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Cómo vivir sin internet en una sociedad conectada

La fotógrafa Ana Oliveira Rovati plasmará su vida 'offline' en el proyecto de su máster

La brasileña Ana Oliveira Rovati vive en Madrid y dejó de usar internet hace cuatro meses. / HENRIQUE MARIÑO

Ana se ha propuesto vivir sin internet en una gran ciudad. Podría parecer fácil, pero empieza a enumerar los actos que implican el uso de la red: desde enviar un currículo para encontrar empleo hasta comprar un billete de avión barato. “Aunque pensemos que lo controlamos, somos adictos a internet. Te das cuenta cuando estás fuera”, asegura durante una pausa laboral. Trabaja en un bar de bocadillos porque sin conexión no podría ejercer de fotógrafa. Muestra su teléfono celular del pleistoceno y sonríe.

El urbanita del siglo XXI está permanentemente comunicándose e interactuando a través de algún medio telemático. Como sostiene Jonathan Crary en 24/7, “cada vez es más difícil hacer una pausa, estar desconectado”. Ana Oliveira Rovati (Porto Alegre, 1985) quiso saber qué se siente y, para ello, echó el freno hace cuatro meses. Licenciada en Comunicación Social por la Pontifícia Universidade Católica do Rio Grande do Sul, su experiencia será plasmada en el proyecto fotográfico del máster que cursa en Madrid, adonde llegó este curso con treinta años recién cumplidos.

Antes había vivido en Farroupilha, Porto Alegre, Buenos Aires y Río de Janeiro. Allí ejerció como asistente de fotografía. Es su pasión, por lo que decidió echarse el hatillo al hombro y formarse en Madrid, donde intenta explicar no sólo cómo se puede vivir sin internet sino también los peligros de caer en la red: “Nos estamos perdiendo el mundo real. Ahora la gente no tiene una experiencia real, simplemente tiene la idea de esa experiencia. Algo para enseñar, no para disfrutar”. Imagínense cualquier evento donde la multitud no mira a través de sus ojos sino de una pantalla. La vida sólo existe si alguien la graba y la comparte. Me gusta.

Ana se plantea por qué necesitamos exhibirnos continuamente, adónde ha ido la atención que ya no prestamos a nuestros interlocutores, cómo surgió ese estado de excitación que provoca la falta de respuesta a un mensaje, a un chat, a un tuit, a un post. Para hallar tantas respuestas buscó a una de las últimas mohicanas del mundo analógico y encontró a Margarita, una señora de 75 años que sale a la calle sin móvil porque no se le pasa por la cabeza que le pueda pasar algo malo. “Ella no quiere que la familia la controle ni sepa dónde está a cada momento”, afirma Ana, que vive en el piso de la anciana. “En cambio, nosotros hasta llevamos el móvil a la playa o a la montaña”.

La experiencia fue fructífera, pero la fotógrafa brasileña se dio cuenta de que Margarita, por cuestiones de edad, ejemplificaba más una vieja generación que una generación offline. No echaba de menos el wifi porque nunca lo había usado. Por ello, decidió experimentar en carne propia la vida fuera de internet. “Ahora soy mucho más sensible, es como si el mundo volviera a tocarme”, confiesa Oliveira. “Presto atención a lo físico, a lo que está pasando, mientras que ya no me genera ansiedad pensar qué me estoy perdiendo. Sin Skype, llamo menos a Brasil, pero las conversaciones con mi familia son más provechosas”.

Oliveira no socializa tanto como le gustaría, aunque sus relaciones resultan “más intensas”. También asevera que ha aprendido a disfrutar de lo que le rodea, sin pensar en un destinatario de lo que ve y de lo que escucha. “¿Para qué mostrarle al otro lo guay que eres?”, se pregunta. Luego está el control al que estamos sometidos. “Es triste y peligroso, pero estamos un poco ciegos y no lo vemos”, concluye Ana, que bosqueja la jornada del urbanita contemporáneo: “Estar ocupado y producir todo el tiempo, de modo que no haya tiempo para pensar”. La tesis de Jonathan Crary va más allá, hasta el fin del sueño y la irrupción de la pesadilla: “La enorme porción de nuestra vida que pasamos durmiendo, liberados de una ciénaga de necesidades simuladas, subsiste como una de las grandes afrentas humanas a la voracidad del capitalismo”:

En junio, seis meses después de la desconexión, terminará todo. Entregará su proyecto conceptual y artístico, una suerte de performance de largo recorrido, en el que reflejará “una sociedad en transformación”. Cómo ha cambiado la manera de relacionarse con el tiempo, con el espacio y con el prójimo. Le dará de nuevo la bienvenida al smartphone. Buscará un trabajo en su sector o una beca para profundizar en su investigación. Los emoticonos volverán a sonreírle. “El sistema no me permite tener la vida que me gustaría. Pero cuando vuelva quiero tener el control, porque internet es como una droga: para quitarse hay que nadar contracorriente, pero sólo necesitas un par de días para caer”.

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