A Coruña
Actualizado:El primer recuerdo que tengo de un desastre ecológico es una paliza. Una paliza épica, de película clásica. Media decena de hombres en un cuartito sacudidos a puñetazos, coces, a culatazos e incluso rompiéndole a alguno una silla en la espalda. El cuartito era el retén del cuartel de la Guardia Civil de Quiroga, y yo era uno de aquellos desafortunados pescados a lazo mientras desfilábamos ante el cuartel —no era ninguna provocación, era que pillaba de camino desde el campo de fútbol, donde comenzó la cosa, con los futbolistas encabezando la fila, hasta el centro de la villa— en una protesta masiva contra la pretendida instalación de una celulosa en el Sil.
Tan masiva que fue la gente, avanzando hasta el cuartel, quien nos sacó de allí, después de la paliza y de un interrogatorio de urgencia en el que prácticamente la única pregunta era si no era cierto que nos había mandado ir allí Manuel María. No era cierto, y lo dije con cara de tonto, mientras interiormente protestaba porque nosotros éramos un grupo independiente de agitación que nos juntábamos en los bares, no unos mandados. Nos dejaron libres, pero tardé unos días en poder vestirme solo, y nos cayó una multa de 50.000 pesetas (el alquiler del piso en Madrid eran 6.000, en conjunto, no cada uno). Cuando dieron una amnistía porque habían hecho rey a Juan Carlos o algo así, llamaron del Gobierno Civil a casa para que fuera a recoger lo antes posible el dinero, porque la funcionaria correspondiente tenía miedo de tener tantos billetes en el cajón. El caso es que hoy en Quiroga no hay ninguna celulosa, de la misma manera que no hay central nuclear en Xove.
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Quizás por aquel éxito siempre me sumerjo con una mezcla de entusiasmo y espanto en las catástrofes. O porque, para los que no cubrimos conflictos bélicos, los desastres de este tipo —una mezcla apresurada y desigual de naturaleza desatada, estupidez institucional y solidaridad de la gente— es lo más parecido que hay a ser corresponsal de guerra. No me cogió el naufragio del Urquiola, el petrolero que se hundió entrando en el puerto de A Coruña, rajado por una aguja de piedra que no estaba en los mapas (sí cubrí muchos años después la voladura de la aguja), y que fue lo que proporcionó las primeras imágenes para el imaginario de las grandes catástrofes ecológicas en Galicia, con el humo negro planeando sobre toda la ciudad. El Casón, aquel mercante chino con bandera panameña que se estampó en O Rostro, en Fisterra, ya me pilló trabajando.
Para ser más preciso, me pilló durmiendo. Muy dormido, porque eran las doce del mediodía, pero era sábado (5 de diciembre) y estamos hablando de los alegres 80 (1987, en concreto). Por entonces yo andaba de guionista de Gayoso, en la TVG (El vecino del jueves, su primer programa) y también era corresponsal de El País. Fue Juan Francisco Janeiro, uno de los muchos jefes que tenía, quien me despertó con el teléfono. "Hay un barco chino en apuros en Fisterra", dijo con su habitual economía expresiva. "¿Es grave?", intenté escapar del destino. "De momento, cinco muertos". "Muertos" es una palabra mucho más efectiva que el café cargado a la hora de desperezar a alguien que vive de contar cosas. Supe que estaban trayendo a los supervivientes a la base de la Cruz Roja del Mar, en el dique de abrigo de A Coruña, y se me ocurrió llamar al primer restaurante chino que venía en la guía telefónica (entonces no había muchos en A Coruña, pero había guía telefónica). Le expliqué lo que quería a quien me cogió, Chan, que así se presentó. En la Cruz Roja pasamos a donde estaban los supervivientes gracias a él. "El periodista que se quede fuera, el chino que pase", dijeron con malos modos. "Yo soy el chino de este señor", contestó él, todo digno.
