lleida
Actualizado:"¡Mecagüen la puta! ¡Estoy harto! ¡Tengo un perro y un gato! ¿Por qué he de acabar en la calle?", se lamenta el rumano Gabriel Polteana, de 38 años. Si hubiera un campeonato mundial de la precariedad y el infortunio, su historia competiría por los primeros puestos. La cuenta él de viva voz, por si alguien quiere oírla, en el vídeo donde ha quedado registrado lo ocurrido dentro del apartamento de alquiler que le proporcionan los servicios sociales de la capital del Segrià.
Gabriel decidió ceder una de sus habitaciones a un par de jornaleros africanos que dormían en los soportales de la casa de la Fusta y poco a poco, "fueron llegando más y más". Y así, hasta que literalmente están a punto de expulsarle de su propia vivienda. Cierta combinación de desesperación, codicia y falta de escrúpulos puede crear un inmejorable caldo de cultivo para la picaresca y el abuso. En este caso, son los propios extranjeros quienes abusan de otros extranjeros. Es la ley del más fuerte. Salta a la vista que todos van perdiendo la partida.
El apartamento es diminuto y el dormitorio, más pequeño todavía. Hasta ocho personas han llegado a coincidir en el jergón, completamente reventado. "Imagínate cuánta gente ha tenido que meterse aquí para romper una cama de matrimonio", se lamenta el rumano. "Cada noche hay cinco o seis personas, pero han llegado a dormir ocho. ¡Mira la mesa cómo la han destrozado! Hace cuatro años que vivo en esta casa y observa lo que ha pasado en un solo mes. No te dejan más opción que matarte con ellos porque si acabo en la calle, con los problemas de salud que tengo, muero seguro". Los hechos que aquí se relatan fueron ya denunciados por el rumano ante la policía.
"Primero vino uno, y luego dos más. Pero después fue llegando más y más gente..." confiesa Gabriel.
"Soy extranjero en un país que no es el mío y no he olvidado que los principios son bastante duros. Todo eso te queda en la memoria, así que [cuando comenzó la crisis del coronavirus] pensé que quizá debía devolver lo que habían hecho por mí echando una mano a otros. Fue entonces cuando decidí alquilar una pequeña habitación. Primero vino uno, y luego dos más. Pero después fue llegando más y más gente... He llegado a contar ocho. Ahora soy yo el que está a punto de terminar en la calle pese a que estoy enfermo y padezco del riñón. ¿Sabes?, tengo que aparentar como los demás que la vida es una y hay que vivirla lo mejor posible, pero en mi situación, me cuesta mucho", confiesa Gabriel.
El rumano sabe que al menos una de las personas a quienes trató de ayudar se lucra ahora subarrendando la habitación. "No sé cuánto cobran al resto porque a mí no me dicen ni me dan nada. Entre nosotros, solo hay malas miradas, pero sé con certeza que les piden dinero. Mira el lavabo cómo huele. Yo tengo que mear fuera. Hago pipí dentro de una botella y luego entro rápidamente en el aseo y la arrojo a la taza con un cubo de agua y algo de champú porque, en caso contrario, vomitaría. Todo esto era blanco [añade mientras rompe a llorar]".
Otro africano del casco antiguo de Lleida nos había confirmado algunas horas antes que se están dando más situaciones como esta. Y presumiblemente, los abusos continuarán mientras los recién llegados tengan que enfrentarse a la necesidad de conseguir un techo o simplemente, se resistan a vivir hacinados en lugares como el pabellón de la Fira, habilitado por el Ayuntamiento. Esta clase de abusos son excepcionales, pero existen, como prueban nuestros documentos gráficos y los testimonios que hemos recabado.
Sigue llegando gente
El mismo día en que charlamos con Gabriel, encontramos de mañana a un africano con un hatillo al hombro embocando la calle Murcia en dirección a la plaza del depósito del agua de Lleida. Las suelas de goma de sus zapatillas dejaban tras de sí una estela sonora que perseguimos a la zaga para hablar con el recién llegado.
