SARÓN (CANTABRIA)
Actualizado:Se escuchan los coches, muy cerquita. Parece sonido arrancado desde otro lugar, desde otro tiempo. Hay, también, piares de miruellos, graznidos del corvato. Observo las ruinas. Serán perfectas como refugio de nuétiga, pienso.
Solo que hoy no la veremos. Atardece, y el viento sur deja un bochorno pegajoso con aire inmóvil. Todo es lento aquí. Nuestros movimientos, el cielo sin casi nubes, las bardas que invaden. Hay luz con tonos de almíbar, luz que parece piel de higos maduros.
Una de esas tardes que son oleo sobre lienzo.
"Los bings de West Lothian, en Escocia, son enormes escombreras formadas por un material estéril, tipo grava, que se sobrecalentó para extraer un combustible similar a la parafina en el siglo XIX y principios del XX. Ahora forman extraños paisajes jaspeados, de un rojo anaranjado muy brillante". Me cuenta esta historia Cal Flyn. Cal es escocesa, y la editorial Capitán Swing acaba de publicar en castellano su maravilloso Islas del abandono. La vida en los paisajes posthumanos (traducción de Lucía Barahona), un libro triste pero bello, extrañamente optimista, que nos cuenta cómo de entre cualquier ruina pueden surgir nuevas oportunidades. "Hace varios años, Barbra Harvie, una doctorando de la Universidad de Edimburgo, realizó un estudio sobre la biodiversidad del Bings y encontró unas trescientas cincuenta especies de plantas, más de las que hay en el Ben Nevis. Había muchas especies de orquídeas, y un ranúnculo rarísimo llamada eléboro de Young, que se encuentra en pocos lugares lugares del Reino Unido. Así que esta extraña y desatendida región postindustrial resultó ser increíblemente valiosa en términos biológicos".
Supongo que hay alguna enseñanza en ello...
Lo nuestro es más modesto, aunque no menos importante. Lo de la industria, digo.
Lo llamaban "La Nueva". Tejera "La Nueva". Allá por 1925 debió de construirse y anduvo funcionando hasta 1985. Cerca de Sarón. Igual les suena Cabárceno, que cae a pocos kilómetros.
Esto de las tejeras era cosa muy de aquí. Pequeñas fábricas donde cocían y trataban tejas a partir de barros. Tú veías una chimenea a lo lejos (chimenea de ladrillo, chimeneas redondas, no muy altas, chimeneas que llegaban directamente desde una novela de Dickens) y sabías qué había allí. Muchas no quedan más allá de la toponimia (los campos "de la tejera" son muy abundantes), y cada vez más se pierden entre los estratos del tiempo, arrastradas por olvidos y modernidades. En Sierrapando tuvo tejera la familia Trueba (sí, los del ciclista). Restos de un pasado fecundo, cachitos de historia que alguien decidió cepillarse por completo para construir una autovía. Es el sino de este patrimonio muy pocas veces bajo protección. "Creo cuando un terreno está abandonado es buen momento para protegerlo", dice Flyn. "Como la sociedad lo entiende sin valor, y tal vez lo percibe como feo o inútil, podría sacarse del mercado sin problemas, y entregarlo a la naturaleza. Sin embargo, reconozco que las necesidades cambian con el tiempo y las comunidades a veces quieren volver a utilizar propiedades vacías. No siempre es agradable vivir cerca de edificios ruinosos o abandonados"
Como hijo de una ciudad obrera sé bien de lo que habla Flyn. He visto nacer, crecer y morir un montón de empresas. Fábricas grandes, chimeneas llenas de arrogancia que jugueteaban con las nubes en los días de invierno. Humos negros sobre algodón gris. Sirenas que marcan ritmos de vida, que te despiertan por la mañana, que avisan para que vayas a comer, sube, ya volverás a la calle en un rato.
