BARCELONA
Actualizado:Todas las historias de guerra están marcadas por la crueldad y el sufrimiento. Algunas, sin embargo, escapan de los renglones y avanzan en dirección contraria, como si alguien las hubiera escrito al revés. Esta es una de ellas.
Lola Patau tenía cinco años cuando se subió con su madre y su padre al barco que le cambió la vida. Hoy, a los 88, cuando descuelga la llamada de Público y le preguntan por ese viaje colmado de incertidumbres, responde con un entusiasmo implacable: "Fue una gran aventura".
Lola fue una de las más de 2.000 personas con nacionalidad española que el 4 de agosto de 1939 zarparon a bordo del Winnipeg desde el puerto de Pauillac, cerca de Burdeos, para dirigirse a Chile. Cientos de familias que, después de perder la guerra civil, habían cruzado la frontera junto a muchas otras para acabar hacinadas, la mayoría, en campos de concentración franceses, donde las condiciones de vida eran miserables. Y que no dudaron en postularse cuando supieron que Pablo Neruda y Abraham Ortega Aguayo, ministro de Relaciones Exteriores y Comercio del Gobierno chileno de Pedro Aguirre Cerda, se habían embarcado en la organización de una travesía con un antiguo carguero para llevarse a represaliados del franquismo al otro lado del Atlántico. Aquel viaje, a la postre, se convertiría en el de mayor contingente de pasajeros de toda la historia del exilio republicano español. Aunque entonces nadie sabía cómo iban a ser recibidos cuando llegaran a su destino.
"Las niñas y los niños del Winnipeg éramos los más privilegiados de la tripulación. Todo el mundo estaba pendiente de nosotros. Jugábamos todo el día, incluso había algunas profesoras que nos daban clase. Para los adultos, quizá no tanto, pero para nosotros, sin duda, fueron unas semanas muy felices", explica Lola, la voz clara, sin un raspeo. Nació en Barcelona, ciudad a la que volvió después de vivir 24 años en Santiago de Chile. Su padre trabajaba en la Generalitat de Catalunya, y, tras estallar el conflicto, fue el primero en atravesar los Pirineos. Ingresó en uno de los campos situados al borde de la frontera, y más tarde llegó a Toulouse, donde tenía familia. Su madre cruzó las montañas para encontrarlo, y luego volvió a por ella, su única hija. A los pocos meses conseguirían un permiso para empezar de cero en la otra punta del mundo. El día que embarcaron, Neruda, que estaba en Francia encargándose personalmente de los preparativos, les regalaba a los más pequeños un maletín con productos básicos de higiene para que los acompañara en el trayecto.
El poeta, hoy muy cuestionado por la izquierda y el feminismo debido a algunos pasajes polémicos de sus memorias, simpatizaba con la causa republicana desde que ejerciera unos años antes como cónsul chileno en España. Tras acabar la guerra civil y conocer la situación en la que habían quedado atrapados miles de refugiados, se prestó a ayudar a unos cuantos convenciendo a Aguirre Cerda para que les abriera las puertas de Chile. El presidente lo nombró Cónsul Especial de Emigración Española en París para que coordinara el traslado. El viaje lo financiarían el Servicio de Evacuación de los Refugiados Españoles (SERE), la Federación de Organizaciones Argentinas pro Refugiados Españoles (FOARE) y el Comité Chileno de Ayuda al Refugiado Español (CChARE), y también contaría con el apoyo económico de Uruguay y Colombia.
Aunque los sectores más conservadores y gran parte de la prensa del país receptor mostraron desde el primer momento su rechazo a aquella idea. "Esto no es facilitar la inmigración, esto es llenar nuestras calles de maleantes", llegó a quejarse un diputado de derechas en los salones del Congreso chileno cuando el Winnipeg ya había trazado su ruta, que, una vez cruzado el Atlántico, debía pasar por el Canal de Panamá y dirigirse por el Pacífico hacia el sur. La discusión saltó a las calles y subió de tono, al interpretar muchos que se estaba tendiendo la mano a "puros rojos y comunistas". Aguirre Cerda, incluso, amagó con echarse para atrás. Pero en ese punto fue clave la presión de Ortega Aguayo, una de las caras más conocidas de su gabinete, que le comunicó que estaba dispuesto a presentar su dimisión si abortaba el proyecto. Para que entrara en razón, le aseguró que aquel buque traería muchas trabajadoras y trabajadores cualificados a Chile.
