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La noche del 3 de febrero Ben Ratner estaba viendo el partido de baloncesto de su hija en el instituto de secundaria de East Palestine, Ohio. No escuchó la explosión, pero cuando finalizó el partido y salió de la cancha de baloncesto, una enorme columna de humo cubría el cielo. Ratner regresó a casa con su familia. Esa noche no pudo dormir tratando de buscar noticias sobre lo sucedido. No había apenas información. Al día siguiente, Ratner y su familia, como prácticamente la mitad de los 4.800 vecinos de East Palestine, fueron evacuados.
Un año antes, Ben Ratner había participado como extra en Ruido de fondo, la adaptación que hizo Netflix de la novela de Don DeLilo del mismo nombre y que narra la huida de una familia de una nube tóxica producida por una explosión. La película se rodó en Ohio, y Ratner aparece en una escena esperando dentro de un coche a ser evacuado después de que el choque entre un tren de carga y un camión cisterna provocara una explosión que llenó el aire de toxinas.
Un tren de mercancías que transportaba productos tóxicos, descarriló a la altura de la localidad de East Palestine, provocando una gran explosión. El tren llevaba 150 vagones, 20 de los cuales portaban material peligroso. Entre los vagones afectados por el descarrilamiento, se encontraban cinco que transportaban un gas especialmente sensible: cloruro de vinilo. Esta sustancia, que se utiliza principalmente para la fabricación de plásticos y que no se encuentra en la naturaleza, se vuelve muy peligrosa al entrar en contacto con el aire.
Respirar este gas en cantidades altas puede provocar la muerte y una exposición prolongada puede causar daños en el hígado, el sistema nervioso y el sistema inmune. Además, según el Instituto Nacional del Cáncer de EEUU, el cloruro de vinilo es cancerígeno y puede provocar cáncer de pulmón o leucemia, entre otros. Por otro lado, cuando el cloruro de vinilo entra en contacto con el aire, libera cloruro de hidrógeno y fosgeno, que provocan graves daños pulmonares. De hecho, el fosgeno se utilizó durante la Primera Guerra Mundial como arma química.
Para evitar daños mayores, el 6 de febrero, tres días después del descarrilamiento, la empresa ferroviaria decidió hacer una quema controlada de los vagones que contenían los casi 400.000 litros de gas vinilo. Aún así no se han podido evitar daños medioambientales, y los tóxicos han contaminado el agua de la zona. El 4 de febrero se notificó que los vertidos habían alcanzado varios arroyos y el río Ohio, de mayor envergadura.
Pues no, en Estados Unidos se producen alrededor de 1.700 descarrilamientos cada año, muchos de ellos mientras transportaban sustancias peligrosas. Según el departamento de Transporte de Estados Unidos, los ferrocarriles estadounidenses transportan una media de 4,5 millones de toneladas de productos químicos tóxicos. En total, 12.000 vagones con cargas peligrosas pasan diariamente por ciudades y pueblos estadounidenses.
Para entender lo que ha sucedido hace falta que nos retrotraigamos una década en el tiempo. En 2014, como respuesta al aumento de descarrilamientos de trenes que transportaban productos químicos o petróleo, Barack Obama propuso mejorar las normas de seguridad de las líneas ferroviarias. Sin embargo, la presión de la industria química, hizo que finalmente la medida afectara exclusivamente a los trenes que transportaban crudo y no a los que llevaban otros materiales peligrosos, como el cloruro de vinilo.
En 2017, después de que la industria ferroviaria donara más de seis millones de dólares a los republicanos, Donald Trump, derogó parte de la normativa de seguridad que afectaba a estos trenes. En concreto acabó con la necesidad de que los vagones que transportasen materiales inflamables contasen con un sistema de frenado electrónico, más rápido que los sistemas de frenado convencionales que, atención, datan de 1868.
El sistema de frenado convencional, basado en frenos de aire, detiene los vagones individualmente, mientras que el sistema electrónico permite detener el tren por completo de forma mucho más rápida. En concreto, el sistema electrónico reduce la distancia de frenado en un 60% respecto al sistema antiguo.
Pues bien, los lobistas ferroviarios lograron que Trump legislara en su favor, manteniendo un sistema de frenado obsoleto y a costa de la seguridad de los ciudadanos, y Joe Biden no ha hecho nada por cambiarlo. Norfolk Southern, la compañía ferroviaria a la que pertenecía el tren descarrilado en Ohio, se encontraba entre las empresas "beneficiadas" por la laxitud del Gobierno y no contaba con unos frenos que, (según los expertos), podrían haber evitado el incidente. Sí, de hecho, el tren que descarriló en Ohio no estaba clasificado como un "tren inflamable de alto riesgo", a pesar de transportar un gas inflamable y cancerígeno como el cloruro de vinilo.
El principal objetivo de las compañías ferroviarias era obtener el máximo beneficio y lo hicieron reduciendo costes en seguridad, pero también costes en personal. En los últimos años, Norfolk Southern, ha despedido a miles de empleados a pesar de las advertencias de los riesgos de seguridad que esto implicaba. En 2019, más de 20.000 trabajadores ferroviarios fueron despedidos, una cifra sin precedentes desde la Gran Recesión, que supone casi un 10% del total de trabajadores del sector.
La solución de la industria ferroviaria para mantener los niveles de productividad ha sido hacer trenes más largos, con más vagones, que necesitan menos personal para ser manejados pero que son mucho más peligrosos e inestables. La reducción drástica de personal, la falta de permisos por enfermedad, la ausencia de vacaciones pagadas, y el estrés al que están sometidos los trabajadores repercute claramente en los estándares de seguridad.
El pasado otoño, los trabajadores del sector se movilizaron para pedir subidas salariales y siete días de bajas médicas anuales remuneradas. Pues bien, el Gobierno de Joe Biden, apoyándose en congresistas demócratas y republicanos, tramitó una ley express para prohibir a los trabajadores ferroviarios hacer huelga e imponer un acuerdo que había sido rechazado por los sindicatos. Los magnates de la industria ferroviaria usaban los beneficios en sueldos millonarios de ejecutivos y en la recompra de acciones y dividendos de los accionistas. En concreto, Norfolk Southern gastó más de 2,3 billones de dólares en acciones en 2018.
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