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Hay una indisoluble mancha negra en la densa cronología del Prestige, el petrolero que se hundió frente a la costa de Galicia el 19 de noviembre de 2002. Antes de que terminase aquel año, desolado por la negrura, se dejaba morir Man, el alemán de Camelle.
El desastre ecológico había arrasado su jardín-museo frente al mar, que había erigido, labrado y reconstruido con sus propias manos durante décadas.
Una imagen de José Manuel Casal —el entrañable fotógrafo de La Voz de Galicia, ya retirado— refleja el sufrimiento en su rostro: el anacoreta se lleva las manos a sus sienes despejadas. No se le ven los ojos. La nariz fruncida. El resto es una mata de pelo: melena, cejas, bigote y barba tupida, que oculta su boca, la misma que no pintaba en sus cuadros. El torso desnudo —el encuadre no muestra el taparrabos, la única prenda que vestía en verano e invierno— y el chapapote en las rocas y en las esculturas, que son sus plantas, ahora un jardín regado con veneno.
Manfred Gnädinger (Radolfzell, 1936) llegó al fin del mundo a los veinticinco años. Un joven sociable, arreglado y con buena percha que fue acogido por Xosé Baña y Eugenia Heim, la única familia que hablaba alemán en Camelle, un pueblo costero en la periferia de la periferia: Camariñas, Costa da Morte, Galicia, España.
El viajero había partido de su tierra un año antes, acompañado de un amigo, con quien recorrió Francia y la cornisa cantábrica, antes de quedarse sólo no lejos de Fisterra, donde hoy muchos terminan el Camino de Santiago. Su vida de crío no había sido fácil. El menor de siete hermanos fue internado en un reformatorio cuando su padre enviudó y se casó en segundas nupcias, pues no se llevaba bien con su madrastra. Luego ejerció de pastelero e hizo prácticas como asistente social en Alemania y Suiza, donde comienza a exponer y a trabajar en una institución para chavales descarriados. El poeta Claudio Rodríguez Fer sostiene que, fruto de sus viajes a Italia para empaparse de arte, también dio clases de pintura.
Esto lo escribiría luego Xoán Abeleira en el libro A pegada de Man, donde imprime la huella vital y creativa del alemán de Camelle, pero cuando llegó allí nadie sabía a qué se dedicaba, más allá de pintar y esculpir en una casa que había alquilado. La leyenda: Manfred traba amistad con una maestra que habla inglés y se enamora de ella. El sentimiento no es correspondido. Después muere su amiga Eugenia Heim, quien lo había acogido desde el primer día como la madre que no tuvo.
Manfred rompe con todo.
El pueblo acorta su nombre: Man.
O, simplemente, el Alemán.
El piso donde vive Man es un caótico museo, donde sus dibujos y esculturas comparten espacio con todos los tesoros orgánicos ha ido recogiendo durante una década, desde plantas hasta maderas, pasando por huesos de animales. Los dueños de la vivienda, cuando se internan en aquella jungla, le dan boleto, aunque vuelve a contar con la ayuda de sus vecinos. Uno le cede un terreno, otro le proporciona el material de obra y algunos ponen sus manos. Construye, con la ayuda de sus paisanos, una pequeña vivienda frente al mar: corrientes de agua, que no agua corriente, ni corriente de luz. En paralelo, destruye buena parte de su documentación, una forma de hackear el sistema: no se anula a sí mismo, sino que se reedifica como persona.
Su diseño sorprende por sus formas y aprovechamientos, lo que hoy llamarían sostenible: Man monta un solárium e instala un juego de espejos para iluminar el interior y conservar el calor, al tiempo que usa las vidrieras y los huecos en los muros como mirador, tanto de su jardín como de las estrellas. Las paredes —primero en blanco y negro, luego coloridas— agujereadas entroncan con Le Corbusier, como sostienen los arquitectos Creus y Carrasco en la revista Resina, donde subrayan que ambos coinciden en el espíritu del aislamiento y en ese refugio artístico como modelo de supervivencia.
“Dejó su huella en esa costa salvaje con la que tanto se identificaba, tanto como para vivir sin apenas nada, en total comunión con la naturaleza”, escribe la arquitecta María Luna Suárez Marcote en Paisaxe e arte na poética de Man (ETSAC, 2015), un interesante y poliédrico trabajo de fin de grado en el que vuelve a encontrarse con su pueblo, con sus gentes y con un hombre que marcó su infancia. “Los foráneos lo veían como un personaje peculiar. Sin embargo, para nosotros era alguien habitual”, explica a este diario. “Nos extrañaba más la rareza a ojos de los visitantes que el propio Manfred. Incluso llegaban autobuses al pueblo para verlo, mientras los vecinos pensábamos: ¡Pero si es Man!”.
