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La Iglesia triunfante

Franco agradeció el apoyo de la cruzada católica colmando a la institución de privilegios

JULIÁN CASANOVA

La victoria del ejército de Franco en la Guerra Civil, hace ahora 70 años, supuso el triunfo absoluto de la España católica. El catolicismo volvía a ser la religión oficial del Estado. Todas las medidas republicanas que la derecha y la Iglesia habían maldecido fueron derogadas. La Iglesia recuperó todos sus privilegios institucionales; algunos, de golpe y otros, de forma gradual. El 9 de noviembre de 1939, se restableció la financiación estatal del culto y del clero, abolida por la República. A la espera de un nuevo concordato, hubo acuerdos entre el régimen de Franco y el Vaticano-en 1941, 1946 y 1950- sobre la designación de obispos, los nombramientos eclesiásticos y el mantenimiento de los seminarios y las universidades dependientes de la Iglesia. Por fin, en agosto de 1953, 14 años después del fin oficial de la guerra, un nuevo concordato entre el Estado español y la Santa Sede reafirmaba la confesionalidad del Estado, proclamaba formalmente la unidad católica y reconocía a Franco el derecho de presentación de obispos. Eso sí que era hegemonía católica, monopolio religioso, dictadura de militares y clérigos para imponer la unidad de la fe y la nación.

No fue la posguerra un escenario propicio para la indulgencia. Pero la Iglesia no hizo ni un solo gesto en favor del perdón y la reconciliación. Más bien, lo contrario. Una buena parte del clero se implicó sin reservas en la trama de informes, denuncias y delaciones que, siempre con el recuerdo de la cruzada, mantuvo vivo el funcionamiento cotidiano de ese sistema de terror. Tampoco faltaron los sacerdotes al pie de los pelotones de ejecución para reconciliar a esos rojos con Dios y 'salvarles de la eterna muerte (...), ya que no nos ha sido dado librarles de la muerte terrena', en palabras textuales dejadas para la posteridad por el padre Martín Torrent, capellán de la cárcel modelo de Barcelona en los primeros años de la victoria de Franco.

Esa era la Iglesia de Franco, la de Martín Torrent y otros muchos miles de clérigos que se empeñaron en poner un 'sello divino' a una 'empresa humana' de exterminio del infiel, que despreciaban y abandonaban a los vencidos en la gloriosa cruzada, que se vengaron de ellos y de sus familias hasta el juicio final, y que silenciaron a los pocos que desde dentro de la religión les recordaban los mandatos de Justicia y perdón del Evangelio. Hacían la vista gorda ante los asesinatos, no oían los disparos y se dedicaban a contar, en el púlpito y en la calle, en la prisión y en la escuela, historias de color rosa sobre la 'magnanimidad del Caudillo'.

La Iglesia vivió una larga época de felicidad plena, con un régimen que la protegió, la colmó de privilegios, defendió sus doctrinas y machacó a sus enemigos. Largo y duro resultó, en efecto, ese despotismo de Franco y su Iglesia, militarizados y fascistizados los católicos, catolizados y santificados los fascistas. La Iglesia y el Caudillo caminaron asidos de la mano durante cuatro décadas. Franco necesitó el apoyo y la bendición de la Iglesia católica para llevar a buen término una guerra de exterminio y pasar por enviado de Dios. La Iglesia ganó con esa guerra una paz 'duradera y consoladora', plena de felicidad, satisfacciones y privilegios. La religión sirvió a Franco de refugio de su tiranía y crueldad y le dio la máscara perfecta.

Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde murió bendecido por la Iglesia, sacralizado, rodeado de una aureola heroico-mesiánica que le equiparaba a los santos más grandes de la Historia. El panegírico empezó en la cruzada, arreció con fuerza en la posguerra y continuó hasta después de su muerte. Papas, nuncios apostólicos, obispos, curas, frailes, monjas y católicos de toda condición y sexo le rindieron pleitesía. El catolicismo español, a cambio, salió triunfante de ese intercambio de favores que mantuvo con un régimen asesino, levantado sobre las cenizas de la República y la venganza sobre los vencidos.

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