BARCELONA
Actualizado:Hay un barrio en Barcelona tocado por una luz terrosa, como la de los pueblos. Hay un barrio en Barcelona que por las fotos no parece un barrio, ni Barcelona. Hay un barrio en Barcelona que mira desde arriba a los demás, como subido a la chepa de la ciudad. Que se agarra a las montañas de la sierra de Collserola, rozando el parque de atracciones del Tibidabo. Hay un barrio en Barcelona al que se accede por carretera o en funicular, detalle que lo enrosca irremediablemente en el imaginario de otras épocas. Que entre semana se hunde en el sosiego, y que el sábado y el domingo, cuando hace buen tiempo, se llena de turistas y ciclistas. Hay un barrio en Barcelona en el que la palabra naturaleza no suena exótica, como tampoco pantano, camino de tierra, excursión. Que no cruzan taxis a todas horas. Que no tiene un centro comercial. Que late a su propio ritmo. Hay un barrio en Barcelona, Vallvidrera, que fue durante muchos años, hasta el momento de su muerte, en octubre de 2003, el barrio en el que vivió Manuel Vázquez Montalbán. Y en el que el famoso escritor situó la casa de Pepe Carvalho, protagonista de una veintena de sus novelas, decisión que hizo que Vallvidrera, a partir de entonces, además de las todas las cosas que ya era, pasara a ser también un pedazo de literatura.
Vallvidrera es Montalbán y Montalbán es Carvalho, lo que equivale a decir que, en cierta manera, Vallvidrera también es Carvalho. Como es Charo, la amante del detective, que algunas noches, después de compartir última sesión en el cine, sube a descansar entre pinos y calles sin asfaltar. Como es Biscuter, la mano derecha de Pepe, que está harto de hacerse el trayecto en coche que va del despacho a la morada del jefe, de las tripas de Barcelona a su apéndice olvidado, ya sea porque a este le faltan unos documentos o porque reclama una ración de riñones al jerez. Como es Fuster, alma gemela del narrador, quizá la persona en el mundo que mejor comprende sus manías culinarias. Vallvidrera es Montalbán y Montalbán son Carvalho y sus secuaces, lo que equivale a decir que, en cierta manera, este barrio no puede encerrarse en la realidad.
Pero Vallvidrera, aunque parezca un milagro, ya existía antes de Carvalho. Parte de la población independiente de San Vicente de Sarrià, que la absorbió en 1890, no pasó a depender administrativamente de Barcelona hasta 1921, cuando la capital catalana se extendió como un charco hacia la periferia. Este hecho ayudó a que estuviera mejor comunicada, lo que provocó que durante décadas el sitio, atractivo por las vistas y el silencio, se transformara en una zona de veraneo para la clase alta barcelonesa. Más tarde, en las últimas décadas del siglo XX, ya se consolidó como núcleo residencial permanente, con una de las mayores rentas brutas de España.
Vallvidrera presume de torres modernistas que se cimentaron hace más de cien años y que le confieren un aire entre distinguido y embrujado. Vallvidrera presume de miradores que delimitan sus contornos y que dan a un lado y al otro del monte, enfocando al mar o al macizo de Montserrat. Vallvidrera presume, también, de vecinos ilustres. Jacint Verdaguer, tótem de la poesía catalana, vino a morir a este pueblo cuando a los 57 años fue diagnosticado de tuberculosis. Estas calles remotas y poco transitadas han sido el escondite de varias estrellas mediáticas y artísticas, o acogieron en el pasado las concentraciones del primer equipo del FC Barcelona antes de un encuentro importante. También daba a ellas la residencia de Xavier Miserachs, el fotógrafo, que pudo ser el primero que hablara a Montalbán de los encantos del lugar.
