madrid
Acababa de amanecer y Marlene ya mascaba sus primeras hojas de coca y tomaba un primer sorbo de alcohol puro, ese que se evapora en la boca antes de entrar en contacto con el esófago. Un ritual que repetía cada día para poder soportar los turnos de doce horas de trabajo que realizaba en la mina de Morococala, un poblado minero perdido en la Cordillera Occidental de los Andes, en Bolivia, situado a 4.500 metros de altura, donde hasta el oxígeno escasea.
Durante cinco largos años, esta mujer boliviana estuvo adentrándose en aquella mina para excavar, con la única ayuda de sus manos, 200 kilos de barro al día de los cuales sólo extraería unos cuantos gramos de estaño, un mineral que lleva a un centenar de mineros a dejarse la vida por conseguirlo. Sin embargo, extraerlo se ha convertido en casi un acto de fe ya que la vieja mina de Morococala -excavada hace 200 años- fue abandonada por el Estado boliviano cuando dejó de ser rentable.
Ahora son los propios trabajadores los que la explotan, no sin antes encomendarse a una especie de escultura andina artesanal que viene a representar al mismo diablo. Cada mañana, antes de disponerse a perforar las vetas, le ofrendan tabaco y coca para así satisfacerlo y que les dé el fruto que buscan: el mineral que se extrae de su infierno.
Considerado uno de los oficios más peligrosos y sacrificados que existen, los mineros firman un pacto con la muerte el primer día que entran a trabajar allí. El polvo de sílice que se respira dentro de sus túneles provoca a largo plazo la llamada silicosis, una enfermedad que destruye los pulmones. Además, se enfrentan a la constante amenaza de la copajira, un ácido que contamina todo lo que encuentra a su paso, incluyendo el agua de la zona, corroe las ropas y provoca una alta irritación en la piel.
Pero en ese lugar de destierro no hay alternativa. El árido clima y la tierra volcánica hacen imposible el cultivo y el desarrollo de otras actividades más gratificantes. A la ausencia de agua potable se le suma la falta de productos agrícolas de primera necesidad. La mina es la única opción para las alrededor de setenta familias que allí habitan. Los hombres son los que por tradición se enfrentan a esa labor; a las mujeres se les tiene prohibido el acceso ya que existe la creencia de que su simple presencia extingue el mineral: según ellos, las mujeres son sinónimo de desdicha y desgracia.
A pesar de las prohibiciones, y arrastrada por la necesidad de sustentar a sus hijos, Marlene logró romper con ese tabú, lo cual no resultó una tarea sencilla: "No querían que trabajase en la mina, los wincheros -los encargados de elevar las cargas- me cerraban el paso. Entonces tuve que colarme a escondidas por otro agujero para que no me viesen, una entrada mucho más estrecha y peligrosa que no conocía nadie", relata la minera a Público.
"Cuando me descubrieron, me dijeron que las mujeres lo teníamos prohibido y que ya no entrara más. Yo les decía que vale, pero al día siguiente volvía a hacer lo mismo. Era la única manera de poder dar de comer a mis hijos". Finalmente, resignados ante su enorme determinación, cedieron: "no se puede hacer nada con Marlene, no se le puede cerrar el paso porque por donde sea ella va a entrar", manifestaron los mineros.
Este grupo de hombres conoció la enorme voluntad de Marlene. Como mucho antes lo hicieron los vecinos del pueblo. Y es que, durante su infancia, tuvo que hacer frente a las penurias que sufrió junto a sus catorce hermanos en una de esas casas de piedra de adobe ahora ya destruidas por el paso del tiempo. Tan solo era una niña y ya se ocupaba de llevar comida a casa: "Mi madre no se encargaba de nosotros, era yo la que tenía que ir a buscar alimentos para mis hermanos", cuenta con tristeza.
Cuando no había comida, los menores de seis años le reclamaban: "Marlene, me da hambre". Ella solo podía ofrecerles unas cuantas hojas de coca, el único remedio para engañar al estómago cuando no hay para comer. El mismo remedio que le serviría años después para ir en ayunas a trabajar a la mina, reservando para sus hijos lo poco que había en la despensa.
En una ocasión, una de sus hermanas se vio obligada a robar una garrafa de gas con el objetivo de venderla. "Así pudo comprar un kilo de azúcar, pan y una bolsa de tostado. Pero cuando mi padre se enteró casi le rompe las manos". A pesar del tiempo, todavía le viene a la mente el llanto de su hermana y su desesperación por no poder ayudarla.
