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Cuando la historia es lo de menos

Hoy se estrena 2012, la película que narra el fin del mundo

JESÚS ROCAMORA


Según la apasionante novela Hacia los confines de la tierra, uno de los objetivos de Darwin cuando se embarcó en el Beagle fue encontrar pruebas científicas de que el Diluvio Universal había sucedido, tal y como cuenta la Biblia.

Pobre: no sabía que en realidad no encontró nada porque el cataclismo estaba aún por llegar. Exactamente, el 21 de diciembre de 2012, fecha del fin del mundo según el calendario maya.

Consciente de que la superstición es un filón y de que siempre corren buenos tiempos para las catástrofes, Roland Emmerich se puso a darle vueltas a una historia que, visto su explosivo currículum, prometía ser la madre de todos los desastres. ¿O es que hay algo peor que el fin del mundo?

Parece que no: Emmerich, que ya salvó a la humanidad de los extraterrestres en Independence Day, del cambio climático en El día de mañana y hasta de un lagartazo mutante japonés en Godzilla, vuelca en 2012 toda su experiencia en volar escenarios y consigue meter en su metraje terremotos, tsunamis, volcanes, desprendimientos, explosiones y muertes en masa. Catapum.

Al final, la escala de la película es lo que la deja en evidencia, casi en ridículo: Los Ángeles es engullida por la tierra y Hawai, por la lava. Yellowstone salta por los aires debido a un volcán. A Washington y a toda la Costa Este de EEUU se las traga el Atlántico. China se desplaza varios miles kilómetros sobre el océano.

Cuando el polvo, el humo y los restos despejan la pantalla, todo se ve fenomenal gracias a unos efectos especiales que hacen creíbles que los rascacielos puedan crujir y doblarse como el papel. Son lo mejor de una película cuya historia es lo de menos, por mucho que Hollywood se moleste en vendernos sentimientos aguados.

El rollo maya no sirve ni de coartada, como tampoco el envoltorio de conspiración; es celofán. Y claro que todo suda religiosidad (las referencias a Noé, el Diluvio, el Éxodo, el Apocalipsis) y patriotismo. A mí, para serles sincero, me ha recordado a Titanic. Y a que todo lo que sube debe bajar: dos horas y media de ‘crescendos’ catastróficos y subidones orquestados terminan pasando factura en el espectador, que sufre inevitablemente un bajón a la salida del cine.

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