"En realidad, a Manolo siempre le había gustado mucho Vallvidrera, desde que su padre lo había llevado a visitarla cuando era niño", empieza a explicar a Público Anna Sallés, esposa del autor, que todavía hoy vive en la misma casa que ambos se compraron en lo alto de calle de las Alberes en 1978. "Nosotros vivíamos en Les Corts, al lado del Camp Nou, algo que nos venía bien para ir a ver los partidos. Ya habíamos tenido a nuestro hijo [el hoy también escritor Daniel Vázquez Sallés] y el piso se nos quedaba pequeño, cuando un amigo nos avisó que había una casa libre en el barrio para que subiéramos a verla", prosigue. El amigo resultó ser el abogado Enric Fuster, al que Montalbán había conocido en una de las cenas que solían organizar en La Barceloneta los redactores de la enciclopedia Larousse.
Aunque la casa en cuestión no les interesó demasiado, cuando regresaban tropezaron con otra a un costado del pasaje de la que también colgaba un cartel de "en venta". Esa tenía que ser. El inmueble era de una familia de editores de libros de arte, los Carroggio. Como el propietario había muerto sin hijos, había quedado en manos de sus sobrinos, que se la querían sacar de encima. El proceso de compra fue rápido y sencillo. "La finca no estaba abandonada pero casi, ni tampoco estaba preparada para vivir en ella durante todo el año, así que estuvimos varios meses de reformas hasta que nos instalamos", explica Sallés. "Desde entonces hasta ahora ha cambiado mucho. La casa fue ampliándose no conforme crecía la familia, porque no tuvimos más hijos, sino conforme crecían los libros, porque había que hacerles sitio".
"Manolo nació y vivió muchos años en el barrio chino, el actual Raval, en pleno centro de Barcelona, y yo pienso que ya estaba un poco ahogado entre tanto edificio", contesta a este periódico Fuster, vecino de Vallvidrera, amigo de la familia y personaje literario de las novelas de Carvalho, por este orden. "Si eres un niño, coges el funicular y llegas hasta aquí arriba, todo esto te parece un sueño. Así que si algún día tienes los posibles para escaparte de la ciudad y ver este espectáculo natural cada mañana, pues lo haces. Yo imagino que así fue la cosa", añade.
Montalbán dijo una vez en una entrevista que uno es casi siempre del país de su infancia. "Y ese lugar es para mí el Raval de Barcelona", señaló. También escribió que "las ciudades se aceptan porque abrigan, como las patrias o los recuerdos". Ocurre que ese manto en el que se apilan tus primeras vivencias, como uno mismo, está en permanente cambio, y no siempre para bien. Si las coordenadas de la memoria se extravían, viene el desamparo: llegar a sentirte como un extranjero en tu propia casa. La ciudades se olvidan de sí mismas. Deseas y no deseas alejarte de ellas. Huyes, pero no lo suficiente para que te cueste volver.
Lo sentía Montalbán, con una Barcelona a la que siempre quiso pero que bajo la promesa olímpica se deshacía en sus narices. O al menos se lo quería hacer sentir a Carvalho, su alter ego, que pese a que necesitaba bajar a trabajar cada día en la boca del lobo (la oficina que el detective comparte con Biscuter se ubica en la calle Escudellers, tocando Las Ramblas), cuando caía el sol volvía a la tranquilidad de Collserola, desde donde seguía mirando la misma urbe desgastada, pero ya desde otra perspectiva. El novelista sabía que poniendo esa distancia mejoraba al personaje, templando sus emociones y afinando su ingenio. Y escribía en Asesinato en el Comité Central: "No hacía otra cosa ahora. (...) Subir al Tibidabo en busca de su madriguera en Vallvidrera, desde la que contemplaba una ciudad más vieja, más sabia, más cínica, inasequible para la esperanza de ninguna juventud, presente o futura".
En Vallvidrera, Carvalho encontraba un refugio en el que protegerse de las bombas del paso del tiempo. No era extraño que de vez en cuando cerrara el despacho "por vacaciones del espíritu" y acelerara rumbo a las montañas para guarecerse en su finca. Allí se olvidaba por unas horas de los clientes, los crímenes y la nostalgia, y se arrojaba a un "sucedáneo de suicidio metafísico". El ritual era sagrado y está detallado, por ejemplo, en Sabotaje olímpico: "Vaciar una habitación, cerrarla a cal y canto, con Carvalho dentro, desnudo, sin otro nexo con el pasado y el futuro que un frigorífico lleno de alimentos populares y fantasiosos perecederos y un jamón".
