. Solo hay que ver los márgenes de los códices de los escribas y de los notarios: cuando se aburrían de escribir, pintaban pollas, monos y gente bebiendo y escupiendo.
De ahí a la latrinalia, esas pintadas en las paredes y las puertas de los baños de los bares, gasolineras y demás aseos públicos, que también remiten a tiempos pretéritos.
Efectivamente. En Roma hay una enorme tradición de pintadas callejeras y de grafitis en los burdeles y los baños públicos.
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