Pasaron los años y la tragedia la siguió acompañando. Su marido, un minero retirado por su adicción al alcohol, la sometía a constantes malos tratos. Decidió separarse, pero no fue suficiente. Muchas noches, cuando Marlene y sus hijos dormían, se colaba en la vivienda, una humilde chabola de techo roído y humedades en las paredes: "Quería matarnos. Nos rociaba con alcohol para prendernos fuego. Una vez nos quemó la cama mientras dormíamos mis hijos y yo".
Los motivos que lo llevaban a cometer dichos delitos de tentativa de homicidio no eran otros que, según Marlene, "exigir que le diese dinero": "No podía darle nada, lo que ganaba en la mina era para mis hijos. Él nunca aportó nada en la casa", explica. Y es que su trabajo ni siquiera le aseguraba cierta estabilidad económica: "En la mina a veces se ganaba bien y a veces poco, dependía de la suerte". Sólo podía comprarle unos zapatos nuevos a su hija pequeña después de haber zurcido los viejos varias veces.
Marlene no sólo aprendió a convivir con la necesidad y la desesperación, sino también con la incertidumbre de no tener la certeza de poder salir todos los días a la superficie. Muchos compañeros que trabajaron codo con codo con ella perdieron la vida en la oscuridad de las galerías. Gran cantidad de hombres que entraban en la jaula -el ascensor por el que descendían- caían al vacío: "Cuando sus cuerpos llegaban abajo, aparecían desmembrados, casi irreconocibles", relata.
Muchos de ellos eran seres queridos a los que, después de haber sido testigo de su terrible muerte, se encargaba de arreglar: "Yo bañaba los cadáveres y los limpiaba para hacerles su entierro. Tenía que armarme de valor para hacer eso, normalmente la gente es incapaz pero yo no podía verlos así. Eran mis amigos...".
Para poder asear los cadáveres, Marlene tenía que coger el doble de agua que de costumbre. Cada dos días y durante una hora abrían las fuentes y todo el pueblo acudía con sus garrafas para llenarlas de un agua que, pese a no ser potable, servía para lavar la ropa y fregar los platos. Para poder beberla se hervía en un recipiente y se esperaba a que se enfriase. Las duchas, una vez a la semana y con agua fría.
Alrededor de las fuentes coincidían casi siempre mujeres. Muchas de ellas, viudas de los mineros fallecidos. El alto índice de mortalidad masculina las había obligado a convertirse en palliris, un oficio suplementario de la mina que consiste en examinar los desmontes, esos fragmentos de piedra sobrantes que los hombres sacan del interior. Para ello, durante largas jornadas, se encargan de picar la piedra con el fin de extraer los escasísimos restos de mineral.
Es el caso de Doña Juana, la mejor amiga de Marlene, una viuda de la mina al cargo de cuatro hijos: "A ella le encantaba su trabajo, y eso que tenía las uñas y los dedos destrozados de darse martillazos. Pero era su vida, no conocía otra cosa", revela. Sin embargo, finalmente desistió y se fue a vivir a Oruro, una ciudad a hora y media de Morococala: "ahora tiene su pensión, su casita y se dedica a vender comida"
Marlene fue la primera mujer en trabajar en la mina de Morococala, un logro que valió para abrir camino a más mujeres. Cada semana, durante las asambleas de mineros, en las cuales se debatían los derechos de los trabajadores, Marlene alzaba su voz para denunciar la injusta situación que estaban sufriendo: "Yo les decía que todos somos iguales, no se puede hacer esa diferencia, sobre todo cuando la mina es la única salida para poder llevar dinero a casa". Pero más allá de creencias, los hombres las veían más débiles y por tanto no creían que estuviesen capacitadas: "Pensaban que no íbamos a poder con ese trabajo tan duro, pero hemos demostrado que hemos podido, incluso más que algunos hombres", exclama.
Sin intención de llegar a un consenso, realizaban una votación semanal poco ecuánime al haber máxima representación masculina. Su única finalidad era la de acallar las reivindicaciones. Así que, ante esa situación de desigualdad, Marlene optó por utilizar otra vía: "Como no me hacían caso, me llevé a otras mujeres para que, como yo, entrasen a escondidas por esa otra entrada peligrosa. Les enseñaba cómo moverse dentro, cómo tenían que extraer el mineral. Y si les decían algo tenían que aguantar y estar calladas, pero después, si trabajaban bien, los hombres se acostumbraban".
