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Casa Manolo es la vaca sagrada del Congreso. Ha dado de comer a tres Cortes y, durante un siglo, republicanos, franquistas y monárquicos han sucumbido ante sus croquetas. Tiene la taberna, que también es café y restaurante, un algo de rumiante: si el hemiciclo es el estómago, el bar es la boca de la bestia adonde vuelve el bolo para ser remasticado y extraer todo el jugo legislativo. Quiere decir esto que los políticos afinan en el local lo que no ha sido pulido en el Parlamento (con un vino de por medio, que es de lo que se trata).
No extraña que el fundador se llamase Manolo, aunque sea una casualidad. El negocio había sido bautizado como Casa Isaac en 1896. Tuvo que llegar la dictadura de Primo para que un señor de Igrexafeita, parroquia del Ayuntamiento de San Sadurniño, a un tiro de Ferrol, se hiciese con la tasca, que justo antes de aquel 1929 había cambiado de nombre: Casa Manolo se quedó, como el nuevo dueño. Así, hasta nuestros días, primero al cargo de sus hijos (Pepe, Óscar y, cómo no, Manolo) y luego al de sus nietos (Alfredo, Alfonso y Silvia).
Su vida anterior no tiene desperdicio. Manuel Seijo, como cualquier gallego, emigra a Cuba, donde trabaja en la caña y en los telégrafos, hasta que abre un ultramarinos con seis puertas de vaivén, como las del Lejano Oeste, que bautiza como La Española. Manolo, a todo esto, era un prófugo de la justicia: había abandonado su tierra sin cumplir con la patria, pues no tenía dote para eludir la mili. En un viaje a la aldea para ver a su madre, un vecino lo puso en aviso: “Manolo, vete ya, que la Guardia Civil viene a por ti”.
Volvió a mirar atrás desde las aguas del puerto de A Coruña. No regresaría hasta que un decreto del rey Alfonso XIII le abrió las puertas de la matria sin temor a ser represaliado. Vendió la tienda de abarrotes que regentaba en Cienfuegos a un paisano e intentó establecerse en la ciudad gallega de donde había partido en barco, pero no pudo alquilar un local al que le había echado el ojo y el indiano puso rumbo a Madrid. Casado con la vasca Beatriz, a la que había conocido en Cuba, se estableció en la calle Jovellanos, junto al restaurante Edelweiss, un nido de espías alemanes.
“Aquí, para escuchar algo, hay que estar con la oreja pegada”, se hace oír entre el murmullo batiente Juan Antonio Blay, veterano cronista parlamentario que se estrenó en el hemiciclo en 1986. Tiene mesa fija, sobre la que se arremolinan plumillas de la vieja guardia y diputados con aristas, una suerte de tertulia política que echa el cierre antes de que den de comer, pues el establecimiento atrae a los aficionados a la cuchara, que si unos callos, que si unos riñones.
Frente al contubernio, la barra de mármol, esencia de la democracia, donde alternan políticos de distinta ralea, sí, pero también sus chóferes, sus guardaespaldas, sus ujieres, sus fotógrafos, sus periodistas y, claro, sus votantes, que son los parroquianos que ven alterado su aperitivo cuando en el Congreso se debate algo importante. “La tasca estaba tomada por los padres de la patria”, reflejaba Nativel Preciado en una crónica, “y los clientes de toda la vida se quejaban ante el dueño del desplazamiento”. Claro que la nómina se completa con los del turno de tarde, cuando comienzan a llegar los asiduos del Teatro de la Zarzuela, situado enfrente.
Menos Montserrat Caballé, por aquí han pasado las grandes voces del género, de Alfredo Kraus a Plácido Domingo, que una noche, mientras cenaba antes de la función, observó un febril trasiego en la calle y preguntó al tabernero a qué se debía semejante cola.
- Están sacando las entradas para verlo a usted, don Plácido.
- Pues sáqueles también unos platos de jamón y unas botellas de champán.
El camarero se acercó a la multitud, estiró el ibérico y dijo: “De parte de Plácido Domingo”. Un digno sucesor de Jacinto Guerrero, compositor de zarzuelas con tertulia propia en la casa. Pero estas anécdotas, como las protagonizadas por Charo López o Manuel Aleixandre, están engarzadas en la ristra del artisteo, cuando aquí toca la política. Esa otra saga clientelar desciende de dos centros neurálgicos de la cultura madrileña, el Ateneo y el Círculo de Bellas Artes. Precisamente, de jugar al billar en el Círculo venía Aleixandre, antes de su parada técnica en Casa Manolo. Pedía siempre sopa de gallina, acompañada de todo tipo de bebidas, hasta que un día se sacudió la vergüenza y le espetó al camarero: “Si a mí lo que me gusta es comer con Coca-Cola”.
