lugo
Actualizado:Cada una de las dos temporadas de Jul til hjem, una miniserie noruega que ofreció Netflix durante el invierno pandémico pasado, comienza en el primer domingo de Adviento. En el 2020 de la covidia, el primer domingo de Adviento fue el 29 de noviembre. La fecha es importante en toda la tradición cristiana. Del mundo luterano, por la vía del Lidl, nos llegaron hace como quince años esos calendarios de chocolate; hoy hay quien jura que llevan con nosotros toda la vida.
Con eso de haber nacido a cien kilómetros de Bilbao, mi domingo de Adviento auroral no fue un domingo, sino un viernes. El 3 de diciembre. Después de comer. Salí a pasear bajo los copos de la primera nevada estacional y busqué la salvaje compañía de las amigas del podcast Café Derby 21 y de Iria Veiga, psiquiatra y divulgadora científica, nuestra Raínha Vermell del Galituíter. Se hizo noche. La conversación me calentó el corazón.
La importancia de los apegos. Cómo hay quien enferma de tristeza y de soledad mientras todo se derrumba a su alrededor. Seguía nevando. Los operarios de la empresa Electromiño probaban las luces de navidad, mientras la gente de Lugo regresaba a los bares y a las terrazas, que llevaban cerrados desde poco después de San Froilán.
La Navidad comienza en los escaparates el mismo día de Difuntos, justo cuando los comercios retiran las calabazas y los murciélagos y comienzan a colocar ramas de acebo y luces espasmódicas. En esta parte del país, nos sabemos en temporada en el puente de las matanzas –también conocido como puente de diciembre– y con la apertura oficial del belén de Begonte, que, en aquella ocasión, además de electrónico, fue virtual: cerrado a las visitas de escolares, asociaciones de pensionistas y colectivos parroquiales de toda Galicia que se venían acercando al nacimiento chairego en su casi medio siglo de existencia.
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Arranca la Navidad en Televisión Española y en Antena 3 el primer sábado en el que los romances germánicos en Cornubia, las gemelas perversas y las lanvántulas les ceden lugar en las sobremesas a los telefilmes de Hallmark; ellas con jersey rojo, ellos con chaqueta verde, ambos con sonrisas de blanco imposible, enamorándose mientras salvan un hotelito rural en lugares imaginarios de Vermont o Colorado que se llaman Chesnut Hill. Pongamos que la película se titula Salvemos la Navidad.
Había que salvar la Navidad, fuera lo que fuere. Sospechamos que el cuento iba más por la campaña comercial y de consumo que por la de las reuniones. Discutíamos sobre convites para seis, ocho o diez. Que si contamos a los niños o no, como si no fueran personas. Una, dos, tres, muchas unidades de convivencia. No las prohibimos,pero no lo hagas. Ya sabes, la responsabilidad individual. Escuchamos y leemos la palabra "allegado", que puede ser un participio, un adjetivo o un sustantivo y que a algunos les daba mucha risa. A esta cronista la voz "allegado", en castellano, le recuerda a la tía Marisa, de San Pantaleón de Aras, en la Trasmiera cántabra, que usa el vocablo con precisión quirúrgica. Cuántas veces es más familia la escogida que la sobrevenida. Y no pasa nada.
El sentimiento de culpa
Hablaba Iria Veiga en el Café Derby 21 del efecto que los confinamientos y la distancia social están teniendo sobre nosotros. Nos cargamos con las expectativas de un sistema neoliberal que nos quiere productivas y alerta. Vislumbramos con terror una cena de Nochebuena con ese primo político por parte de padre que lleva colgando de la barbilla la misma mascarilla sobada que le mandó la Xunta allá por el mes de abril. Tiende a vocear y es igual de receptivo a la idea de vacuna anticovid que Manuel Fraga a los métodos anticonceptivos de barrera. Por si fuera poco, llega sin que nadie haya preguntado por él ese viejo amigo de todas nosotras que es el sentimiento de culpa judeocristiano. No le tienes que poner plato en la mesa, pero tampoco puedes escaparte de él. Igual que a mí me pesa la decisión de no haber sobrepasado las lindes de dos comunidades autónomas para ir a la casa de mis padres, de no ver a mi hermano después de un año entero, alguna de mis amigas cogieron un tren o un autobús con mal cuerpo. ¿Será suficiente la PCR que me hicieron ayer? ¿Será verdad que no estoy contagiada y que no les voy a llevar nada? Tendemos a buscar refrendo para nuestros actos. Procuramos una y otra vez convencernos de que hemos hecho las cosas lo mejor que hemos sabido o podido, pero lo único cierto es que en estas circunstancias las certezas no existen.