Y luego... nada. Aquella reconversión industrial de los ochenta, que ni reconvirtió ni fue industrial. Factorías que cierran, hierba apareciendo entre juntas, mantis religiosas posadas sobre muros de ladrillo casi azabache. Sitios que esconden misterios y clandestinidad. O lugar de juegos. Un antiguo depósito de trenes, con máquinas, con chirimbolos que parecen sacados de una peli antigua. La serrería, proveedora de palos (los palos sirven para casi todo en la mente infantil). También imágenes de su época. Jeringuillas, cuerpos tendidos sobre el suelo...
Poco a poco aquellos edificios murieron y vivieron. Murieron para la riqueza, para el motor económico de toda una comarca. Vivieron para arbustos y animales. Bardas cubiertas con moras tostándose por agosto. Escajos. Avellanos, salces. El piar de aves, el toquetear rápido (así, tac, tac, tac) de ratas, de ratones, alguna raposa rebuscando entre ruinas. Es un nuevo ecosistema. Uno que nace, paradójicamente, del abandono.
Pero estábamos en "La Nueva". La Red de Patrimonio Industrial de Cantabria entrevistó a Salvador Beltrán Romero, un natural de Málaga que subió, allá por 1961, hasta los cielos umbríos para trabajar allí. Que si sacaban la arcilla de cortados que había cerca. Que si la llevaban con parejas de bueyes o camiones hasta la fábrica, que luego amasaban, daban forma de ladrillo, metían en el horno. Al horno lo alimentaron serrines, o aceites de la industria naval, o desperdicios del caucho que llegan desde otras fábricas. Que trabajaban doce horas diarias, salvo los domingos, que solo de seis a diez, pero tenían obligación de pasarse por misa. Que allí faneaban cuarenta tíos, que algunos también vivieron entre sus paredes, porque existieron ocho habitaciones, una cocina, un comedor, dos baños.
Que era su hogar.
Ahora solo hay ruinas.
Solo ruinas hay.
La palabra es domicología. El estudio del ciclo vital que tienen los edificios. Primero reconocer su existencia, más tarde plasmar características de cada fase. Nacimiento, desarrollo, estado adulto. Vejez, más tarde, muerte. Solo que la muerte no es morir, sino dar paso a otra existencia. A otras existencias.
"Yo he empezado a fijarme en estas ruinas", me dice Cal. "La mayoría de las veces dejamos que nuestros ojos pasen por encima, consideramos que no merecen nuestra atención. Pero cuando empecé a escribir sobre ellos, vi que estaban a mi alrededor. A veces grandes edificios o aparcamientos, otras pequeños solares, o jardines abandonados. Fue, en parte, un caso de concienciación. Ahora también he empezado a pensar que actúan como pequeñas reservas naturales o santuarios en zonas urbanizadas. Tal vez haya un matorral de arbustos y árboles donde puedan anidar y reunirse pequeños pájaros en medio de una ciudad, o un montón de piedras donde viven reptiles e insectos. He empezado a ver que ofrecen espacios medioambientales en un lugar que, de otro modo, estaría dominado por los humanos".
La domicología no es disciplina para tanatólogos. Es, más bien, una promesa de futuro.
Tengo delante una puerta metálica. Cerrada. Cierta enredadera asoma hojas verdes (verde muy intenso) por entre los galces, como si fuese un pulpo con adorno primaveral. La escalera, también metálica, todo marrón, costritas descascarillándose, restos de lacado color crema, manchas de óxido sobre mi piel. A unos metros, en la esquina, hay una planta de perejil enorme, hojas aromáticas, flores que se abren empalideciendo como anémonas fuera de lugar. Surge entre hierbas tan finas que cortan la carne del curioso, entre ortigas mecidas suavemente, agazapadas como un depredador a punto de mordisquearte las manos.