El anacoreta.
El ermitaño.
El asceta.
“¡Claro, Man!”.
El barbudo esquelético que corría desnudo por el pueblo: un Giacometti en taparrabos.
“¡Nuestro Man!”.
Luna es joven. Nació en 1992 en Camelle, pero guarda en su retina la mano tendida de Manfred, a quien visitaba junto a su madre para entregarle algo de comida: rechazaba los alimentos procesados. La María niña se desdobla en la Suárez Marcote arquitecta.
- ¿Manfred se dejó morir?
- Totalmente. Una vez que se te muere un familiar cercano, lo que para ti es tu vida, se rompe las perspectiva que tenías y ya no cuentas con ningún motivo para seguir luchando. En el momento en el que su museo desaparece, no ve una salida, ni quiere volver a empezar. La vía más rápida es dejarse morir. Al perder el elemento más importante de su existencia, al carecer de fuerzas para reconstruirlo, decide irse con su museo, o sea, con su vida.
- Sus manos en la cabeza, tantas veces comparado con El grito de Munch.
- Esa foto es el reflejo en su cara de esa tristeza, ese no saber qué hacer, el rostro de la impotencia. Lo más triste es que el daño no ha sido producido por un desastre natural, sino que el propio ser humano es tan egoísta que lo destruye todo por un afán económico, sin pensar en la fauna ni en la naturaleza.
- ¿La decepción amorosa con la maestra lo llevó al taparrabos?
- Sí, eso es algo confirmado por los vecinos y por mis familiares, que lo vivieron de cerca. Con la maestra empezó a relacionarse porque ambos hablaban inglés. Además del rechazo, al poco murió la señora Heim, quien lo había tratado con tanto cariño que la consideraba una madre. Al perder a las personas que consideraba más importantes, decide aislarse, quizás para que la sociedad no le vuelva a hacer daño.
- Los vecinos siempre lo ayudaron. Primero, a construir la casa frente al mar. Luego, con alimentos, aunque él también cultivaba verduras y comía algas.
- Sí, le llevaban comida, pero él no aceptaba nada cocinado, sino pan, fruta o leche, pues entendía que así no se le hacía daño directamente a los animales. Si le dabas un filete, lo rechazaba, porque era vegetariano y no consumía carne. Ahora bien, si le llevabas unos lápices o unas ceras, te lo agradecía.
- Usted lo recuerda como alguien afable.
- Era agradable, aunque hay un contraste en su personalidad. Primero se aisló de la sociedad, viviendo en un rincón del pueblo, mas después te saludaba por la calle y conversaba contigo; una breve charla, porque hablaba poco castellano. Además, quiere que la gente visite su museo, ubicado en una zona perdida. En el fondo, necesitaba la experiencia humana del visitante. De hecho, había pintado el nombre de Camelle en varias señales para indicar al foráneo cómo llegar al pueblo.
- Antes del chapapote, llegó el cemento.
- En la zona donde vivía apenas había casas, aunque el pueblo creció, se hizo un paseo y después un espigón. Él se tumbó sobre el hormigón fresco, porque consideraba que el aquella mole partía en dos su jardín, por lo que el propio cemento pasó a formar parte de su museo. Al principio se había resistido, pero cuando vio que no había remedio, lo consideró una oportunidad para que fuese una extensión de su trabajo, integrando esa obra civil en su obra artística, mas dejando su huella en forma de protesta [Man, quijotesco, llegó a enfrentarse a las retroexcavadoras que lo acosaban. “Las máquinas son cada vez más humanas y el hombre es cada vez más máquina (...). Me gustaría ser un árbol, con raíces y no con pies; o una gaviota, o cualquier criatura menos un hombre”, declaró a la TVG tres años antes de que llegasen los verdaderos molinos de viento al parque eólico de cabo Vilán: a finales de los ochenta eran una novedad, hoy en Galicia todos son gigantes]. Como pensaba que el espigón no debía estar ahí, dejó estampado su cuerpo en el suelo.
- ¿Por qué dedicó su trabajo de fin de grado a Man?