Mi tía María ha cumplido ochenta años y vive sola. Nació en lo más duro de la posguerra, en el tiempo de las cartillas de racionamiento y una represión salvaje en la comarca obrera de Campoo. Está aterrorizada. Me contaba por teléfono en Nochebuena pasada que toda la gente que la había llamado para felicitarle las fiestas le habló de alguien próximo –un pariente, una compañera de trabajo, un "allegado"– contagiado. Asintomáticos. Con fiebres persistentes durante días. Ingresados en las UCI. Muertos, también. No fue capaz de poner un pie fuera para caminar los cincuenta metros que la separan de la casa de mis padres ni quiso que fuera nadie tampoco a la suya. No fue hasta el día de Año nuevo cuando se sintió preparada y con fuerzas suficientes como para compartir una comida con tres personas más. Una hora y media escasa. Con las ventanas abiertas y la calefacción a todo lo que da.
Mi antropóloga de cabecera
Parece que en el Año Nuevo el mundo luce distinto. Arañamos un minutito de sol. Aún no se le ocurriría a nadie decir eso de que ya se les nota a los días, pero sí que lo sentimos así. Al igual que la salud mental debiera ser un recurso universal para ayudarnos a soportar no la pandemia, sino la vida entera, todas precisaríamos de una antropóloga de cabecera a sueldo del Servizo Galego de Saúde. La mía me relata cómo las celebraciones del solsticio de invierno que fueron recicladas y bastardizadas, pasadas por el tamiz de las grandes religiones monoteístas y de otros cultos, para componer ese sincretismo que es la Navidad, celebran la victoria de la luz sobre las tinieblas. Un grito por la vida nueva en la tierra muerta. El revolverse contra los días oscuros, fríos y de escasez y afrontar los miedos. Las más de las tradiciones de los inviernos europeos vienen acompañadas de monstruos terribles. Demonios con cuernos, como el Krampus alpino. Gatos gigantes que comen niños. Hombres-cabra de la tierra de los sami que se llaman Joulupukki y son el tatarabuelo del Papá Noel del centro comercial Las Termas.
En el Galituíter, el espíritu navideño se aparece en forma de la ya atávica polémica sobre las supuestas intenciones perversas del Apalpador, el carbonero de las sierras orientales que les apalpa la barriga a los pequeños, ora en Nochebuena, ora en Fin de Año, para asegurarse de que han comido bien. Si es así, el Apalpador marmura un "así estés todo el año" y les deja un puñado de castañas secas y algún juguete de madera. El Apalpador no difiere tanto del Olentzero vasco ni del Esteru cántabro y parece un calco del Tientapanzas de Écija. Tal vez si en el proceso de naming hubiera triunfado la denominación de Pandingueiro, no existiría tal debate. De tener una antropóloga de cabecera como la mía, ella os podría contar cómo el hecho de haber comido hasta reventar responde a la convicción de que en un cuerpo satisfecho no puede entrar ningún mal, ni siquiera la muerte. En Romeiros do Alén, Marcial Gondar hace memoria de las comilonas de los velatorios, un rito que trasciende el hecho de calmar el hambre y que responde a reivindicarse como parte de la cuadrilla de los vivos. Es, al mismo tiempo, un conjuro protector: ojo, que en los huecos puede entrar el aire del difunto.
Quizás esta pandemia de nuevos viejos miedos recupera en algún rincón escondido de nuestro bosque de cromosomas –que diría Olga Novo– la memoria de lo vulnerables que fuimos a la oscuridad y a los fríos y a la tierra muerta de los inviernos no hace tanto tiempo. Y así, con la muerte y la enfermedad de cuerpo presente, evidentes como no recordábamos desde hacía décadas, nos lanzamos a cocinar, panificar y hornear en lo más triste del confinamiento. Hartas, mucho. Empachadas, por supuesto. Vivas, por favor.