Justo enfrente está la tejera. Lo que fue la tejera. Ahora asoman allí avellanos (avellanos con frutos color otoño), bardas con las últimas moras consumidas, arrugadas, casi drupas entre lo amargo y lo dulce. Te asomas a un vano y solo ves vegetación, madera, grandes paredes caídas o a medio caer. Rodeo el espacio, un muro de medio metro (un muro hecho con barro cocido allí, en la tejera que fue) delimita perfectamente el lugar. Pero debes fijarte bien para verlo, porque hoy (ahora) solo parece ladera mullida, cortado cubierto con líquenes que amusgan, un peluche color bosque donde quieres tumbarte. Allí asoman, sí, caracoles bien gordos, sus cáscaras cobrizas listadas en negro, pegados a los últimos resquicios de la piedra. Van días que no llueve, llevarán días allí.
Hay muchos, sí, entre las ruinas.
Desde un punto de vista ecológico, leo en Islas del abandono, los jardines, parques o tierras de labranza son aburridos. Su pervivencia, además, es precaria, y depende de los seres humanos. Matorrales, arcenes, o ruinas, por contra, pueden tener biodiversidad vibrante y un profundo arraigo. Arrancamos sin remordimientos plantas que se adaptan perfectamente a esos sitios (y, para más humillación, les decimos "malas hierbas") e insistimos en afianzar otras que son costosas, inadecuadas, solo estética. Piensen en el centro de cualquier rotonda (esos centros que son iconos del despilfarro, que ruborizan demasiadas veces).
Junto a nuestra tejera hay plumeros de la pampa tan altos como un hombre. Los plumeros de la pampa son plantas invasoras que se fugaron así, hop, de un jardín hace setenta años, y hoy amenazan todo nuestro ecosistema autóctono. Ornatos saltando desde su cárcel ahora eliminan las plantas de aquí.
Otra ironía.
La chimenea, lo que más llama la atención es la chimenea.
La antigua chimenea de esta tejera llegó a tener treinta y cinco metros. Treinta y cinco metros de ladrillos, puestos unos encima de los otros. Naranja ennegrecido de hollín. Hoy asoman hierbas entre juntas, como pelos mal afeitados. La parte alta sube deslavazada, la antigua precisión milimétrica no se mantiene.
Pareciera cerca de colapsar...
Desde el mismo camino puedes ver arcos en el antiguo interior de la tejera. Es una sensación rara, como de templo abandonado, como de altares que se olvidan. Hay, aquí y allá, grandes bloques pétreos bajo el dosel de ramas y hojas, olvido, antiguos muros descascarillados que ya no serán. Allí hay tejas casi sin color, algunas quebradas, mostrando esos huecos, como de canutillo, que tienen, otras con desgaste por el tiempo. En el hastial puedes ver la antigua marca a modo de blasón ("EP", dice), y una enorme grieta que surca lo que fue edificio de arriba a abajo, como si fuera cicatriz. En vez de menguar, como las cicatrices de los hombres, cada vez se hace mayor.
Justo al lado... postes de la luz. Madera a medio pudrir, astillas asoman. Miro arriba. Tres aislantes de vidrio, esas botellas abombilladas que se usaron durante muchos años para tales menesteres. Las que están hoy, ya, desnudas, inútiles.
El horno de esta empresa tenía un perímetro de sesenta metros. Sesenta metros, ojo. Forma elíptica, alrededor de la chimenea. Son esos arcos que vi antes. Ese sitio que ya no es. Pasan algunos caminantes. Montañeros con sus ropas de montañeros, una parejita de adolescentes en mitad del abrazo, los mirares a medio amartelar.
La vida, que se abre camino.