- Siempre fue un personaje que me intrigó y quería saber más de él, no sólo a nivel académico, sino también personal y artístico. Vi que lo podía relacionar con la arquitectura a través de su vivienda, si bien luego advertí su obra arquitectónica, escultórica, pictórica y fotográfica, porque también captó imágenes, su faceta más desconocida, pero también la más interesante. En sus fotos plasma objetos, paisajes, selfies y abstracción, que son las que particularmente más me gustan.
- Él diseña la casa, inspirando en las corrientes europeas de la época.
- Tenía libros de arquitectura y era consciente de lo que se estaba haciendo en el continente, además de un gran seguidor de Le Corbusier. Aunque los vecinos o ayudaron a construir la vivienda, él daba las pautas de cómo quería que fuese. Paradójicamente, a pesar de su aislamiento, está al tanto de las corrientes arquitectónicas y artísticas, que refleja en la propia casa: juegos de luz, aberturas de las ventanas, paleta de colores... Hay una relación clara entre su casa y la vivienda mínima de Le Corbusier. Manfred era el perfecto arquitecto, porque se implicaba en todos los campos.
- ¿Cuál es la importancia de su trabajo?
- Era un artista. Hacía con sus manos todo lo que salía de su cabeza. Desenvolvió corrientes en un ámbito donde nadie sabía nada de esos movimientos. Hay obras más conocidas que la de Man que no superan su obra, pero que fueron estudiadas, mientras que la suya fue ignorada durante años. No fue investigado ni clasificado, mas en su contexto resultó muy novedoso.
- ¿Cómo lo recuerda de niña?
- Su imagen sigue intacta: lo estoy viendo en taparrabos, con melena y barba largas, desnudo, con la piel reseca y morena por estar durante horas bajo el sol. Y corriendo. Corriendo descalzo.
- ¿Y su relación con otros vecinos? Porque también tuvo roces; nada extraño, por otra parte, en cualquier escalera u oficina.
- No era arisco, sino terco. Se empeñaba en algo y tenía que ser así, por lo que tuvo algún encontronazo, pero fueron hechos aislados. Él, por ejemplo, tenía fotos de mi primera comunión en su museo, porque se las habíamos regalado. Recuerdo que lo acompañaba con mi madre a verlo por las tardes y, sobre todo, los domingos, cuando salíamos de paseo y le llevábamos comida. A los niños nos encantaba jugar en aquel laberinto de piedras, mucho más que hacerlo en cualquier parque infantil.
Hoy apenas queda nada de aquel jardín de las delicias. El Prestige. Los hurtos. Las mareas vivas. El vandalismo. El tiempo, que en la Costa da Morte cae del cielo como las agujas de un reloj.
“El museo parecía ser un barco varado donde se erigían los mástiles de piedra y las cuerdas se representaban mediante cadenas hechas con pequeñas bolas que conectaban distintas piezas, dándoles una sensación de ingravidez”, escribe Luna, quien subraya la influencia de lo naval en la obra de Man. Después de la tormenta, petrolífera o atmosférica, siempre viene la calma, que en él fue el amainar de la muerte.
Años después, algunos tratan de salvar los restos del naufragio. Carmen Hermo, comisaria de la exposición que recoge su legado, es una de las encargadas de rescatar el pecio. Habló con las gentes y observó sus ojos cuando le hablaban. A través de sus miradas, bocetó a un Man que, en realidad, es muchos Men. El relato cobró forma de dibujo: lápiz, papel y goma, que corrige lo esbozado como las olas borraban las pinturas del alemán.
Costa da Morte: territorio abrupto, mar embravecido, náufrago en tierra. Sin embargo, la profesora en la Escuela Superior de Conservación y Restauración de Bienes Culturales de Pontevedra cree que el artista —pese a desfallecer tras ser engullido por el chapapote— quería que su legado perdurase en el tiempo inclemente del fin del mundo, como el eco de un grito en bucle. El círculo de Man, que se cierra con su regreso a la naturaleza.
“Es el elemento del mundo, no existe más que el círculo, lo es todo”, declaraba a la TVG. “El principio de todo: círculo [...]. Si me alcanza la nada, dejo de existir. Si me llega el centro de mi círculo, soy todo presente”.
Ibarrola pintó el bosque de Oma. Man circuló el mundo: de Camelle al monte Pindo.
