Tegucigalpa
Actualizado:Wilson Daniel Granados tiene 18 años y necesita una pierna nueva. La izquierda, la buena, sigue ahí, en su sitio, conectando su tronco con el suelo. La derecha ya no está. La pernera del pantalón cuelga y cae al vacío, como las ramas de un sauce. Para apoyarse y mantenerse de pie necesita una muleta.
Cuando Wilson nació en Santa Bárbara, un departamento minero del noreste de Honduras, tenía dos piernas, como todo el mundo. La izquierda era la que le servía para dar patadas al balón cuando soñaba con jugar en el Olimpia, su equipo favorito, uno de los principales del país centroamericano. La derecha era la de apoyo, la que le permitía correr por la banda cuando jugaba de lateral.
El joven Wilson (extremadamente delgado, todavía imberbe) tuvo dos extremidades inferiores toda su vida. En eso no es un tipo especial. Caminó, jugó al fútbol, trepó, corrió y saltó con ellas por Santa Bárbara, San Pedro Sula y La Ceiba, los lugares del norte de Honduras en los que vivió hasta que el 17 de febrero decidió probar suerte y lanzarse hacia Estados Unidos. Aquel día era domingo, la misma jornada en la que la prensa anunciaba la presentación de Fabián Coito como seleccionador hondureño.
Wilson marchó hacia el norte solo, clandestinamente, sin dinero. Como no fue en caravana, su tránsito no le importaba a nadie. Cada año, según la ONU, más de 400,000 centroamericanos atraviesan México con destino hacia Estados Unidos.
Wilson era uno de ellos. Menos de un mes después de ponerse en ruta su vida habrá cambiado para siempre.
Ocurrió el miércoles, 6 de marzo. La Bestia le dio un zarpazo y le arrancó la pierna derecha, la menos buena, la de apoyo, tan indispensable como la zurda.
La Bestia es el tren que atraviesa México de norte a sur y que se ha convertido en símbolo de la migración centroamericana hacia Estados Unidos. La Bestia es una serpiente metálica a la que uno sube bajo su propia responsabilidad. A veces tiene una velocidad endiablada. Otras, la reduce y avanza seductora, invitando a los pobres de entre los pobres a subir a su grupa para ganar kilómetros. La Bestia es traicionera. Si te duermes, si te distraes, si te tropiezas, puedes terminar muerto o mutilado. Una pierna, un brazo, una mano. Como le ocurrió a Wilson, que ahora espera en Guadalajara dos cosas: la primera, una prótesis para volver a caminar. La segunda, la manera de regresar a casa.
Una masacre en La Ceiba
“La vida es muy pillada, no hay trabajo y yo quería trabajar”, explica el chaval, todavía convaleciente. Su historia es todo lo extraordinaria que puede ser la historia de un migrante centroamericano: mucha pobreza y su buena ración de violencia. Dramática, estremecedora, jodidamente habitual.
Wilson ha pasado la mayor parte de su vida en el sector Rivera Hernández de San Pedro Sula, uno de los arrabales más violentos de la considerada como ciudad más violenta de Honduras, la que hasta hace tres o cuatro años encabezaba todos los rankings mundiales de asesinatos. San Pedro, de más de un millón de habitantes, es la segunda ciudad de Honduras, la capital industrial, el lugar menos pobre de un país muy pobre. Wilson sabe qué es la violencia porque mataron a su padre. Bueno, a su padre, a dos tíos políticos y a dos primos políticos. Ocurrió en 2015 en La Ceiba, un destino paradisíaco, con arena blanca, aguas transparentes y turistas gringos. Según Wilson, la matanza se explica por “problemas familiares”. Él estaba delante cuando ocurrió todo, junto a su mamá. Fue testigo del espanto. A su papá, sus tíos y sus primos los acribillaron a balazos. A ellos les dejaron vivir. “Está muy feo”, es lo único que alcanza a decir sobre la masacre.
Huérfano tras presenciar aquella atrocidad, el joven Wilson, con sus 14 años vapuleados, regresó a San Pedro Sula. “En Honduras hay delincuencia, pero si no te metes con ellos no tienes problemas”, dice.
Cuando uno nace en San Pedro Sula hay dos grandes motivos para huir: la violencia y la pobreza. Nacer en el sector Rivera Hernández es tener todavía más boletos para ser víctima de alguna de estas dos variables. Se trata de una barriada de calles sin asfaltar y casitas paupérrimas, de chapa o concreto. Es como si a una urbanización americana le quitases todo el revestimiento y la dejases en el chasis. Así es la Rivera Hernández, uno de los territorios en donde es más evidente el control territorial de las pandillas, las estructuras juveniles que llegaron desde Estados Unidos a mediados de los años 90 y que ahora amenazan, extorsionan y matan en Honduras, El Salvador, Guatemala y parte de México, además de Estados Unidos.