"Vengo de Bilbao", nos dice Agi sin hacer aspavientos, mientras se hurga en los bolsillos en busca del billete de autobús. No pensábamos poner en duda que el senegalés es un recién llegado porque es un secreto a voces que el cierre perimetral de parte del Segrià decretado por la Generalitat no ha cerrado gran cosa ni a la hora de entrar, ni menos todavía a la de evadirse. Pero aun así, Agi nos insiste en mostrarnos su billete mientras aclara que otros más vienen en camino "y seguirán viniendo mientras haya fruta que coger".
No hay advertencia que valga. El Apocalipsis vírico del Segrià no le inquieta; no más, al menos, que la perentoria necesidad de conseguir algunos euros. Es su última bala. Además, nuestros diarios y televisiones no son los suyos. Lo que se impone entre muchos de estos africanos es el "boca-a-boca", que es, por así decirlo, el "tam-tam" del 4G. Y los rumores que reverberan estos días en sus corrillos insinúan que no se ha vendido aún todo el "pescao" y aún queda fruta por sacarle al árbol. La precariedad la dan por hecha. ¿Por qué había de disuadirles de viajar a Lleida la ausencia de vivienda si hace más de veinte años que vuelven cada primavera, como las golondrinas, para hacinarse al raso en pleno agosto? No hay nada nuevo bajo el sol, excepto el virus.
Si los residentes de Lleida hubieran frecuentado las áreas donde hasta hace solo un año se esparcían sobre el suelo como costales hubiesen sabido qué es vivir en una atmósfera hedionda envenenada de amoniaco: sus orines. Siempre ha sido así, aunque antes no hubiera tantas luces y taquígrafos. Si algo sobran ahora son periodistas, repitiendo para bien o para mal ciertas ideas generales que han devenido casi en clichés. Es como si la misma crónica se escribiera una y otra vez sin que cambiase nada, excepto la firma del artículo.
Los temporeros se sienten acosados: ''No queremos que nadie nos ayude''
Y los temporeros, entre tanto, se sienten acosados. "No queremos que nadie nos ayude", se quejan. Quieren que el buen y la buena blanca periodista se vayan con su música de violines solidarios a otra verbena antiracista o lo que sea. Eso es lo que nos dicen. No quieren que vengan a salvarles, y menos todavía posar más como monos de feria para ejemplificar la tragedia del momento. Ha habido ya conatos de agresiones y serios rifirrafes.
El cierre ha sido un fiasco
Por lo demás, el supuesto confinamiento territorial ha sido un verdadero fiasco. Ya desde el primer día, los vecinos blancos del Segrià comenzaron a compartir información en Telegram acerca de la mejor forma de zafarse de los controles policiales. No parecían muy dispuestos muchos a sacrificar sus vacaciones o, simplemente, a regresar a la casilla de salida de la cuarentena, al "mini estado de alarma" que, de facto, se ha instaurado. "¿Coronavirus?", dice Agi. "Alguien tiene que coger la fruta. Yo tengo aquí un amigo, y escuché que buscan gente. ¿Qué puedo hacer si en el País Vasco no hay trabajo?".
Zafarse del confinamiento para entrar en busca de un trabajo podría sonar incluso más sensato que evadirse de la zona 0 para alcanzar la playa. Algunos africanos dicen que lo de la covid-19 es una enfermedad de blancos. "Mira, si no, lo que ha ocurrido en Mali", nos dice un trabajador del matadero de Fribin (Binéfar) al que encontramos aguardando un autobús en la ciudad aragonesa de Barbastro. "Allí ha habido muchos casos, pero muy pocos fallecidos". También este muchacho visitó Lleida hace unos días, tras el anuncio de la cuarentena de Torra.