“Él buscaba la perfección y, buscando esa totalidad, llegó al fin del mundo, donde decidió quedarse para desarrollar su tarea artística”, afirma Carmen Hermo, autora del libro ilustrado Man de Camelle (Kalandraka), en el que recorre con su grafito la biografía del anacoreta. “No sólo hace el mejor retrato del artista en su naturaleza, sino que rinde homenaje a todos aquellos creadores, herederos del mauditisme, que habitan en la periferia de los grandes circuitos del arte, a pesar de su genialidad”, escribe Antón Castro en el prólogo de la obra, donde la doctora en Bellas Artes “lleva la fuerza de la empatía con aquel al territorio de una recreación fabulada, haciendo uso de la fragmentación de la metonimia”.
- Carmen, ¿qué le sorprendió más de Man?
- La autenticidad del artista y su calidad, porque en el arte contemporáneo es difícil establecer un criterio de calidad. Sin embargo, él demuestra unas habilidades extraordinarias a la hora de buscar nuevas técnicas para elaborar sus obras: trabaja con el fuego, con el calor, con plásticos... Y consigue, a partir de material de desecho, estirarlo hasta unas dimensiones impresionantes, como hacía con las botellas de plástico.
- ¿Era artista antes que hombre? ¿Quién era Manfred?
- Está por demostrar que el amor no correspondido con la maestra lo condujo a la catarsis que lo llevó a trabajar en medio de la naturaleza. Cuando empezamos a estudiar su obra y sus escritos, no encontramos ninguno en el que hablase de ese tema, aunque sus amistades recordaban la amistad que tuvo primero con la profesora y después con una mujer prometida a un armador. Sin embargo, sus escritos y declaraciones son en torno a lo artístico y a la naturaleza.
- Vino, vio y se quedó.
Me llamó la atención esa llegada, caminando desde Laxe, sin más. Vio el paisaje y decidió quedarse. Por eso en mi cuento, hecho a través de imágenes, reflejo a alguien que muestra la luz, el calor y lo circular; alejado de esa parte rígida, cuadriculada e industrializada del comienzo, buscando la universidad como una huida, aunque una vez que alcanzó Fisterra no pudo ir más allá. La Costa da Morte es el final, donde ya no puedes seguir hacia ese calor. Buscaba el sur y dio con ese territorio abrupto. Un estado límite. Un sur salvaje. Porque él, sin duda, era un artista periférico.
- ¿También un ecologista quijotesco?
Podría ser. En Manfred también había un punto de locura, unido a su porte. Sus molinos fueron las excavadoras. Antes de la llegada del petróleo, luchó contra el hormigón que le plantaron en su jardín-museo, aunque su mirada de agua atravesaba el cemento.
- Usted lo considera un heredero del romanticismo alemán, mas estaba al tanto de lo que se cocía en el arte de su tiempo.
- Él recibía por correo publicaciones desde Alemania y Latinoamérica. Cuando empezamos a investigar, encontramos una gran biblioteca. Nos sorprendió que estuviese suscrito a revistas de arte contemporáneo.
- ¿Cuál es el objetivo de sus ilustraciones, que vienen a sumarse a otros libros, investigaciones y documentales, así como al propio Museo Man de Camelle, comisariado por usted misma?
- Poner en valor su obra. Intentar contar su vida, pero también sobrepasar al personaje a través del artista. En definitiva, abrir una mirada hasta ahora prefijada y prejuiciosa. Man quería ser artista, construir un museo y llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Y esa autenticidad, sin pose alguna, es lo que te engancha, porque es una fórmula vital de trabajo.
“Man se dejó morir”
María Luna Suárez Marcote señala en su investigación que en diciembre del 2000, dos años antes de morir, se hace daño en una pierna tras sufrir una caída. Los problemas de circulación sanguínea llevan al médico a prescribirle Sintrom para evitar la formación de coágulos. Sin embargo, el trombo no corría por sus venas, sino que navegaba por el mar. El Prestige se parte en dos y su vómito negro salpica la costa. “Man se encierra en la vivienda, la gente lo llama, pero él no abre la puerta, y así encerrado echa cinco días”, escribe la arquitecta formada en la Universidade da Coruña, convencida de que “la pena por la destrucción de su museo lo llevó a encerrarse”.