Ahora que sabemos que comer hay que comer, casi por mandato, la mañana de Nochebuena en el supermercado es un sinparar de señoras –sí, debe haber dos hombres también: not all men– haciendo compras de última hora y una fila considerable en la pescadería. No quedan cigalas. Seis cigalas contadas. Poco menos de un kilo de gambones. Dos rapes, no muy grandes. Merluza y almeja fina del país. Tanto las que estamos de un lado como del otro del mostrador, pero con la boca pequeña al principio, reconocemos que es un cierto alivio no tener que preparar comida para tanta gente ni recoger y limpiar todo después. "Ya fue un descanso no hacer la fiesta de la aldea en agosto y tampoco echo de menos estar exclava de la cocina en Navidad, lo que echo de menos es a mis hijas y a los nietos", sentencia una de nosotras. No tengo pruebas ni dudas de que todas las demás esbozamos una media sonrisa baja la mascarilla. Con todo, las recomendaciones sanitarias de que cocine una única persona, que ponga también la mesa y recoja al finalizar, tampoco dejaban una estampa muy colaborativa para la Navidad covídica.
El espejismo de una apertura perimetral
El día de los Santos Inocentes –habría que abordar por qué buena parte de la gente que insiste en la turbidez del Apalpador considera apropiado hacer bromas cuando se conmemora una matanza de niños–, las gentes de Lugo recibimos la buena noticia de que los datos epidemiológicos permiten una apertura del cierre perimetral, sin almendra, que nos ceñía desde octubre. Como si ya nosotros intuyéramos que iba a durar poco el levantar fronteras – spoiler: dos semanas escasas–, apostamos por quemar el 2020 en la Terra do Medio. Justo antes de emprender el viaje, quedaban cuatro vehículos en el área de autocaravanas en el área de autocaravanas del Parque Rosalía. Tres están vacías a esa hora. En la cuarta, un señor de Lugo dice que solamente la había movido para limpiarla y airearse un poco, que no está por la labor de recibir al 2021 con vistas al puente romano desde la explanada del Pabellón Municipal. Una de ellas lleva estacionada varios días. Mucho he cavilado sobre si alguien viviría en ella, de manera permanente o temporal, por haber sido desahuciado, expulsado del sistema, en el año de la pandemia. Me propongo regresar a la vuelta, para ver quién puede dar respuestas a las preguntas, pero ya no estará la caravana aparcada en el mismo lugar.
El día de Año Nuevo renunciamos a los valses vieneses y a los saltos de esquí por la televisión para cumplir con una de las tradiciones más reconocibles en la Terra do Medio, que es acudir a la feria del 1 de Monterroso. La cita aparece en el almanaque labriego del Mentireiro Verdadeiro de la TVG en el capítulo de las ferias del mes, no de las anuales, como la de Santos, que en sus más de setecientos años de existencia únicamente se había visto suspendida durante la pandemia de gripe de 1918 y en este año de la covídia.
La feria del primero de enero alguna vez fue salir a darlo todo a Melide –básicamente al Trece y al Gatos, como cada finde– y compartir el bus con las vendedoras de quesos y gallinas para ir a desayunar los churros –o pulpo y carne ao caldeiro– a Monterroso. En este día inaugural de 2021 quiere nevar y la Cúpula, un espacio multiusos de la villa más de ficción distópica que de peli alemana de sobremesa, ofrece el aspecto más desolador que han visto estos ojos. Son poquísimos los puestos. Está el periodista Pedro Rielo, con el equipo de directos de la Televisión de Galicia. Una mujer que viene de Moreda, en Palas de Rei, con quesos y mantequilla, cuenta que en esos nueve largos meses de estados de alarma, cierres y toques de queda tiene que acudir a cinco ferias para hacer lo que solía ganar en una sola. "No veo el día de que me llamen del ambulatorio para ponerme la vacuna", dice. "Pero esto no va a acabar tan pronto".
La primera de las infodemias
Ya antes de que Italia empezara con los confinamientos en Europa, instituciones como el Massachusetts Institute of Technology (MIT) se referían a la del coronavirus como la primera «infodemia» en redes sociales que enfrentaba la humanidad. Contaban Karen Hao y Tanya Basu en la revista del MIT en febrero de 2020 que la crisis sociosanitaria de la Covid-19 iba a esparcir informaciones y desinformaciones a una velocidad y a través de una variedad de medios nunca conocida. Un informe de la agencia pública estatal SINC, firmado por Sergio Guinaldo, señalaba en noviembre que en la medida en que el número de infecciones comenzaba a incrementarse, las informaciones procedentes de fuentes "creíbles" se volvían más dominantes en redes sociales cómo Twitter. A pesar de destacar cómo la infodemia ha contribuido al pánico colectivo y a hacer más visibles los mensajes acientíficos de negacionistas y antivacunas, Hao y Basu inciden en que, en el contexto confinado y distanciado, las redes sociales sirven también para crear comunidad. Un espacio para tejer redes, sí, pero también de «luto colectivo».
