MADRID.- Los ledes, esos puntitos de luz, están ya en todas partes, en las pantallas, grandes y pequeñas, y en la nuevas bombillas. Pero no salieron de la nada, sino del esfuerzo durante décadas de investigadores como Hiroshi Amano, premio Nobel de Física desde 2014 por conseguir hacer realidad el esquivo led azul, un hito tecnológico tan reciente que todavía no se ha explotado todo su potencial. Además, la historia de cómo se obtuvo el led azul tiene mucho que ver con la investigación dirigida, la que se propone lograr un objetivo concreto más que aumentar el conocimiento, pero acaba teniendo una gran relevancia general. También tiene que ver con la incapacidad de las empresas por sí solas para hacer avanzar la ciencia.
Amano, ingeniero japonés, es uno de los premios Nobel más jóvenes en la actualidad. Tiene 55 años y obtuvo el galardón junto a su mentor Isamu Akasaki hace solo dos años, pero el trabajo premiado lo realizó cuando estaba en la veintena. Compartieron ambos el Nobel con otro investigador japonés, Shuji Nakamura, “por la invención de diodos emisores de luz azul eficientes, lo que ha permitido que existan fuentes de luz blanca brillantes que ahorran energía”. Del trabajo de Amano vienen las nuevas bombillas que han sustituido a las incandescentes de toda la vida.
Amano contribuyó a hacer realidad a finales de los años ochenta lo que tantos científicos habían dejado por imposible en los años setenta, un diodo luminoso azul, que abrió la puerta a la luz blanca que está reduciendo el coste de la iluminación en todo el planeta y al mismo tiempo inició la segunda revolución digital, la de los teléfonos inteligentes y las grandes pantallas planas.
El primer led que se desarrolló fue el rojo, en 1962. En 1974 llegó el verde, y la tecnología se plasmó en los grandes monitores de aeropuertos y estaciones.
Los ledes son dispositivos electrónicos semiconductores como lo es el transistor, y su composición (galio, fósforo e indio entre otros elementos) determina el color de la luz que emiten. El primer led que se desarrolló fue el rojo, en 1962, en 1974 llegó el verde, y la tecnología se plasmó en los grandes monitores de aeropuertos y estaciones, pero el azul se resistió a los esfuerzos de numerosos científicos. El fracaso llevó al abandono general de esta línea de investigación, con la excepción de Akasaki, dice Amano. Sin embargo, la empresa en la que trabajaba también la dejó y Akasaki se pasó a la Universidad de Nagoya, donde Amano se convirtió en uno de sus estudiantes.
Si algo tienen en común Akasaki y Amano es su perseverancia, desde luego. Amano, que acudió por primera vez este año al foro de premios Nobel de Lindau (Alemania) dice que decidió conscientemente dedicarse íntegramente a esta línea de investigación porque encajaba en su vocación por la ingeniería, a la que veía como la forma de conectar a la gente entre sí. Hizo una elección que muchos científicos no se atreven a hacer, seguir una línea de investigación minoritaria, que no está de moda y no atrae tantos fondos como otras más populares, y le salió bien, aunque le costara miles de experimentos llegar a su objetivo. Sin embargo, Amano reconoce que no apreció la importancia de su trabajo, lo que resulta llamativo en un premio Nobel: “Pensé que el uso del led azul iba limitarse a las pantallas de todo tipo, que era lo que interesaba a las empresas”. Pero posteriores trabajos de investigación llevaron a conseguir la luz blanca, el aspecto más llamativo de este salto tecnológico, mediante la combinación de los tres colores o el añadido de fósforo a un led azul. “Una nueva tecnología lleva a nuevas aplicaciones”, es la explicación de Amano, que recuerda que la luz led blanca para iluminación general es ocho veces más eficiente que las bombillas incandescentes.
A Amano, como japonés, le interesa especialmente saber que la luz led facilitará la reducción del consumo eléctrico que se ha fijado Japón para 2020 como medida para depender menos de la energía nuclear, tras la catástrofe de Fukushima. Los ledes pueden, además, funcionar como lámparas alimentadas con energía solar en lugares donde no hay red eléctrica, y se utilizan también, en su versión ultravioleta, para el tratamiento de agua y la desinfección en hospitales, además de en conversores de corriente eléctrica continua, procedente de energía solar, a corriente alterna.
Hizo una elección que muchos científicos no se atreven a hacer: seguir una línea de investigación minoritaria, que no está de moda y no atrae tantos fondos como otras más populares, y le salió bien.
A los científicos menores de 35 años que por centenares asistieron este año, como todos los años, al foro de Lindau, Amano contó cómo, al no disponer de dinero para comprar un carísimo sistema de hacer crecer cristales lo desarrollaron a su medida en el laboratorio, a pesar de que nadie allí conocía el tema. “Los profesores se equivocaron tanto como los estudiantes”, aseguró. Pasaron tres años y no lograban mejorar su producto, pero al final lo consiguieron y en 1989 nació el primer led azul. Sobre la base de otro método distinto, Nakamura, que sí trabajaba en una empresa, pidió posteriormente otra patente de led azul, y comparte ahora el premio Nobel con maestro y discípulo.
Amano, que ni siquiera era doctor todavía, estuvo realizando tres experimentos diarios para llegar a su objetivo y dejó de lado vacaciones y diversiones hasta conseguirlo. Ahora sigue trabajando en su universidad de siempre, sigue siendo modesto, a pesar del galardón, y es un jefe motivador, en palabras de uno de sus estudiantes, que acudió a Lindau. Su trabajo se centra en nanoestructuras que se espera mejoren los ledes y las células solares.
Como recordó a los asistentes Jürgen Kluge, el nuevo presidente del consejo directivo de la fundación que organiza el foro de Lindau, nada es gratis en esta vida: “Solo podéis venir una vez, no queremos volver a veros hasta que seáis premios Nobel!”, aseguró, medio en broma medio en serio.
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