Deja de comer y de tomar la medicación. “Man se dejó morir, no soportaba más el sufrimiento del mundo, la carga que suponía la existencia de un ser tan preocupado por cada planta, por cada roca, en un mundo tan ocupado por prestar atención a los demás seres”, añade Luna, quien recuerda las palabras de Man cuando le cayó la noche encima: “Yo decir que esto no debe limpiarse nunca… Ser episodio de la historia. Quedar así debe para que todos recordar quién es hombre, porque hombre no querer a hombre, ni a mar, ni a peces, ni a playa”.
El artista no vuelve a salir de su casa, que es lo mismo que no volver a salir de sí mismo. Un amigo le deja una bolsa junto a la puerta, mas nadie la recoge, hasta que un 28 de diciembre alguien decide entrar en la vivienda. Manfred ha muerto, sin embargo nadie se lo cree: es el día de los Santos Inocentes.
- Carmen, ¿cree que Man murió dos veces, primero por el chapapote y después por el abandono institucional?
- Hay muchas personas que se implicaron para preservar su legado, pero luego hay que pagar a los profesionales para que restauren y mantengan la obra. El Concello de Camariñas ha colaborado, mas no se le puede pedir a un ayuntamiento con muchas necesidades que dedique gran parte de sus fondos a este aspecto cultural en época de crisis, por lo que sería necesario una ayuda exterior. La Xunta nunca lo hizo, que yo sepa, por lo que la colaboración sólo ha sido a nivel local y europeo.
- ¿Hablamos pues de una dejadez institucional?
- Sí, pero en política ha habido gente que mostró su apoyo o, la menos, lo intento, mientras que otra se negó a hacerlo, tanto a nivel local como gallego. El Museo Man de Camelle ha sido financiado por el Grupo de Acción Costeira da Costa da Morte, un programa europeo desarrollado por la Consellería do Mar de la Xunta de Galicia.
- ¿Con qué dificultades se ha encontrado a la hora de catalogar la obra y comisariar la exposición? ¿Que se perdió?
- No lo sabemos. Cuando se entró en la caseta, se guardó el material en cajas, aunque no se realizó un registro o un inventario previo. Ya había pasado por muchas manos y faltan cosas. Por ejemplo, Man filmaba con vídeo y Super-8, mas esas películas no han aparecido. En cuanto a su museo-jardín, creo que no tiene sentido reconstruir lo perdido por culpa del mar, porque está en un sitio muy batido por las olas, a lo que habría que sumar el efecto rebote del espigón. Lo importante es que el museo preserve su memoria, pues recomponer su obra en la costa es muy complicado y caro, pues el mar no atiende a costes. Tiene más sentido una reconstrucción virtual, cuadrimensional, tanto del jardín como de la caseta.
- Respecto a su libro, ¿por qué un trazo tan sencillo: lápiz sobre papel blanco?
- Para corresponder a su autenticidad. Un dibujo directo y elemental. Lápiz y goma. Poner y quitar. Intento descubrir lo que podía significar para él el círculo y la luz.
- En contraste con esa sobriedad, le sorprendieron las técnicas usadas por Man.
- No dejo de reflexionar sobre el fuego y el calor que empleaba para estirar los plásticos. Él también trabajaba con su hornillo, el mismo que utilizaba para cocinar. La resistencia, además, derretía el papel de calco que se usa en las máquinas de escribir. Empleaba materiales innovadores y, al mismo tiempo, humildes, lo que lo entronca con el arte povera. Todo ello llevado a una dimensión asequible, pues en un estudio chiquitito desarrolló a diario una gran creatividad. Por no hablar de que él no sólo creaba, sino que también rehacía continuamente. Es decir, Man era el conservador de su propio museo.
“Su legado se está perdiendo”
María Luna Suárez Marcote tampoco cree que se haya preservado adecuadamente su legado. “Cuando falleció, todo quedó parado. Su obra empezó a destruirse por efecto de los los temporales y el techo de la casa se vino abajo. En parte, era arte efímero, mas debería conservarse, aunque fuese una copia, para que no se pierda la memoria de Manfred. No va a ser igual, pero mejor una recreación que dejarlo morir y que caiga en el olvido. Lo peor es no valorar lo que tenemos”.
La arquitecta está convencida de que, al menos entre los suyos, Manfred permanecerá vivo en el recuerdo. “Sin embargo, su legado artístico se está perdiendo, porque las generaciones pasan y nuestros abuelos se van muriendo. Y, con ellos, la información y los datos que atesoran. Resulta curioso que luego se le dé valor a personas foráneas que lo comparan con otros artistas, cuando esa labor debería partir de nosotros y de las vivencias de la gente, porque no es necesario que venga nadie de fuera para darle mérito”, concluye Luna, quien considera que su corriente artística es característica y singular. “Man es el único ejemplo de su propio arte. Sólo si uno es consciente de ello es posible entenderlo”.