No nos sirvió de mucho, a ninguno. Después de un intercambio de frases, Chan se volvió decepcionado hacia mí: "No les entiendo muy bien, son chinos de interior". Efectivamente, eran chinos del interior, y posiblemente no sabían que tirarse al mar con aquellos chalecos salvavidas rígidos desde lo alto de la borda del enorme mercante era como ahorcarse. El cuerpo agujereaba el agua, pero el salvavidas aboyaba y retenía la cabeza. Los 23 muertos lo fueron por esta causa, por romperse el cuello, y por hipotermia. Sólo sobrevivieron ocho. De todas las catástrofes, marítimas y terrestres que presencié, aquella fue la más surrealista con mucho. Quizás porque los 23 muertos no tenían aquí viudas, ni hijos, ni ningún pariente (los repatriaron, a vivos y muertos, a toda prisa, antes de que fueran interrogados sobre las causas del accidente). El protagonismo se centró enseguida en el barco y en su misteriosa carga. Porque el encallamiento, a día de hoy, tiene poco misterio.
A la altura de Fisterra, el barco sufrió un incendio a bordo provocado por las explosiones de unos bidones de sodio en contacto con el agua de mar que barría la cubierta. El sodio, en contacto con el agua, genera sosa cáustica e hidrógeno, altamente explosivo. El incendio no fue gran cosa, y con el mar ya en calma, el carguero fue dejado ir hasta la costa —cuando no enfilado: entró como en un sendero o corredor entre las piedras y allí se quedó, en una cama de arena— por el remolcador contratado por Marina Mercante, el Remolcanosa 5. En el Prestige se dio una maniobra parecida. El Ría de Vigo, también de Remolcanosa, miró para otro lado hasta que la armadora del petrolero y la empresa de salvamento Smit Salvage hubieron llegado a un acuerdo que incluía también al remolcador vigués. Siempre rinde más un salvamento que una ayuda. En algunas fotografías se ve cómo había hasta una representación oficial —un uniforme de Marina— entre los que vieron cómo el barco era conducido a la costa, en una dirección distinta a la que lo llevarían el viento y las corrientes.
Las autoridades eran económicas con la verdad, y cometieron todos los errores posibles a la hora de comunicarla. Les llamamos autoridades para simplificar, pero entre aquella Xunta precaria en cuya Presidencia acababa de aterrizar Fernando González Laxe, el Gobierno central de Felipe González, que poco cariño le tenía, y las Comandancias de Marina, militares, que aún mandaban mucho, si ya no reinaba precisamente la coordinación, no digamos la armonía. Cuando el manifiesto de carga fue dado a conocer —a mí me lo habían leído, en una de esas filtraciones oficiales, en los primeros momentos— se vio que contenía la misma variedad que un comercio de los chinos que hoy se puede encontrar en cualquier calle, pero en productos químicos. De ácido sulfúrico a adhesivos, de cemento líquido a anilinas de peligrosidad varia.
La verdad, la información que se daba en la capital (la capital era Santiago, A Coruña o Madrid) era tan escasa como la que por allí teníamos. Aunque habíamos visto un bidón rotulado con la clase 7 no había Internet ni mucha gente a mano para consultar el Código IMDG (Código Internacional de Mercancías Peligrosas) y comprobar que indicaba que contenía materiales radiactivos. La comisión del Congreso que luego investigó en el asunto señaló que posiblemente nadie llegó a saber nunca todo lo que contenía.
Lógicamente, al no tener información, la gente temía lo peor. Cada declaración de tranquilidad era recibida con tensión de cuerpo y mente. En la memoria estaba Chernobil, y nunca vino nada bueno por la carretera de A Coruña. Los periodistas hicimos lo que pudimos. No había computadoras, ni teléfonos (yo mismo, por no tener, ni automóvil) y el teléfono más próximo a la punta de O Rostro, donde estaba clavado el barco, era el Bar Santalla.
Casa de información (no era un centro de prensa, se llamaba así antes, porque mucha gente preguntaba dónde quedaba Fisterra), una cantina con un único teléfono. Hasta que llegaron las unidades de radio y televisión móviles, tres o cuatro días después, tuvimos que distribuir la línea entre todos para dictar las crónicas de prensa, entrar en los informativos de las radios y recibir órdenes.
Desgraciadamete para los que tenían que informar en cada boletín horario, el Bar Santalla quedaba a más de media hora de camino del Casón, con lo que era prácticamente imposible ir, enterarse de algo y volver a contarlo. De hecho, se le daba pábulo la cualquier cosa. Un colega soltó por la radio que estaba previsto reflotar el carguero por el método de llenarlo con pelotas de pimpón. No sé si habría dado resultado, pero el trasiego de pelotas hasta allí hubiera sido épico.