"Lo que ocurrió con el Winnipeg es un ejemplo de cómo la inmigración puede ser un caso de éxito absoluto para cualquier país", reivindica Laura Martel, escritora y guionista canaria que se documentó durante años para conocer todos los detalles de la historia. En 2014 le dedicó la novela gráfica Winnipeg: el barco de Neruda, con dibujos de Antonia Santolaya, que luego fue obra de teatro y pronto podría ser película. "El propio poeta se encargaba de seleccionar a los tripulantes y de redactar los informes pertinentes para el Ministerio de Relaciones Exteriores. Hizo un buen trabajo, aunque Neruda era un desastre para estas cosas, lo que hace pensar que mucha culpa de ese éxito la tuviera su esposa, Delia del Carril, la Hormiguita", detalla Laura. El Gobierno chileno había ordenado que se eligieran sobre todo perfiles técnicos, pero al carguero subieron también muchos pescadores, campesinos, albañiles, zapateros, artistas. Y sus hijos, claro.
Todos ellos, un mes justo después de partir, alcanzaron las costas chilenas. Algunos desembarcaron en Arica, donde ni tan siquiera había puerto y el barco tuvo que fondear. La mayoría bajó en Valparaíso. En el momento de su llegada acababa de empezar la Segunda Guerra Mundial. El último tramo del trayecto se tuvo que hacer de noche, para evitar posibles atentados de submarinos alemanes. Aunque lo que los desplazados encontraron en el otro costado distaba mucho de lo que tanto habían temido. Chile los recibía por todo lo alto. Una multitud impresionante colapsaba el muelle, subiéndose a las grúas y a los tejados de los edificios para saludarlos. Había banderas, pancartas y música, además de puestos de recogida de ropa y comida.
Entre la muchedumbre, un jovencito con gafas y una sonrisa prominente trataba de hacerse un hueco en la primera fila como representante del Gobierno. Era el ministro de Sanidad. ¿Su nombre? Salvador Allende. Todas las dudas acerca de la conveniencia de acoger a los refugiados se habían borrado de un plumazo. Laura confirma ese giro: "Los periódicos de Chile, en aquella época, tenían dos ediciones. El 3 de septiembre de 1939, por la mañana, informaron de que la guerra había comenzado en Europa. Y por la noche, todos repetían los mismos titulares: Son pobres hombres, mujeres y niños que lo han perdido todo: démosles la bienvenida. El sentimiento de solidaridad fue instantáneo. Nadie les iba a dar la espalda".
"Nunca escuché una mala palabra contra mí o contra mi familia", recuerda Lola. "Nunca". Desde el instante en el que la tripulación pisó tierra firme, supieron que habían encontrado un nuevo hogar. Ese velo de esperanza y generosidad que acabó cubriendo el periplo del Winnipeg es el que fascinó a Laura desde el principio, lo que la empujó a querer conocer más. "Siempre que nos cuentan historias de aquellos tiempos, son historias trágicas, crueles, que muestran lo peor que tiene el ser humano", razona. "Pero esa historia me pareció que era el antídoto a todo eso. Era un relato de solidaridad. Y la solidaridad es el antídoto a la guerra".
Para escribir el cómic, que primero tenía que ser un documental, la escritora viajó a Chile en 2010 para entrevistarse con aquellos exiliados que todavía vivían. Para su sorpresa, después de tanto tiempo lejos del país en el que habían nacido, se encontró a personas vitales, agradables, que le brindaban ayuda desinteresadamente. Ponían en sus manos los archivos y los objetos que conservaban, le contaban las anécdotas que recordaban de la travesía, la ponían en contacto con otros pasajeros. Todo, sin pedir nada a cambio. "La gente que ha sido en algún momento beneficiaria de la solidaridad de los demás, es gente feliz", reflexiona. "Y dispuesta a ayudarte en lo que haga falta".