Xoán Abeleira, en A pegada de Man (Xerais), identifica su movimiento artístico como manismo, aunque bebe del environmental art —ambiental o ecológico—, del arte povera y del land art —enmarcado por el propio paisaje, si bien trasciende los límites de la propia moldura—. Interviene en él de forma mimética, pese a que la propia naturaleza será la encargada de convertirlo con el paso de las mareas, los vientos y las lluvias en una manifestación efímera. El rastro de todo aquello se plasmaría en sus fotografías, que reflejan el deterioro o modificación de la obra. No obstante, Man también sustituyó la cámara por el cuaderno, donde los “visitantes activos” —tal y como los definía— positivaban con dibujos sus impresiones. Casi dos mil quinientas libretas, repletas de ilustraciones, que encerraban el alma de cada autor, niño o anciano, con las que el alemán pretendía construir un rascacielos de papel.
En algún tiempo lejano, alguien debió ponerle nombre al canto rodado, al árbol caído, a la novena ola o al rayo de sol. Sin embargo, el alemán de Camelle no bautizó sus obras. Los máximos exponentes del arte ambiental fueron considerados unos “locos” —según Suárez Marcote— y sus obras, proyectadas al margen de lo establecido. “Pero Man, más que un artista marginal, es un artista que se automargina de la sociedad”, escribe la arquitecta. Una actitud que contrasta con la intención del anacoreta de que el prójimo recorra su obra y la reinterprete en un papel, como si su arte existiese gracias a la intervención del otro.
“La única diferencia entre el trabajo de Manfred y el de otros artistas contemporáneos suyos radica en que a los máximos exponentes del arte povera, el land art y el environmental art se les reconoce su aporte al arte universal y a Manfred seguimos considerándolo un pobre loco que pasó cuarenta años de su vida conjuntando piedras”, se quejaba Abeleira en un artículo publicado en 2006 en La Voz de Galicia, donde establecía puntos en común entre la biografía de Manfred Gnädinger y la de Van Gogh. Incomprendidos en vida, su obra trascendió una vez muertos. “Los dos son espíritus perturbados por la insoportable tristeza, la tristeza insoportable de existir”, concluye Luna en su trabajo, donde subraya que los autorretratos de Man son “una muestra clara de su pesimismo existencial”, pues “busca más transmitir su estado emocional que la imagen en sí misma como elemento artístico”. Con los años, su rostro pintado no refleja el paso del tiempo físico, sino una “transformación psicológica”.
Entre 1979 y 1973, Man toma unas 3.500 fotografías cuadradas, en cuyo interior podría encajar el elemento recurrente en su obra: el círculo. Xabier Ramos Vieiro se encargó de digitalizar el material, que nutrió su tesis doctoral Un punto no universo: a obra fotográfica de Manfred Gnädinger. Antepone entre el objetivo y su rostro la sombra y el reflejo, bien del agua o de un espejo. Documenta el crecimiento urbanístico de la localidad, o sea, el cerco a su mundo interior y exterior propios. Plasma el paisaje circundante o lo usa como fondo de su obra, que en algunas ocasiones es la única protagonista del celuloide. Y, al igual que en la escultura o en la pintura, el artista abraza las vanguardias, desde la abstracción hasta el el autorretrato ficcionado que deriva del movimiento Fluxus, así como la traslación a la fotografía del land art. Las siluetas de Ana Mendieta excavadas en la tierra entroncan con la huella corporal de Manfred en el espigón de Camelle.
Man también fue un visionario que abogó por cultivar el mar (“El alimento del futuro ya no es la pesca, sino las algas”) y fomentar la afluencia de visitantes a este rincón de la Costa da Morte. “En el futuro también se vivirá del turismo por el museo”, declaraba en 1986 a la TVG, donde dejaba claro que la inversión dedicada a la construcción del dique podría haber sido aprovechada para otros fines, a su juicio, más provechosos para una zona castigada por el mar, la periferia y la economía. Él cobraba cien pesetas a cada visitante, que con el redondeo terminaron siendo un euro. Recaudó una millonada —lo que da una idea de la afluencia de curiosos, señala Suárez Marcote— y realizó generosos donativos al Tercer Mundo a través de Unicef o Cruz Roja, nunca a su nombre, sino al de Museo de Camelle: “No es para mí, sino para gente que lo necesita más que yo”.