Tampoco es que la gente de la Costa da Morte estuviera muy pendiente de los medios de comunicación. Por ejemplo, el periódico de la capital de Galicia llegaba a Fisterra sólo los martes y los jueves. El público tenía que hacer sus propias noticias falsas. Obviamente, vivíamos allí. Y no solo yo, que dependía de Autos Finisterre o del autoestop para ir y venir, al igual que mi admirado Michael Herr (autor de War Offices y luego colaborador de Coppola en el guión de Apocalyse Now) en Vietnam. Dejé a Gayoso abandonado a su suerte, con su aprobación, y de allí nos fuimos de Fisterra al Hotel Hórreo de Corcubión, que era la sede de las autoridades, de día, y por la noche bebíamos y jugábamos al billar en los pubs. Situación de calma tensa, que se dice. Con líderes y la sociedad local, como el alcalde de Corcubión, Rafael Mouzo, pidiendo explicaciones, y las fuerzas vivas lanzando balones.
En la memoria, me parece que pasaron por lo menos quince días más, pero habían pasado solo cinco del naufragio, el 10 de diciembre, cuando el temporal cogió aliento y las olas llegaron otra vez a los bidones de sodio y comenzaron las explosiones, con alguna deflagración. Eran más aparatosos que efectivos (aquellos que habían causado el incendio inicial ni siquiera rompieron los cristales del puente de mando), pero fueron retransmitidos en vivo por la TVG y fueron suficientes para que la población de Fisterra y la mitad de Costa da Morte miraran hacia el cielo con mucha más ansia y preocupación que la de ver qué tiempo haría el día siguiente.
Aunque no se lo he presentado, el entonces –y durante muchos años– delegado del Gobierno en Galicia, Domingo García Sabell, declaró algo posiblemente cierto: que no se conocía la toxicidad de las emisiones, pero que por si se diera el caso de que el humo fuera tóxico, mejor evacuar. Este tipo de advertencia es de agradecer en la lógica médica –"ese bulto no parece malo, pero es mejor hacer algunas pruebas"-, pero es fatal en la comunicación social. Después de intranquilizar a la población, el delegado del Gobierno anunció el envío de trecientos autobuses, que podrían llegar a setecientos si fuera necesario.
La gente en la Costa da Morte y en toda la Galicia rural puede no saber de toxicidades y de productos químicos chinos, pero sí de logística de autobuses de línea, y juntar trescientos, de setecientos ya ni hablamos, no se hace así porque sí, y en poco tiempo, si no pasa nada. Tres horas después, el Gobierno anunció que había analizado bien las cosas y que no había peligro. Era como lanzar el cohete al inicio de las fiestas, pero no precisamente para bailar.
Residentes de Fisterra y O Pindo, de Corcubión y Cee, de Muxía y Camariñas, salieron de casa y cogieron el coche –algunos, el barco– en una huida desordenada hacia el interior. A pesar de las malas condiciones de las carreteras de entonces, a pesar del caos, la noche y los trescientos teóricos autobuses que tenían que venir en dirección contraria, hubo un montón de atascos, pero ningún accidente. De milagro: en la evacuación de Camariñas, alguien se dio cuenta a la altura de Vimianzo de que faltaban diez vecinos conocidos. Idas, venidas, llamadas, preguntas, hasta que el dueño del Vía Rápida, el bar-casa de apuestas de la villa, recordó que había un camión frigorífico desconocido que había estado estacionado durante tres horas en la plaza. Lo abrieron y allí estaban los diez hombres, ya semicongelados.
Aquella tarde noche del 10 –era jueves, el día del programa– fue precisamente cuando encontré un flete para acercarme a Santiago y cumplir con Gayoso. Un caso de mala suerte. Vimos estupefactos toda aquella polvareda en el control de informativos, y luego salimos hacia A Coruña en su coche. En el camino íbamos escuchando la radio. Por ejemplo, Antena3 Radio ("la radio bien hecha", fundada en 1982, terminó siendo accionista de A3TV y absorbida por la SER). A esa hora, el programa que había era el de los deportes de José María García –y ningún corresponsal en Galicia– y escuchamos cosas como ésta: "Me llaman de mis queridas aldeas gallegas gente que dice que hay niños con llagas en la cara". Nos dirigimos al Pabellón de Riazor, uno de los lugares de acogida de los refugiados de aquella nube tóxica que no lo era.