Los tripulantes encontraron en Chile una segunda patria en la que intentar reconstruir sus vidas. Y Chile encontró en ellos un puñado de ciudadanos agradecidos que estaban dispuestos a integrarse en su sociedad. Algunos se quedarían por décadas antes de volver a España (de esos, unos cuantos tuvieron que hacer las maletas tras el golpe de Estado de Pinochet en el 73, con lo que tuvieron que afrontar un segundo exilio). Otros, directamente, ya no regresarían nunca. Pero todos dejaron su huella en el país que los acogió.
En la lista de pasajeros del Winnipeg, por ejemplo, aparece el nombre de Víctor Pey, ingeniero madrileño que luchó en la guerra civil por el bando republicano en la Columna Durruti, y que a la larga acabaría siendo consejero del propio Allende cuando este fue nombrado presidente. Pey, por cierto, se encargó junto a su hermano Raúl de la construcción del primer puerto comercial de Arica en los 60. Sí, la misma ciudad que veinte años antes habían visto desde la cubierta del viejo carguero con los ojos húmedos después de 30 días navegando en alta mar. En la embarcación también viajaban Leopoldo Castedo, reconocido historiador que acabó trabajando en la Biblioteca Nacional de Chile; el pintor José Balmes, que fue galardonado en 1999 con el Premio Nacional de Artes Plásticas, o Carmen Machado, la sobrina de los poetas Antonio y Manuel. Y, por supuesto, Roser Bru, que desembarcó con su familia en Valparaíso en el 39 con 16 años y hoy está considerada como una de las figuras más influyentes de la historia del arte moderno chileno, tras exponer sus cuadros en los museos más importantes del mundo, como el MoMA de Nueva York.
Roser Bru se siguió viendo durante años en Santiago con Lola. Concretamente, en el Centre Català, que los exiliados provenientes de la región convirtieron en un punto de encuentro habitual para conversar y ponerse al día. Con idéntico propósito se fundó el Centro Vasco, o el Centro Republicano, ubicado en el Café Miraflores de la misma capital. "No dejamos que el vínculo se perdiera. Éramos como una gran familia. Con algunas personas que conocí en el Winnipeg seguimos quedando incluso cuando ya habíamos vuelto a España", precisa Lola.
En su caso, regresó a casa en 1963, por decisión de su padre. Para ella, tal vez demasiado pronto. "Yo fui la más perjudicada, porque toda mi juventud, mi carrera y mis amigos estaban en Chile", señala. Instalada en Santiago, la familia se mantuvo durante años gracias a una bodega de vinos, Viña Santa Lucía. Ella se apuntó a la universidad. No solo eso: con el tiempo, se convirtió en la primera periodista titulada chilena, al presentarse y aprobar junto a otros dos compañeros los exámenes de la Escuela de Periodismo, creada hacía poco. Admite que aquellos años intensos y apasionantes siguen muy frescos en su memoria: "Como suelen decirme, yo soy más chilena que los porotos, porque me eduqué allí, y me sigue pareciendo un país maravilloso". Ha vuelto en varias ocasiones. En una de ellas, cumplió un sueño: que sus hijos, catalanes, conocieran la tierra en la que creció su madre.
El Winnipeg dejó atrás el puerto de Pauillac hace 84 años. Aquel día de agosto, cuando el barco acababa de levar anclas, Neruda abrió su cuaderno y le dedicó unas palabras: "Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie". Para Laura Martel, pese a que nadie haya sido capaz de borrarlo, se tiene menos presente de lo que se debería, sobre todo en España, donde muchos ni tan siquiera saben que existió. El poema del Winnipeg, un antídoto contra el dolor. "Es un episodio que aquí se conoce poco, pero porque en este país, por motivos absurdos, hay una parte de la sociedad que no quiere oír hablar de nada que esté relacionado con la guerra civil", dice la autora. Para ella, solo hay un remedio para combatir ese silencio: "Contar la historia una y otra vez, y otra más, hasta la saciedad, de todas las formas posibles". Es lo que seguirá haciendo.
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