El anhelo de inmortalidad es tan viejo como el ser humano. La ficción más antigua que se conserva, el poema de Gilgamesh, contada por primera vez hace al menos 3.000 años, cuenta los esfuerzos de un rey sumerio para escapar de la muerte. Gilgamesh cejó en su empeño y tuvo que conformarse con que sobreviviese su fama, pero los avances científicos de las últimas décadas han dado cierta esperanza a quienes aún sueñan con existir para siempre en carne y hueso.
En un especial sobre envejecimiento que hoy publica Nature, los investigadores Jan Vijg y Judith Campisi, del Buck Institute for Age Research, repasan la historia de la lucha de la ciencia contra el envejecimiento, menos épica que la de Gilgamesh, pero con más perspectivas de éxito a largo plazo.
En los años 80, los científicos observaron por primera vez que las mutaciones de genes individuales en los gusanos C. elegans podían alargar su vida significativamente. A partir de ese momento, se comenzó a considerar que el envejecimiento era maleable. Dos décadas más tarde ya se han identificado cientos de genes cuyas mutaciones pueden incrementar la longevidad de organismos modelo como la levadura, las moscas de la fruta o los ratones.
Control del metabolismo
La mayor parte de estos tratamientos actúa sobre mecanismos que controlan el crecimiento, la reproducción, el metabolismo o la nutrición. Como explican Vijg y Campisi, los investigadores se han dado cuenta de que los genes que favorecen el crecimiento o la reproducción tienen un efecto negativo sobre la duración de la vida. Por este motivo, una de las formas de luchar contra el envejecimiento consistiría en reducir la actividad del organismo para desgastarlo menos.
Varios experimentos muestran que la restricción calórica alarga la vida de especies como la levadura, las arañas o los perros. Una de las formas de reducir la actividad metabólica que funciona de un modo similar a la limitación del alimento consiste en manipular los receptores de insulina. Las mutaciones que reducen la sensibilidad a esta hormona han servido para alargar la vida de moscas y gusanos.
Experimento ‘brutal’
El investigador del Centro de Biología Molecular Francisco Martín cuenta que “estudios como estos de la insulina se realizaron en los campos de concentración nazis”. Las personas prisioneras en los Lager, al no contar con comida, tenían el metabolismo muy limitado. “Estas personas han vivido mucho más tiempo y además han tenido pocos problemas mentales como el alzhéimer”, explica Martín. Este último punto es importante porque indicaría que el efecto de la ralentización metabólica sería global y no paliaría sólo algunos efectos del envejecimiento.
Otro de los tratamientos que pueden ayudar a limitar los efectos del envejecimiento son los que emplean células madre. Las células pluripotentes, capaces de convertirse en varios tipos de células especializadas, servirían para reparar los tejidos dañados con la edad. Antes de que esto sea posible, se deberá aprender más sobre la influencia del envejecimiento en las células madre. Y su aplicación tendría efectos parciales. “Las terapias de regeneración son más problemáticas para el alargamiento de la vida porque sería necesario regenerar todo el organismo”, afirma Martín.
Una aplicación sin estas limitaciones es la que trabaja con la telomerasa. En los experimentos de laboratorio, esta enzima ha demostrado ser capaz de convertir a las células en inmortales. Su trabajo consiste en reparar los telómeros, una parte de los cromosomas esencial para la estabilidad celular. Los experimentos con telomerasa muestran, sin embargo, que el objetivo de alargar la vida no es tan simple como manipular un solo gen o incrementar la presencia de una proteína. La telomerasa mantiene jóvenes a las células, pero, al mismo tiempo, incrementa el riesgo de cáncer. Este problema lo han resuelto, en ratones, investigadores del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) al compensar el efecto canceroso con la estimulación de los genes P53 y P16, una especie de policías antitumorales. Los roedores vivieron un 45% más sin desarrollar cáncer.
Frente a los éxitos logrados, los autores del artículo que hoy publica Nature mencionan las dificultades para trasladar los éxitos en animales a los humanos. María Blasco, coordinadora del mencionado grupo del CNIO, reconoce que, aunque “en organismos más sencillos como C. elegans con una sola mutación se consiguen extensiones de vida del 50% o más, cuando se trata de organismos más complejos, como el ratón, es preciso alterar varios genes para lograr extensiones similares”.
Más difícil en humanos
Blasco sabe que es más difícil alargar la vida de un humano que la de un ratón, pero no cree que los hallazgos del laboratorio vayan a tardar tanto en llegar a las personas. La investigación con animales permitirá identificar los genes relacionados con la longevidad para después elaborar fármacos que imiten sus capacidades. A partir de ahí se podrán comprobar los efectos en humanos.
Vijg y Campisi argumentan que, para saber si realmente es posible extender los límites de la vida humana, primero será necesario conocer cuáles son los mecanismos básicos del envejecimiento y su relación con la enfermedad. La vida humana, no obstante, no tendría por qué tener límite necesariamente. “Desde el punto de vista evolutivo, da igual ser mortal que inmortal, lo que importa es la fertilidad”, indica Martín. “Por ese motivo, la capacidad de vivir mucho no está seleccionada positivamente, pero al mismo tiempo no tiene por qué tener efectos secundarios no envejecer”.
La inmortalidad ansiada por Gilgamesh no estará disponible pasado mañana, pero, al contrario, que en su época alcanzarla ya no es del todo una utopía.
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