madrid
Algunas editoriales españolas no dudaron en boicotear la política económica de la Segunda República durante la guerra civil. Las capitales del libro, Barcelona y Madrid, quedaron en la zona roja y fueron incautadas o colectivizadas. Gestionadas por comités obreros, los empresarios se exiliaron en el extranjero, huyeron a ciudades en manos del bando nacional, perdieron el control de sus empresas o, en el mejor de los casos, tuvieron que compartir su administración. Desde 1936, se marcaron como objetivo el mercado americano, una forma de burlar el intervencionismo estatal.
"América cobró gran importancia en el contexto bélico, aunque fue una salida casi obligada para los editores, quienes usaron distintas estratagemas para impedir que los beneficios fuesen a parar al bando republicano", subraya Ana Martínez Rus, autora del ensayo Artillería impresa (Comares), donde relata su sistema para quedarse con las mayores ganancias posibles. "Los propietarios que tenían depósitos o filiales en países iberoamericanos crearon empresas paralelas y, con la ayuda de empleados leales, ingresaron el dinero de las ventas en cuentas extranjeras e incluso en la España dominada por el bando nacional", añade la historiadora.
Gustavo Gili, militante de la conservadora Lliga Regionalista y temeroso de los excesos revolucionarios, defendió la causa franquista y envió a su hijo a París para que gestionase las ventas en América sin trabas ni presiones. "Los negocios son más difíciles cada día que pasa: tenemos bloqueadas las cuentas [...]. Las ventas de libros en España son nulas o casi nulas, y [...] no puedo cobrar ninguna factura. Tengo que vivir solo de lo que me venga de América", escribía en septiembre de 1936 en una carta donde se quejaba de que los sindicatos se habían incautado de las editoriales Sopena, Salvat, Gallach o Juventud.
Sin embargo, Gustavo Gili, al que Ana Martínez Rus califica como "un editor quintacolumnista en la Barcelona de la revolución", llegó a financiar al Socorro Blanco, una red de apoyo a combatientes, presos y familiares franquistas. Fue detenido en marzo de 1938 por el espionaje del Gobierno legítimo y encarcelado en Barcelona, aunque apenas estuvo unos meses en prisión gracias a las peticiones de libertad por parte de exponentes republicanos y editores extranjeros. "Encarnaba a la industria y a la burguesía catalana, por lo que actuó así como mecanismo de defensa, pues temía la represión en la retaguardia", explica.
El editor se vio afectado por la congelación de las cuentas bancarias, la supervisión de las divisas y la creación de un comité obrero, aunque siguió conservando la gestión de su editorial, una muestra de la buena relación que había mantenido con sus empleados. Jugaba, de alguna manera, a dos bandas, pues "en su correspondencia al extranjero contaba sus penalidades para beneficiarse, en el caso de que ganase Franco, de las recompensas de la victoria". Una forma de justificar que había sido forzado a trabajar para los republicanos, pero que su corazón y su cabeza estaban con el otro bando.
"Los editores justificaban que se vieron obligados a crear sucursales independientes en América, debido a las dificultades de la guerra, para poder continuar editando. Sin embargo, tenían otra finalidad: boicotear la política económica republicana e impedir que los beneficios llegasen a los nuevos gestores de las empresas", matiza Ana Martínez Rus, quien deja claro que fueron beneficiados por la política bibliotecaria republicana, que supuso una gran compra de libros. "Sin embargo, como hombres de negocios, la metamorfosis que había provocado el efecto de la revolución en la guerra los atemorizó e hizo que se decantasen por el bando franquista".
Así, Joaquín Sopena, gracias a su representante en Buenos Aires, Joaquín de Oteyza, desviaba los ingresos de su editorial a una cuenta bancaria en Burgos, la capital franquista. "En su correspondencia, usaban una triquiñuela: escribir la palabra rompa, una clave para no tener en cuenta las indicaciones del comité obrero y así evitar que los beneficios recayesen en los nuevos gestores", comenta la profesora de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense. Espasa Calpe llegó a vincular la sucursal de México a la de Argentina con el mismo propósito e imprimió libros en América para exportarlos a la España franquista.
¿Podríamos decir que la industria editorial financió al bando nacional? "Eso fue una decisión personal de cada empresa y de cada empresario. Sospecho que varias editoriales financiaron a los franquistas, pero todavía queda mucho por investigar y es necesario hallar pruebas documentales, aunque los casos de Gili y Sopena no son aislados", cree Ana Martínez Rus, convencida en cambio de que la estrategia diseñada en torno al mercado americano no solo responde a una cuestión de "supervivencia", sino también a la incautación de sus compañías y a "un intervencionismo propio de un país en guerra".
"Afirmar rotundamente que apoyaron al bando franquista sería una interpretación simple, porque la situación fue mucho más compleja. Ante la pérdida del control de sus editoriales, consideraron que sus intereses estaban muy lesionados, algo que no ocurriría si estuviesen en la zona franquista, porque ahí no sucedió un fenómeno similar", matiza Ana Fernández Rus. De hecho, los nacionales tuvieron que improvisar una red de imprentas y talleres tipográficos, desperdigados por varias ciudades y con ediciones de peor calidad, ya que las grandes editoriales estaban en Barcelona y Madrid, bajo dominio republicano.
No obstante, las argucias de los editores provocarán dos paradojas. Por una parte, boicotearon el intervencionismo republicano, pero el franquista no se quedó atrás. "El sector editorial va a ser uno de los grandes perjudicados, puesto que tuvieron que rehacer por completo sus catálogos para evitar la censura de la dictadura, renunciando a títulos exitosos", añade la autora de Artillería impresa. "Los editores podrían ser considerados gente de orden, conservadores y vinculados a la derecha política, pero también van a sufrir la maquinaria franquista represiva", deja claro Ana Martínez Rus.
En 1939, por ejemplo, Gustavo Gili tuvo que eliminar de sus libros las referencias a la responsabilidad de los rebeldes en el asesinato de Federico García Lorca. "Aunque creía que los franquistas lo iban a liberar de los cenetistas y de los cooperativistas, en su fuero interno era consciente de que el franquismo también obstaculizaba su negocio. Lo que vino tras la guerra civil no fue mucho mejor para los editores, aunque antes pensaban que su negocio y su vida estaban en peligro, sobre todo durante el terror caliente del verano de 1936".
La segunda paradoja es que, además de la guerra, la censura franquista potenciará el desarrollo de la industria editorial española en el extranjero. "Las filiales ya eran productivas, pero las trabas del régimen aceleran el proceso", concluye la historiadora. Es decir, algunos libros prohibidos en nuestro país comienzan a reeditarse en América, donde también ven la luz nuevas obras de autores proscritos. "Por una parte, ven que es un negocio. Por otra, acogen a los escritores huidos en sus catálogos y dan trabajo en el sector a muchos exiliados". La pela es la pela, por lo que las editoriales, terminada la contienda, juegan de nuevo a dos bandas.
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