Casi en el mismo linde de la tejera, al otro lado de un camino con mechones de festucas por su centro, hay una cuadra. Por entre faldones recubiertos con tejas (tejas que en mis fantasías se cocieron lentamente ahí, a pocos metros, humo espeso saliendo de la chimenea, risas de hombres entre labor y labor) sacan el morro musgos y hierbas. Fuera, tomando el sol, hay una, dos, tres... siete, ocho... doce, doce vacas. Vacas frisonas, vacas de leche. Las unas miran, las otras rumian, menea el rabo esa, le que tiene una mancha blanca en el pescuezo se acerca con curiosidad, no vaya a ser que le regalemos cinco o seis caricias. Al fondo están las amantes (lamiéndose orejas entre ellas, porque siempre es buen momento para darse arrumacos) y la solitaria, rascándose el cuello contra un árbol de corteza casi lisa.
Caminas otro minuto y una casa. Una casa preciosa, en mitad del prao, una casa de perfiles regulares, con su mirador, con sus ventanos que se abrían hasta el valle del Pisueña. Una casa que es, hoy, pasto del abandono. La finca con hierba demasiado alta, las lindes con bardales y ortigal. Gatos, muchos, gatos semisalvajes que te observan por entre ruinas del antiguo lavadero. Con tonos de tigre oscuro, blanco y negro, anaranjado éste, que es el más grande de todos y tiene ojos color maíz recién cogido. Maúllan, también, algunas crías por entre la maleza. Nos miran, los miramos.
La casa asiente, muda.
Desde la casa puedes ver, perfectamente, nuestra tejera. Quizá hogar, antaño, de capataces o dueños. Porque es jovencita pero noble, material de primera, gusto a la hora de construir. Hoy... hoy muros caídos, morada de natura y foresta. Sale desde su interior (filtrándose por entre jambas y vanos sin cristal) una planta, una planta ciclópea, una planta que parece empujar toda la construcción hasta el suelo. Empieza a atardecer, y hay más sombras, y todo juguetea a crear figuras, imágenes. Raras, recién salidas de la imaginación.
Raras.
No ayuda, no, el propio sitio. Ventanas sin vidrio, escamas de barniz blanco descascarillándose bajo las patitas de algún gorrión. Marcos pudriéndose, la madera con ese aspecto esponjoso que tienen las cosas cuando vuelven hasta sus orígenes de plantas, de pasto y suelo. "Los objetos de cristal se tornan opacos y el espejo se cubre con una pátina verde grisácea que se desliza desde los bordes, enturbiando el reflejo", en palabras de Flyn. Asoman destellos de azulejos pálidos. Me asomo. Faltan muchos, otros quedan. Pintadas en la pared del baño, botellas abandonadas, chustas sobre el piso.
La enredadera come por completo el muro que mira al oeste, donde empieza a esconder el sol. Hay, allí, cientos de abejas fisgoneando entre hojas grandes (verde intenso, nervaduras blancas que parecen trazos a pincel). Otra vez, supongo, la vida allende del abandonar. Camino dos o tres pasos, las botas se hunden en el terreno. Justo a la altura de mis tobillos cuento siete flores de pétalos rosas. Hay más brotes con color repartidos de manera casi aleatoria por el campo.
Hasta se levanta algo de brisa.
Pregunto a Cal Flyn si es posible sentir paz entre tantas ruinas, si influye que las sepas vivientes, que las sepas dinámicas. Y ella responde. Que por supuesto. "Creo que los lugares abandonados tienen diferentes efectos poderosos. A veces pueden asustar o emocionar. A veces son muy bellos. Y esa sensación de que el tiempo pasa, que concretan, puede llenarnos de una cierta paz fría. La idea de que un día todo esto será polvo, y, por tanto, nuestras preocupaciones e irritaciones cotidianas pasarán. Las ruinas traen un sentido de perspectiva, sí, y es refrescante".
Reflexiono sobre ello, me llega remembrar de todas aquellas fábricas (las tejeras, las caleras, los molinos, las ferrerías, la grandota de neumáticos, la química, las que transformaban granos) que conocí y ya no son. Esas cuyos espacios ocupan ahora árboles, insectos, flores de mil tonos, zumbidos que liban, tasugos hocicando ajos silvestres.
Quizá sí.
Quizá sea posible.
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