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Actualizado:Veinticinco de diciembre, día de Navidad y, desde que importamos la costumbre anglosajona, de la visita del rechoncho y sonriente Papá Noel. Llegas a casa de tu sobrina con un regalo en la mano. Seguro que le va a encantar. Al fin y al cabo, han sido semanas analizando opciones, poniendo todo tu empeño en elegir el mejor juguete para ella.
Pero, una vez abierto, en vez de montar una fiesta, deja el bonito presente a un lado para ponerse a jugar con la tosca caja de cartón en la que venía envuelto. Caja ahora convertida en un coche de carreras, ahora en un cohete espacial, ahora en un almacén de fruta, ahora en la chistera de un mago en cuyo interior todo desaparece, ¡alehop!
¿Te suena? Jeffrey Trawick-Smith, experto en aprendizaje temprano de la Eastern Connecticut State University, explica por qué este desplante infantil es tan habitual. "Un juguete excesivamente realista puede inhibir las posibilidades de juego; por el contrario, una caja, un palo o un puñado de cubos de madera pueden utilizarse de infinitas maneras y se ajustan a las necesidades y circunstancias de cualquier niño o niña", aclara a SINC.
Sabe de lo que habla. Se ha pasado toda una década evaluando junto a su equipo qué habilidades desarrollan los preescolares cuando se ponen distintos tipos de juguetes a su alcance. Uno de los que más les convenció consistía en una serie de figuras humanas y gatunas sin rostro ni ropa, de varios tamaños, colores y estaturas, sin indicadores que hagan pensar en un género o una raza concreta (los muñecos Family Counters).
"Esa neutralidad es ideal para educar en la diversidad", admite Trawick-Smith, que observando a los preescolares jugar con las coloridas figuras pudo comprobar que todos veían a sus familias representadas en ellas, tanto si vivían con sus abuelos como si tenían dos madres o dos padres.
"Lo que da especial valor a estos juguetes es que no se exceden en detalles, dejan el juego abierto", aclara. "Y eso hace que sean, con diferencia, los que más beneficios aportan en diferentes dimensiones del desarrollo infantil". Además de que les ayuda a crecer aceptando con normalidad las diferencias entre personas antes de que afloren los estereotipos y los sesgos.
Cuanto más simple, mejor
Lo mejor de los juguetes simples es que encajan como las piezas de un puzle con algo que los niños ya traen de serie: la imaginación. "Los juguetes que ofrecen cierto margen de libertad para que los pequeños imaginen e interaccionen son los que más favorecen el desarrollo de habilidades cognitivas", asevera Sergio M. Pellis, investigador canadiense experto en la neurociencia del juego y defensor a ultranza de lo que se conoce como juego no estructurado.
"Soy muy escéptico respecto a los juguetes teóricamente diseñados con fines educativos: dudo que realmente consigan el objetivo para el que habían sido diseñados", confiesa a SINC el autor de The Playfull Brain (Oneworld, 2010).
Sus dudas están más que fundadas, según confirma Trawick-Smith. En los diez años que pasó analizando juguetes dentro del proyecto TIMPANI (de 2010 a 2019) llegó a la conclusión de que la mayoría de los juguetes que los fabricantes vendían como "educacionales" no se merecían ese adjetivo.
"Por ejemplo, estudiamos algunos juguetes electrónicos que les hacían preguntas a los niños o incluso conversaban con ellos", aclara. Llegaron a la conclusión de que, en realidad, aportaban poco valor. "Aquellos juguetes lo hacían todo por sí solos, así que no les reportaban ningún beneficio; por el contrario, juguetes menos realistas, como piezas de construcción o figuras de madera representando animales, ayudan a desarrollar la creatividad, el pensamiento simbólico y el lenguaje", subraya.
Otra que le ha puesto la cruz a los juguetes que lo dan todo hecho es Susana P. Gaytán Guía, profesora del Departamento de Fisiología de la Universidad de Sevilla y directora del Seminario de Etología Humana, que argumenta que convierten a los críos en "meros espectadores de la maquinita". Está convencida de que no necesitamos productos infantiles con excesiva tecnología para adquirir capacidades y competencias, sino todo lo contrario.
"Pocos juguetes son tan potentes en el desarrollo del apego y de la ideación como las muñecas de toda la vida; y jugando a algo tan sencillo como el juego de la oca aprendemos que la sociedad se articula alrededor de una serie de convenios, y que si no los cumples pues... de puente a puente se te lleva la corriente", se ríe.
En general, Gaytán nos invita a tener muy presente que "jugar nos permite explorar vías alternativas a las que en la vida real difícilmente tenemos acceso, por ejemplo, ser astronautas". "Jugando, los niños ensayan, se entrenan para afrontar el estrés y se enfrentan con más seguridad a la vida real", añade la investigadora sevillana. Ofrece, por tanto, importantes ventajas adaptativas.
Retrato del cerebro juguetón
Porque una cosa es que ni Gaytan, ni Pellis, ni Trawick-Smith tengan excesiva fe en los juguetes etiquetados como "educativos" y otra muy distinta es que pongan en duda cuánto se aprende jugando.