Nosotros mismos hemos entrado y salido varias veces utilizando los accesos de la autovía de Aragón y la carretera de Vielha sin necesidad siquiera de echar mano del carné de periodista. Por circunstancias que tal vez sean fortuitas, solo encontramos un "checkpoint" de la Guardia Civil en los límites territoriales de Aragón. Si fuera una guerra, el enemigo brindaría hace semanas en los salones de la Paeria. En Lleida, sin embargo, se ha brindado muy poco desde hace varios meses, y los que entran no vienen a derribar las puertas de palacio. Se conforman con unas peonadas en los campos.
Los días precedentes alcanzaron la ciudad varias decenas de temporeros más, ajenos a la crisis sanitaria o, quizá, dispuestos a correr el riesgo. Cada cual tiene su agenda: la de los jornaleros es vivir. Nadie sabe en verdad cuántos miles de trabajadores africanos hay ahora en Lleida y en las comarcas vecinas fruteras de Aragón. Se ignora igualmente cuántos trabajan de manera intermitente; cuántos han quedado atrapados contra su voluntad; cuántos siguen llegando o cuántos esperarán hasta el final. "Si no se verifica bien la situación de los que salgan, el problema de aquí se trasladará después al resto de España", nos dice Bari, un nativo de Guinea Conackry que conoce como nadie la trastienda del barrio, donde lleva viviendo veinte años.
A menos de cien metros del lugar donde hemos encontrado al africano recién llegado de Bilbao, vemos acurrucados bajo unos soportales a otro medio centenar de temporeros. Ni los paños calientes de las administraciones, ni el loable trabajo realizado por varias plataformas como Fruita amb Justícia Social han logrado impedir que algunos jornaleros sigan durmiendo hacinados en el Casco Antiguo; en edificios "okupados" o en una nueva modalidad de "pisos-patera", tomados casi por la fuerza, y aparecidos al rebufo de la crisis de los jornaleros sin vivienda. Y estas mismas escenas comenzaban ayer a repetirse en lugares tan distantes como Lepe, donde duermen en sus calles las víctimas de los incendios de los asentamientos chabolistas. Los de Huelva están ya advertidos de que el coronavirus ama más que otra cosa la miseria.
Claro que hay un hecho indudable que se colige de todos los testimonios que hemos recabado: muchos de estos jornaleros no desean vivir en ninguno de los edificios habilitados por las instituciones.
"Por si les sirve de algo a otros -nos dice Bari-, no estaría de más que recuerden que aquí nadie sabía nada al principio. Ni yo ni nadie nos dimos cuenta de que algunos estaban enfermos hasta que comenzaron a llevarse al hospital a nuestros amigos. Los africanos venían aquí de todos los lugares y se juntaban aquí o allá sin verificar el estado en el que estaban. Recuerdo incluso ver a uno que se había escapado del hospital Arnau Vilanova paseándose con la bata".
Desalojo de piso patera
El coronavirus no ha creado este conflicto y sus problemas adyacentes. Pero al menos, ya nadie es ajeno a que varios miles de inmigrantes -treinta o cuarenta mil, probablemente- malviven, más que nunca, entre los blancos. Esta mañana de domingo, una docena de ambulancias, coches patrulla y furgonetas de los Mossos de Esquadra han desalojado un edificio ocupado por africanos, situado a unos pocos metros de la estación de ferrocarril, en la Rambla de Ferran, número 6. "Nuestras ordenes son realojarlos", explicaba uno de los agentes desplegados en el área.
El inmueble que ocupaban reunía todos los requisitos necesarios para ser llamado en puridad "piso-patera". Vivían en su interior 37 africanos, desalojados por órdenes del Ayuntamiento con una autorización judicial emitida por el Juzgado Número 2. Alguien estaba haciendo un negocio fabuloso. Los jornaleros han sido reubicados en el Pabellón de la Fira, justo un día después de que este diario denunciara en un vídeo-reportaje las condiciones de hacinamiento de muchos de los trabajadores recién llegados y los abusos que han cobrado fuelle gracias al descontrol.
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