Una de esas mujeres a las que Marlene introdujo en la mina, Berta Cabrera, llegó a ser la presidenta de la Asociación de Mujeres Palliris, una agrupación creada a posteriori que custodiaba los derechos de las mineras de la zona. Aún así, a pesar de los esfuerzos, actualmente no existe una igualdad plena: Las mujeres sólo pueden entrar a la mina en compañía de un hombre, normalmente sus maridos (si es que los tienen), y su labor principal es la de inspeccionar el mineral, por tanto, son peor remuneradas.
Si bien es cierto que el paisaje de Morococala sigue siendo deprimente, la situación ha cambiado con el paso de los años. Se destinaron recursos para mejorar las condiciones, "el agua ya es potable, hay bombas para distribuir el agua. Las instalaciones se han reformado, ya no hay tanto riesgo. Además, la contaminación en la mina se ha reducido", cuenta Marlene. En las dos ocasiones que ha regresado al lugar ha podido comprobar cómo la calidad de vida también ha mejorado "gracias a la llegada de Internet y teléfonos móviles para comunicarse... ya tienen casi de todo, no tiene nada que ver con cómo estaba antes", comenta.
Los días de Marlene en el infierno de Morococala tocaron a su fin en el año 2010. Fue gracias al programa 21 días en la mina, presentado por la periodista Samanta Villar. En él se mostraba la enorme valentía de la minera y su capacidad para superar las adversidades. Su emisión provocó que personas conmovidas con su sufrimiento quisieran ayudarla para que pudiese dejar atrás esa vida. Se creó un grupo de Facebook llamado Marlene, su vida en la mina Morococala, que pocas horas después de su creación ya contaba con más de mil seguidores.
Además, se fundó el Proyecto Marlene, una iniciativa conjunta entre el programa de televisión y la Fundación Vistare para recaudar fondos y así ayudar a la protagonista de la historia a abandonar la mina, conseguir un hogar en otro lugar lejos de Morococala y asegurar la escolarización de sus hijos. "Doy mil gracias a todos aquellos que se preocuparon por mí y me ayudaron a salir de allí", manifiesta.
Su caso sirvió de ejemplo para plasmar y entender la situación de desamparo que sufren muchas mujeres en Bolivia, el segundo país más deprimido de Sudamérica. En consecuencia, la Fundación Vistare gestionó la ayuda a mujeres y familias con una situación similar a la de Marlene: "Estamos conmocionados por la respuesta de tanta gente dispuesta a ayudar a Marlene y a todas las mujeres que luchan a diario por sacar adelante a sus hijos", declararon.
Ahora vive en Santa Cruz de la Sierra, una de las ciudades bolivianas de mayor población, lejos de los ecos de muertes, quejidos y frustración de la mina. Desde su llegada, ha tenido que realizar todo tipo de trabajos: desde vender pollos a trabajar en una carpintería. También hizo limpiezas en casas, incluso trabajó en un mercado. Durante ocho años tuvo que compaginar varios empleos: "Salía de casa a las cinco de la mañana y llegaba a las nueve y media de la noche. Apenas podía ver a mis niños".
Sus hijos, ahora mayores, siguen a su lado. Unos trabajan, otros dos han podido estudiar. El sacrificio de su madre ha obtenido recompensa. Aparte de madre también es abuela, una de sus grandes ilusiones: "Ahora cuido de mis nietos, es el mejor regalo que podían hacerme".
Once años después, el padre de sus hijos continúa ahogado en el alcohol: "No creo que vaya a cambiar. Está delicado de salud. Mis hijos siguen en contacto con él, no puedo negárselo. Al final es su padre".
La llegada de la pandemia les ha afectado. Han perdido el trabajo. De nuevo la incertidumbre la mantiene en alerta, pero ya ha encontrado una forma de poder salir adelante: "Me he tenido que poner a vender pan, con eso nos da para el día. Es complicado. Por lo menos no nos hemos enfermado".
Hasta hace una década, Marlene no conocía el significado de la palabra felicidad. Hoy parece que lo ha encontrado: "Hasta los 36 años viví con miedo y abatimiento, no sabía lo que era la felicidad. Pero ahora sí puedo decir que sé lo que es ser feliz. Y ver a mis hijos felices. No pienso dejarlos nunca".
Antes de despedirse, y conteniendo su emoción al otro lado del teléfono, Marlene pide un deseo: "Ver a mis hijos siendo buenos profesionales. ¿Y yo? Pues montar una pequeña tienda de alimentación en casa, una ventita, con eso me conformaría".
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