"A veces caemos en el error de tomarnos el juego infantil como algo simplemente divertido que les distrae y entretiene, pero el juego es más que eso: es la forma natural e instintiva que tiene el cerebro humano de adquirir conocimientos", defiende David Bueno, biólogo e investigador de la Sección de Genética Biomédica, Evolutiva y del Desarrollo de la Universidad de Barcelona (UB). "Es también la mejor forma que tenemos de aprender a relacionarnos con nuestro entorno y experimentar cosas nuevas sin correr riesgos", añade. Además de que jugar mucho ayuda a tener una infancia feliz.
La etnología, esa aproximación antropológica que estudia comparativamente las expresiones culturales de distintos pueblos, reconoce que las personas (y los animales) juegan en todos los estadios de la vida, que el juego humano es universal, que además es terapéutico y que está fuertemente arraigado en nuestra neurobiología. Tanto que perfectamente podríamos haber bautizado a nuestra especie como Homo ludens en lugar de Homo sapiens.
Por lo que han podido averiguar los neurocientíficos, jugar involucra básicamente a dos zonas del cerebro: la parte emocional (amígdala) y la parte que activa recompensas (el estriado). "Si hablamos de juegos que aportan creatividad e imaginación, entonces entra en acción también la corteza prefrontal, la que planifica, la que toma decisiones", puntualiza David Bueno, que dirige la Cátedra de Neuroeducación de la UB.
Y luego están las áreas cerebrales motoras. "Siempre defiendo que somos una especie paleolítica, porque nos forjamos como especie biológica en el Paleolítico, cuando no había mesas ni sillas y la 'escuela' no era otra cosa que ir caminando a buscar comida", explica el científico catalán. Nuestro cerebro está adaptado a eso, al movimiento, y por eso potencia un aprendizaje más completo.
"Para colmo, movernos activa neuronas del estriado dorsal del cerebro, que está pegado al estriado ventral, ese que genera sensaciones de recompensa y que nos hace divertirnos", añade Bueno. Su conclusión: que el juego en movimiento es más juego, más diversión.
Jugando se aprende a vivir
Tampoco debemos perder de vista que todos los juegos que implican la participación de más de una persona ponen a funcionar las neuronas del cerebro social. Al fin y al cabo, esa es la principal función del juego, la que compartimos con el resto de los primates juguetones: desarrollar en la infancia la sociabilidad y la cooperación que, como adultos, necesitarán para conseguir alimentos, defenderse de los depredadores y vigilar su territorio.
¿Pero cómo aprenden a relacionarse los humanos en un contexto lúdico? De dos maneras, dice Sergio M. Pellis. "En primer lugar, el juego social obliga a los niños a negociar con los otros a qué se juega, cómo se juega, cuáles son las reglas a seguir o qué infracciones aplicar si alguien las infringe", enumera el investigador canadiense. A medida que practican, su corteza prefrontal va adquiriendo nuevas habilidades que le serán útiles.
En segundo lugar, jugando con diferentes compañeros aprendemos acerca de sus peculiaridades, y entendemos qué podemos hacer (y qué no) con cada uno. "Sucintamente, el juego sirve para establecer y mantener relaciones sociales".
Que no lo den todo hecho, sino que inviten a hacer
¿Qué habría que pedirles entonces a los reyes magos o a Papá Noel? "Para los más pequeños, soy partidario de juegos no realistas, básicos, abiertos, que puedan usar de mil maneras diferentes, como los bloques de construcción", recomienda Jeffrey Trawick-Smith.
"La música y la creación artística nacen con el proceso de hominización, nuestros abuelos de Atapuerca ya hacían ritmos y pintaban en las paredes. Por eso pocas cosas resultan tan estimulantes como un papel y un puñado de lápices, o un sencillo tambor", es la propuesta de Susana Gaytán, que para los bebés más pequeños sugiere como regalo estrella un espejo de plástico, "para aprovechar que somos una especie que reconoce muy pronto su propio reflejo".
Por su parte, David Bueno apuesta por "juguetes que no lo dan todo hecho, que la tarea de los niños y niñas no sea mirar cómo el juguete juega solo, sino que deban aportar algo de su parte y crear su propia historia, como una cocinita con frutas y verduras".
Aunque admite que tiene debilidad por "ese juego en el que lanzas una especie de ruleta en la que tienes que ir colocando manos y pies sobre círculos de colores en el suelo y terminas haciéndote un nudo con otras personas" (el Twister). Considera que es muy completo porque implica movimiento, equilibrio, razonamiento (¿por dónde paso ahora mi brazo?), de cooperación y de interacción social.
Sergio M. Pellis no titubea ni un segundo cuando le planteamos la pregunta. El mejor regalo navideño es uno que no se puede envolver, ni tampoco decorar con un lazo: "La oportunidad de pasar tiempo con otros niños y niñas con los que exista interacción y juego social".
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