El periodista de La Voz de Galicia Eduardo Eiroa denunciaba en 2006 que el Estado se había quedado con 120.000 euros que Man había ingresado en una cuenta de Caixa Galicia con el objetivo de mantener su obra. Sin embargo, tres años y medio después la Administración no sólo no había hecho nada para preservar su legado, sino que además reclamaba más de mil euros encontrados en su casa. “La visión desde el exterior del pueblo describe a un ser extraño, solitario y aislado; aspectos que contrastan con la convivencia vecinal, donde se asume su presencia en el pueblo como algo normal”, escribe Luna en Paisaxe e arte na poética de Man. “A pesar de ser un ser solitario, promueve una participación social para que su obra, su museo, sea parte de todos”.
La arquitecta habla de un hombre culto de apariencia selvático. “Entender a Man es realmente complejo; fue un hombre libre, amarrado a la belleza de un lugar costero del que nunca más pudo huir; un hombre salvaje que demostró grandes conocimientos en los distintos campos culturales; un hombre incomunicado que mantiene una fuerte relación con las corrientes artísticas del momento; un hombre solitario que abandona la sociedad para crear una obra de arte que necesita ser visitada; un loco que decía barbaridades y que terminó teniendo razón al afirmar que el pueblo sería conocido por la creación de su museo y por el propio Man, quien es el elemento central de toda su obra”, escribe Suárez Marcote, quien asegura que el anacoreta consideraba sus piezas como hijos, “elementos tan arraigados a él que forman parte de su vida y de su familia”.
En su lucha contra el consumismo y el materialismo, que enlaza con el arte povera, su simbiosis con el entorno —natural y artístico— lo lleva no sólo a rechazar la comercialización del arte, sino también a un aislamiento tal en el que Man pasa a transformarse en su propia obra, obviamente humilde, reciclada y, claro, pobre. Pero hay Brancusi, como hay Gaudí. También representaciones megalíticas con forma de dolmen. E incluso palabra hablada: además de pintor, escultor y fotógrafo, ¿estamos también ante un performer poético, acaso un filósofo del spoken word, aunque fuese de modo inconsciente ante un micrófono de la radio televisión pública gallega? Porque Manfred, cuando abría la boca, decía cosas como éstas:
"El círculo es el todo y todo es un círculo".
“Tengo tantas ideas que me faltan brazos y manos”.
“En ningún siglo se gastaron tantas palabras como en éste: se habla mucho”.
“Tampoco me gusta mi sonido, sino el del mar”.
“Me gustaría mejor dejar hablar a las olas”.
“Si hablo soy esclavo de las palabras. Si me callo, soy libre”.
“Palabras sin ruido como algoritmos”.
“Quiero un mundo propio, quiero pensar como yo y vivir como yo”.
Quizás sería conveniente hacerle caso a Man e ir echando el cierre. Estas líneas nunca habrían podido ser escritas sin las palabras ni las imágenes de Carmen Hermo, comisaria del Museo Man de Camelle, ni del magnífico trabajo de investigación de María Luna Suárez Marcote, hoy arquitecta y entonces una niña que no veía a aquel alemán barbado como un anacoreta, un ermitaño, un asceta o un runner en taparrabos, sino como un hombre de ojos azules que hablaba poco y tendía la mano: “¡Pero si es Man! ¡Nuestro Man!”.
Parte de su legado, así como de sus objetos personales, permanecen guarecidos en la galería que lleva su nombre. Quizás el sol, el viento, la lluvia y el mar terminarán de modelar hasta la nada —la naturaleza es una escultora armada de paciencia— la obra que a duras penas sobrevive a la intemperie. Luna insiste en proponer otras alternativas, como la restauración, que pasaría por esperar a que el océano vomite sus restos —que son los nuestros: maderas, plásticos, aparejos de pesca y otras excreciones humanas— para reconstruirlo todo desde cero.
Desde la zona cero del Prestige.
Aunque quizás ese rayo, ese nordés, esa gota y ese salitre sirvan para erosionar definitivamente lo que ya no ha deteriorado el hombre, cerrando el círculo y volviendo a Man, el artista marherido.
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