Si miramos hacia dentro, María Yáñez publicaba en Vinte un reportaje del inicio de la tercera década de la cibercultura en Galicia y sobre cómo, por ejemplo, las menciones autorreferenciales a la Galituíter de la comunidad que tuitea en gallego habían pasado de algo menos de setecientas en el 2019 a 3.400 en el 2020 pandémico, en un crecimiento exponencial nunca antes registrado. El 31 de diciembre, unas pocas horas antes de que Ana Peleteiro y Xosé Ramón Gayoso dieran las campanadas de Año Nuevo desde la Praza do Obradoiro de Santiago para Galicia entera, pudimos asistir al de la gala de Fin de Año de los Premios Galituíter a través de e Twitch, la red social que con Tik Tok ha ganado más protagonismo en los últimos meses.
La nieve antes de la nieve: bienvenidas a Baleira Beret
Compartimos en Instagram fotografías de nevadas y heladas. Los termómetros congelados a diez bajo cero en Calvos de Randín y las nieblas perpetuas sobre el lecho del Miño. Contaba a principios de enero en Twitter el periodista Modesto do Río que la historia que más le había llamado la atención había sido la de la familia de Vilagarcía, padre, madre embarazada y un niño –ojo a las reminiscencias–, que fueron al Xiabre para ver nevar –finalmente no cayó ni el primer jirón– y quedaron atrapados en el hielo, de manera que tuvo que rescatarlos la Guardia Civil, multa mediante, ya que se habían saltado el cierre perimetral y estaban en el término municipal de Catoira. Puede que no nevase aquel día en el Xiabre, pero en las montañas orientales de Galicia de las que por lo visto procede el Apalpador, la Navidad –también las semanas de antes y las de después– fue blanca y con carámbanos, como en un decorado de los telefilmes de Hallmark.
Faltaban diez días para que cayera la furia de Filomena sobre Madrid y ya acumulaban en A Fonsagrada, en Cervantes y en Pedrafita tres semanas en blanco. Se lamentaban en Manzaneda por no tener abierta la estación de esquí. En O Cebreiro, la principal puerta para los peregrinos a Compostela desde que el cura Elías Valiña comenzó a pintar flechas amarillas en los noventa, volvió el frenesí de los bautismos de nieve, del alcalde, José Luis Raposo, al rescate de visitantes atrapados en los angostos caminos y de la chavalada rodando entre las pallozas milenarias. Es una costumbre de la Galicia apenovita acercarse hasta los interiores del país por la A-6 para que las niñas vean por vez primera caer los copos y conozcan los rigores del invierno interior. En la pasada Navidad, la primera de la pandemia, no hizo falta alcanzar las cumbres del Mustallar ni del pico Tres Bispos. Ni siquiera Piornedo. Ya al lado de Lugo, en Castroverde, la nieve perduró bastante tiempo. Los prados en pendiente de la Vaqueriza, en Baleira -vacía, en gallego- Beret, acogieron carreras de trineos, que no de zorras –zorra significa trineo, en gallego- con mucho más poder de convocatoria que muchas de las cabalgatas estáticas que los protocolos anticovid impusieron en villas y ciudades.
Antes siquiera de darte cuenta, se había ido una Navidad sin Feira do Capón de Vilalba, ni villancicos de Reyes ni besos ni abrazos. El aire helado del nordeste avienta cierto runrún de que hay que salvar las rebajas y el Sa Valentín. El Carnaval y la Semana Santa. Salvemos el verano. Y el Xacobeo, que durará dos años (por lo menos), con el visto bueno del Papa de Roma. Los operarios de Electromiño retiran el alumbrado ornamental en la Praza Maior y, como poseída por el espíritu de Abel Caballero, habrías querido que las dejaran puestas unas semanitas más. Por lo menos, hasta marzo. O, mejor, hasta que estuviera vacunado ese 70% de la población que hace valer la inmunidad de rebaño. Luces que nos den calor en las tinieblas del invierno pandémico.
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