"Yo a Manolo tampoco lo vi nunca deambulando por las calles de Vallvidrera. Manolo era un drogadicto del trabajo. En su casa se había hecho un estudio maravilloso con vistas a toda Barcelona", expone Fuster, como si quisiera acortar las distancias entre autor y detective. Sallés, por su parte, recuerda que la decisión de mudarse tuvo sobre todo una finalidad práctica. Para su hijo, que podía ir andando al colegio. Para el padre, que encontró un reducto de silencio en el que escribir en paz. Y para ella, historiadora de profesión, que podía desplazarse con facilidad a la universidad. "Yo iba a dar clases a Bellaterra, y entonces el tren no lo cogía casi nunca, porque la facultad me quedaba a veinte minutos en coche. Mis horarios estaban más regulados por las clases; pero lo de Manolo, no. Él se quedaba en casa trabajando, cuando no bajaba a Barcelona por las entrevistas o salía de viaje", describe. ¿Y hacer vida en el barrio? Fuster es tajante en esto: "Vallvidrera no tiene mucha personalidad en ese sentido. Es una especie de urbanización y cada uno va por su lado; no da la sensación de que haya un centro donde se reúna la gente, ni ningún establecimiento con carisma. Yo tengo vecinos desde hace 50 años que todavía hoy apenas me saludan. Y eso que viven a unos metros de casa. Hay poca vida de barrio. O al menos yo no la hago".
A nivel gastronómico, tampoco se puede decir que Vallvidrera sea la meca de los gourmets, condición que no impidió que Montalbán convirtiera el arte culinario en uno de los pulmones de su literatura. Está el Casa Trampa, a escasos minutos a pie de la estación del funicular, de cierta celebridad por sus fantásticos platos de guisantes. "Pero más allá de eso, si hablamos de cosas refinadas, nada de nada", matiza Fuster.
La escapatoria que encontró Carvalho, y un poco también el escritor, fue la cocina doméstica. "A los dos les gustaba cocinar. Pero esos manjares extraordinarios... Eso es pura literatura. Pudo haber un poco de exageración por la fascinación que sentía Manolo por la gastronomía, aunque es verdad que nos juntábamos y que a los dos nos encantaba comer", prosigue la voz que dio nombre y algunos rasgos al tipo que compartía banquetes con el detective. Su sibarita de confianza, al que podía llamar un martes a las tantas para que se acercara a su casa a recitar a Ausiàs March o a cantar canciones de Concha Piquer, mientras degustaban un arroz con escupiñas preparado por el propio Carvalho y se dejaban acompañar por una botella de Watrau, primero, y el humo de un Montecristo de los gordos, después. La relación quedó perfectamente definida el día que la Charo, en Los pájaros de Bangkok, le espetó esto a Pepe: "Pasarían cien años, volvería una noche a Vallvidrera y os encontraría a ti y a este mirando el color de un vino y hablando de un plato raro. Ya puede hundirse el mundo, ya, que como vosotros tengáis una receta nueva os pillará guisando".
Sallés incide en lo mucho que ha cambiado el lugar. "En los 80, esto todavía era más como un pueblo. Había una farmacia, un colmado, una tienda que vendía periódicos...". Pero el paisaje y el vecindario fueron mutando a medida que fueron llegando más familias desde la ciudad ("extranjeros y profesionales liberales, sobre todo"), que compraron sus pisos o sus chalets al borde de los turones y los convirtieron en una forma de retiro diario. Con esas vistas y esos jardines, la pregunta es quién necesita salir a socializar. "Pero, ojo, que los que son de aquí de toda la vida se sienten mucho de Vallvidrera", comenta la profesora, hoy ya jubilada.