La explanada frontal estaba llena de coches de la gente que había ido llegando. Muchos estaban dentro o de pie, escuchando noticias de radio. Muchos que siempre escuchaban a esas horas el fútbol visto por García, y que querían volver a meterse en el coche y regresar. Gayoso y yo intentamos tranquilizar a algunos diciéndoles que lo de las llagas era mentira, y que eran babosadas de alguien que, tal vez por primera vez, no sólo no tenía una idea de lo que estaba hablando, sino también alguien que le gritaba para que buscara información. Lástima que, entonces, Gayoso no fuera el Gayoso posterior, nuestro Gayoso. Su carisma habría sido bien útil en aquel momento.
Volví a ver el pabellón de Riazor lleno de refugiados dos veces más. La segunda fue exactamente cinco años después, cuando el Mar Egeo se espetó contra la Torre de Hércules (contra los acantilados sobre los que se alza), y el humo del petróleo ardiendo obligó a desalojar muchas casas en Monte Alto. La tercera, cinco años más tarde, cuando el monte de residuos urbanos que fueron creando A Coruña y su entorno en Bens se desplomó, y hubo que acoger, por bastante más tiempo, a los residentes de O Portiño, gitanos que en su mayoría vivían de lo que cogían aquello que los otros coruñeses rechazaban. No está mal, tres veces en diez años.
La marea negra del Mar Egeo (en realidad, el Aegean Sea, pero de tanto citarlo le fuimos cogiendo confianza), fue la primera catástrofe ocurrida en democracia, con las autoridades bajo escrutinio, no ya ciudadano, pero por lo menos de los medios, y en la que las imágenes servían de denuncia de las causas, y no un rosario lírico de lágrimas sobre la naturaleza mancillada por la desgracia. Recuerdo a todos los periodistas que se pusieron de pie y dejaron una de las ruedas de prensa de las autoridades (una de aquellas en las que Paco Vázquez también intentó tranquilizar a la ciudadanía: "Pueden estar tranquilos, que el humo va a Ferrol") cuando el alcalde recriminó algo a una compañera, creo que de El Correo Gallego. Este clima en los periodistas de ser consciente de tus derechos (de empoderamiento, en la jerga sociopolítica actual) porque a su vez eres consciente del rol de servicio público que tienes, y que te están reclamando, se repitió cuando el Prestige, aunque en ese momento en Madrid las direcciones de los medios ataron las riendas más cortas.
Volviendo al 87, al final, la gente de la Costa da Morte retornó a sus casas. Se estima que fueron 12.000 personas las que escaparon hacia Santiago, A Coruña, Noia, o allí donde tuvieran parientes. Yo también volví a Fisterra, a hacer esos reportajes tangenciales al tema que tanto distraen: en esta zona nunca se comió tanto pescado congelado, el primer carnaval del Casón en Fisterra, el primer aniversario. La vida siguió y uno de los holandeses de la empresa Smit Tak que había venido a estudiar el salvamento del barco (sí, la que luego sería Smit Salvage, que se encargaría del submarino ruso Kursk, del Costa Concordia y del Prestige) acabó casándose con la cajera de un súper de la zona. Igual que, quince años después, cuando tras la marea negra de chapapote se registró un fenómeno evidente de "turismo de catástrofe", cuando el Casón hubo excursiones para ver los restos del enorme carguero, incrustado en la cama de arena donde lo había metido el Remolcanosa 5.
De sacarlo de allí se encargó un capitán de 82 años, el señor Ramón. "Sí, claro que estoy jubilado, pero me aburre andar en los bares con los viejos jugando la partida, así que le fui al Santa Cruz [Manuel Santa Cruz, entonces responsable de la empresa Recuperaciones, Desguaces y Salvamentos Santa Cruz, que había ganado la concesión de los restos del Casón] y le dije: 'Oyes, dame un barco!' Tanto le insistí que me dio esta bañera", me había contado a bordo de su gabarra, amarrada en Fisterra. Con la "bañera" y dos hombres con lanzas térmicas y sopletes de acetileno, el viejo de 82 años se encargó de hacer desaparecer, cortando trozo a trozo, la obra muerta del enorme monstruo varado que había hecho huir a millares de personas. Parece una metáfora de muchas cosas, pero fue cierto.
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