No vaya usted a Casa Manolo con la intención de tropezarse con un político, porque es el político quien tropezará con usted. El mentidero chismorrea de martes a jueves, aunque la actividad ha menguado en los últimos años. “Ya no se trafica con información entre colegas. Desde la llegada de internet, esto no es como antes, el ritmo es distinto”, confiesa Blay. “Como decía Raúl del Pozo, la noticia estaba en los bares, pero ahora la barra es tiempo muerto para el hecho noticiable”.
Tampoco ha ayudado la mayoría absoluta de Mariano Rajoy, que se dejaba caer en sus tiempos de ministro, aunque su figura se fue diluyendo tras la estela del humo de sus habanos. En Casa Manolo, el cliente deja de serlo cuando lo ascienden a presidente. Y, así, fueron desapegándose del mármol Felipe González y José María Aznar, que solía tomarse un cafelito por las tardes cuando era diputado raso. Suárez y Rajoy nunca se fueron del todo, si bien la cita se limitaría a los recesos de debates de calado. “En esos momentos, sigue siendo un bar al que venir a tomarse una copa, comer un pincho de tortilla u organizar la última conspiración”, explica Blay.
El rodillo no da noticias, mas hubo un tiempo en el que el periodismo oral gozó de esplendor. Todo estaba por hacer, empezando por la Constitución, cuyos padres se encomendaron a las carrilleras y lenguas estofadas del lugar: Gabriel Cisneros, Jordi Solé Tura, Gregorio Peces-Barba y Miguel Herrero de Miñón han sido clientes ilustres, como también lo fue el ministro Francisco Fernández Ordóñez, devoto de las croquetas.
En la primera legislatura, los presupuestos llevaron la medianoche de un viernes infinito a los ministros Pérez Llorca y Calvo-Sotelo, quienes se zamparon unos huevos con jamón, mientras que González y Guerra, que todavía partían la pana, optaron por un pepito de ternera y un pincho de tortilla. Un recetario en las antípodas de los guisos de la cocina antillana que, a mediados del siglo pasado, servía Manolo a la colonia criolla y a la tripulación del Estrella de Cuba, avión que cubría la ruta transatlántica La Habana-Madrid, como dejó escrito Rafael Miralles en El Camagüeyano.
En Casa Manolo también había café para todos: mientras se discutían las competencias de las autonomías, el dueño vertía una jarra de leche sobre los ministros de UCD. El ruido del vidrio al estrellarse contra la mesa despertó a los escoltas, que pasaron de sestear en la barra a blandir sus pistolas, aunque el único peligro ya había teñido de blanco a medio Gobierno. Nada que no se arreglase con unos churros reconstituyentes, pues según el patrón "aclaran la voz para cualquier debate".
Más recientemente, se han dejado caer populares y socialistas, convenientemente separados pero bien avenidos, como Alfonso Alonso y Eduardo Madina. Nada que ver con el ruido de tambores de la República, como recordaba hace unos años Pepe, uno de los hijos de Manolo: “Ahora negocian y discuten, antes se mataban”. Cristina Almeida, que en su día dejó el bote de Izquierda Unida para enrolarse en el trasatlántico del PSOE, invitaba a rondas a diestra y siniestra. “La barra ha sido siempre más democrática, todos se saludan y se llevan bien”, afirma Alfredo Seijo. “Cuando terminan el colegio, vienen a contar la jugada”. Ayer mismo, irrumpía el flamante presidente del Congreso, Patxi López, que ha tomado el testigo de Jesús Posada.
Casa Manolo era el bar de abajo de Cospedal, que vivía en el edificio contiguo. La croqueta y el fino de Txiki Benegas, esperando eternamente por su escolta: “Vamos, a mí me matan y estos tíos llegan tarde a mi funeral”. El enlace de Jesús Montero con el hemiciclo, donde Gerardo Iglesias pilotaba la recién creada Izquierda Unida: “Era un lugar de referencia donde los periodistas y los políticos se disolvían”, rememora sentado a la mesa el entonces líder de las Juventudes Comunistas y actual secretario general de Podemos en Madrid.
También era el teléfono de fichas colapsado la noche del 23-F, “cuando llegó Tejero y se montó el pollo”, recuerda Alfonso Seijo. Media España pendiente del transistor y medio Congreso haciendo cola para llamar a casa o al periódico. “No cierres, Manolo, espérate un poco a ver qué pasa”, le pedían los reporteros, a lo que él respondía: “Este teléfono terminan interviniéndolo”. Aunque lo de las conferencias parece algo propio de cuando reinaba Carolo, los diputados todavía siguen pidiendo a los Seijo que les instalen unas campanas en el bar para alertarles de cuando comienza el pleno. Esa sí que sería una útil aplicación y no las del móvil.
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