Uno de los movimientos vecinales más potentes que se recuerdan se produjo durante la construcción de la torre de telecomunicaciones de Collserola, diseñada por el arquitecto de fama internacional Norman Foster, nada menos, y que desde 1992 pasa por ser uno de los puntos de referencia de la localidad, por la sencilla razón de que se ve desde todas partes. El edificio, imponente, inquietante, con toques futuristas, emerge sobre el barrio como una enorme aguja, y el propio Carvalho le soltó algún palo en las novelas, cuando la acusaba de ser la responsable de que se escucharan interferencias en su teléfono. "Aquí dimos mucha guerra con el tema cuando la levantaron", rememora Sallés. "Pasqual Maragall [el alcalde que la proyectó con vistas a los Juegos] quería que fuese todavía más alta, pero la oposición de los vecinos fue tan fuerte que al final se decidió empezarla desde una altura inferior, bajo el nivel de la tierra. Te puedes imaginar lo que fueron aquellas obras. Camiones y camiones subiendo y bajando todo el día, y un ruido espantoso".
En el año 2010, en un gesto simbólico, las asociaciones de vecinos y de comerciantes del barrio, para protestar contra la gestión de otro alcalde, el también socialista Jordi Hereu, convocaron una consulta no vinculante sobre la independencia de Vallvidrera respecto a Barcelona, que se saldó con 98% de votos a favor sobre una participación del 40%. Fue otra muestra de la desafección que muchos inquilinos sienten por las políticas que llegan desde abajo. "Ya sé que cada cual se queja de su barrio, pero yo quiero dejar claro mi descontento. Vallvidrera en un sitio muy bonito, pero está un poco dejado de la mano de Dios", denuncia Sallés. Su protesta va dirigida a la falta de seguridad, en una zona donde los robos a casas son bastante habituales. También a la limpieza. Y al turismo. Sobre todo al turismo. "Esto es un tema grave. Y el gran responsable es el Ayuntamiento. El Tibidabo se ha convertido en un parque temático, y lo que ocurre es que los turistas, cómo no suben directamente allí, que es donde quieren llegar, usan el funicular hasta Vallvidrera y cogen otro autobús que los acabe de acercar al Tibidabo", continúa Sallés. Como llegan en masa, durante las horas punta la parada del bus, situada en el centro del barrio, se colapsa de gente.
Existen otras vías para plantarse directamente en el parque de atracciones, pero todas son menos económicas. "A veces hay tantas personas que no puedes ni pasar por la acera", dice Sallés. "Los vecinos tenemos un problema con el transporte. Los funiculares también van hasta arriba, con lo que puedes entrar en la estación y tener que esperar al siguiente. Si es que no se ha averiado por el exceso de carga. Yo estoy de acuerdo en no utilizar el coche, pero lo que no puede ser es que tengas una urgencia para desplazarte y te encuentres con todos estos obstáculos. Aquí no hay alternativa. A mí me gusta andar, pero para andar hasta Barcelona creo que ya me ha pasado la edad", cierra con ironía.
Lo que quizá desconozcan algunos de esos visitantes que hacen cola enfrente de la parada es que existe un itinerario alternativo que, como mínimo, no exige tanta paciencia. Para descubrirlo, deberían olvidarse del bus, girar en la dirección contraria y descender a pie por la calle de Elisa Moragas i Badia, enfilándola hasta el final. Pasado un rato, llegarían al bosque, donde, escondido entre la vegetación, aguarda el pantano de Vallvidrera, una joya de ingeniería hidráulica del XIX, un paraje despejado y delicioso que nada tiene que envidiarle a una noria panorámica. Luego, ya de regreso, ascendiendo por el mismo recorrido, podrían parar a tomar algo en un edificio que queda a mano izquierda, para recuperar fuerzas. Se trata del centro cívico del barrio, que dispone de biblioteca, bar y terraza. Se inauguró en 2002. Y lleva el nombre, por supuesto, de Manuel Vázquez Montalbán. Es lo que tienen los mejores autores. Que no puedes esquivarlos.
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