Incluso en esto la Rivera Hernández es diferente. Habitualmente son conocidas dos grandes pandillas, la Mara Salvatrucha (MS-13) o el Barrio 18. Grupos de jóvenes pobres que amenazan, extorsionan y matan a vecinos pobres como ellos. En el Rivera Hernández no son dos, ni tres, ni cuatro, ni cinco. Son seis las pandillas que se disputan el territorio. A la MS y el Barrio 18 se le suman los Olanchanos, los Tercereños, los Terraceños, los Vatos Locos. La Rivera Hernández es un Risk a escala en el que se pelea por cuatro casuchas y dos palmos de camino de tierra. Una diferencia clave: esto no es un juego, aquí los muertos son de verdad.
Trabajar por 20 euros a la semana
Wilson, a pesar de todo, dice que ni las pandillas ni la violencia tienen nada que ver en su decisión de abandonar su colonia y tratar de alcanzar Estados Unidos. Vivía con su madre, su padrastro y su hermano. Trabajaba en un taller mecánico, donde ganaba unas 600 lempiras a la semana, algo más de 20 euros, dependiendo de cómo se diese el trabajo. Con eso no alcanza para nada.
Con la decisión tomada, el joven hizo su mochila (una cobija, ropa interior, un gorro y unos guantes) y se lanzó al camino. Cada día, cientos de centroamericanos se marchan de sus casas hacia la incertidumbre. Los que tienen dinero, pagan a un coyote, una especie de guía con contactos turbios para atravesar la frontera, para que les acompañe. Los pobres de entre los pobres, como Wilson, salen a pelo. A la aventura. A jugársela en el tren.
“Aguanté frío, hambre, ¿qué más le puedo decir?”, dice Wilson. Era su primera intentona. ¿El camino? “Muy macaneado, muy arriesgado”. ¿Cómo sabía hacia dónde dirigirse? “Preguntando, preguntando”.
Hasta el 6 de marzo el relato entra dentro de los parámetros de lo normal. Dice que se encontró con algunos conocidos en la ruta, pero que él prefería seguir solo. Que cruzó de Honduras a Guatemala a través del monte. Le pidió al policía que le dejase pasar, pero los menores de 21 años necesitan pasaporte y permiso de los dos padres. El de Wilson está muerto y el trámite para demostrarlo podría alargarse mucho tiempo. Tiempo que se mide en semanas cobrando 20 miserables euros. Dice que entró en México a través de El Ceibo, zona fronteriza entre Guatemala y el estado mexicano de Tabasco. Que se subió al tren, donde vio cómo un chaval era empujado en marcha. “No quise ver el cuerpo”. Lo normal cuando uno realiza uno de los trayectos migratorios más peligrosos del mundo.
A pesar del hambre, del frío y de ver cómo un compañero había muerto en las vías del tren, todo iba bien para Wilson. Hasta el miércoles, 6 de marzo. Aquel maldito miércoles.
“Iba en las gradas (escaleras) de al lado del vagón. La mochila iba muy cargada, me pegó un rótulo de algo y me desbalanceó para abajo”. La Bestia no solo te golpea. También se aferra a ti, te tira hacia las vías, te acuchilla. A Wilson le alcanzó a la altura de Guadalajara, a 2,000 kilómetros de casa. “Se siente bien feo”, dice. “Recuerdo golpes, me arrastró, el dolor en el pie, que se me quedó dormido”. “Cuando pasó todo el tren me levanté, tras haber quedado inconsciente”.
Salvó la vida gracias a dos salvadoreños que caminaban por las vías del tren. “Me pusieron un torniquete. Me ayudaron. Me llevaron a la Cruz Verde”, relata. La Cruz Verde es un hospital gratuito al que va quien no puede pagarse otra cosa. Al menos, existe esa posibilidad. No es poco en la América de la sanidad privada. Allí fue donde le amputaron la pierna derecha, la mala, la que sigue siendo igualmente indispensable que la otra para un zurdo.
“Perdí demasiada sangre, es un milagro de dios que esté vivo”, relata el joven. Dos horas, dos horazas con sus 120 larguísimos minutos se tiró el chaval en la vía, chorreando sangre, con la pierna colgando, hasta que llegó la ambulancia. “Me metieron a quirófano, me quitaron la ropa que llevaba puesta, me pusieron un montón de aparatos. Me anestesiaron y no me acuerdo de más. Al siguiente día me levanté y ya me habían operado. Estaba muy macaneado”, relata.
Preguntar a un joven de 18 años que acaba de perder su pierna derecha qué sintió en ese momento es una ridiculez. Tras el shock, Wilson permaneció recuperándose de la operación en la Cruz Verde. De ahí pasó al albergue FM4, uno de esos lugares siempre faltos de recursos y repartidos por toda la geografía mexicana como oasis en medio de un territorio hostil. No se sentía cómodo. Por suerte, una conocida de su madre le llevó a su casa en la misma Guadalajara. Ahí espera desde entonces. Tiene dos prioridades: la prótesis y regresar a casa.
Una prótesis y volver a casa
“Al principio me sentía deprimido, no tenía esperanzas de volver a caminar, pero voy a caminar con una prótesis”, dice el joven. Cuando se encontraba en el hospital, recién operado, todo era desesperación. Logró comunicarse con su madre gracias a una doctora que le prestó el teléfono. Ahí conoció al sacerdote Alberto Ruiz, encargado de la Casa del Migrante de Guadalajara. Este, a su vez, le conectó con la Cruz Roja Internacional. A Wilson le falta una pierna y en Cruz Roja pueden proporcionarle una prótesis. Vale, no es lo mismo, pero hace la función.
“Cada año atiendo uno o dos casos así”, explica Ruiz, el sacerdote. En este caso, pudo poner en contacto al joven con el Comité Internacional de la Cruz Roja, que solo en 2018 atendió a 56 migrantes que perdieron algún miembro en su camino hacia Estados Unidos. Existe un protocolo y, si Wilson así lo quiere, tendrá su prótesis en México. No siempre ha sido así, que llega una organización internacional y se hace cargo de la prótesis y la rehabilitación. A veces, acompañar a los heridos en el camino ha sido una tarea titánica y solitaria. El religioso bien lo sabe. Recuerda que una vez tuvo que pagar de su propio bolsillo los 30,000 pesos (algo más de 1,400 euros) que costó una pierna nueva para otro migrante hondureño. “Ni él tenía dinero ni el consulado se hizo cargo”, relata.
Sí, hablamos de piernas y de cuánto cuesta un repuesto. Tener dos piernas no es algo cuantificable. Prácticamente todos nacemos con una extremidad inferior derecha y una extremidad inferior derecha. Es algo que nos viene dado. Solo la tragedia sacude hasta el punto en el que nos planteemos cuánto cuesta una pierna de repuesto. Si la Bestia te arranca la pierna derecha a la altura de la derecha aprendes que la prótesis cuesta dinero, mucho dinero, mucho más dinero del que un migrante centroamericano dispone. Y ahí entra el Comité Internacional de la Cruz Roja.
“Esto cambia tu vida. No es fácil. No es llegar al hospital y que te coloquen la prótesis”, explica Alberto Cabezas, del programa de atención a migrantes amputados del Comité Internacional de la Cruz Roja. El proceso es el siguiente: la institución se pone en contacto con la víctima y le acompaña durante toda la recuperación. Antes, durante y después de recibir la prótesis. Este será el programa que siga Wilson si así lo desea. Aunque la gran preocupación ahora del joven es regresar a Honduras. La institución de Cabezas es de las pocas que se preocupan por los mutilados del camino, vulnerables entre los vulnerables. A él le gustaría que otros sectores, públicos o privados, se implicasen. Pero en México los migrantes centroamericanos no importan. Hasta que no cruzaron en caravana y se hicieron visibles, mucha gente ni siquiera sabía que estaban ahí, que había miles de Wilsons trepando a la Bestia a lo largo de todo el enorme país.
“Ya me quiero regresar para mi país”, dice el joven. Solo, a cientos de kilómetros de su casa, sin su familia, sin su pierna.
El boleto de avión de Ciudad de México a San Pedro Sula es caro. Al menos, 15,000 pesos, algo más de 700 euros. Inalcanzable. Sus alternativas son dos. Por un lado, entregarse al Instituto Nacional de Migración (INM), presentarse como irregular, ser detenido y, posteriormente, deportado. Como violar las leyes migratorias no es delito en México, es mero trámite, pero debería pasar un tiempo encerrado en una estación migratoria. Mala idea. La otra es ponerse en manos de la Organización Internacional de las Migraciones, que gestiona programas de retorno asistido.
Wilson necesita una pierna nueva y también volver a casa. Ahora dice que nunca más volverá a intentar llegar a Estados Unidos. Quién sabe. No sería el primero que, apoyándose en su prótesis, retome el camino al norte en el que un día se dejó la pierna.
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