Visaginas
Hoy en día menudean por las redes las clásicas fotos de bronceados estudiantes europeos bañándose en verano en el lago de Drūksiai. Es difícil reconocer en esa estereotipada estampa báltica de bosques idílicos y casitas de madera la distopía atompunk en que la ciudad lituana de Visaginas comenzó a convertirse incluso mucho antes de esa noche del 31 de diciembre de 2009 en que el último reactor de fabricación soviética que había en el territorio de la UE dejó de operar. No había periodistas aquella Nochevieja haciendo cola a las puertas de la central ni doctorandos petulantes hablando de arquitectura postsoviética o bebiéndose una Svyturys en aquella discoteca amarillenta donde los chavales corpulentos se peleaban como gladiadores.
Fue con diferencia aquella noche la más lúgubre de la corta historia de Visaginas. Incluso las celebraciones del fin de año se tiñeron de una atmósfera de "fin de siécle" que lo contaminaba todo y que confería a los rostros de los borrachos el tono taciturno de un responso, lo que de hecho era: un enorme funeral en memoria de uno de los últimos paraísos socialistas creados por los apparatchik de Moscú. Bailaron y lloraron como bebés, especialmente los viejos que habían visto emerger aquel enclave de entre las brumas de un despacho moscovita y que vivieron lo suficiente para ser testigos de cómo se desmoronaba la utopía.
Fue literalmente de este modo: un tecnócrata del Partido puso el dedo sobre un hermoso bosque de coníferas situado en el Báltico y a partir de 1974, un ejército de urbanistas desplegó una de las dos alas de una enorme mariposa de jruschovkas, los clásicos edificios soviéticos de paneles ensamblados, donde debían alojarse las cerca de 40.000 personas −entre trabajadores y familiares− que precisaba la central nuclear de Ignalina. En su momento mejor, los reactores emplearon a 13.500 operarios especializados.
Se fundó en un lugar donde había cuatro aldeas, que fueron previamente demolidas. La mayor de las cuatro se conocía como Visaginas, que no fue el primer nombre del enclave, sino el que le otorgaron los lituanos tras obtener la independencia. En 1977 se le concedió el estatus de ciudad. Ésta se construyó junto a las orillas del lago más grande de Lituania, Drūksiai, el mismo que proporcionaba agua de refrigeración para la planta.
La creación de Sniečkus −así se designó al principio− se encomendó al Comité de Energía Atómica de la URSS. El diseño final corrió a cargo de los célebres arquitectos soviéticos Akulin y Belyi, quienes ya habían trabajado en la concepción de otras ciudades semejantes como Sosnovyi Bor y Shevchenko.
En sus albores, fueron transferidos a Lituania trabajadores de otras partes de la Unión Soviética, en su mayoría eslavos. Los ingenieros y físicos nucleares acamparon junto al lago mientras aguardaban a que se les asignase un apartamento. No es difícil evocar aquel entorno de camaradería y la contagiosa percepción que había entre los recién llegados de que habitar en aquel confín de la URSS era sin duda un privilegio. A la entrada de Visaginas había una gran pancarta donde podía leerse: "No todo el mundo puede vivir con tanta generosidad: construir el pueblo para la memoria de la gente". Los residentes de Sniečkus eran los niños consentidos de la dictadura del proletariado. Todo en aquella urbe hacía alusión a la deuda que había contraído la ciudad con la fisión y a su profunda e irrenunciable naturaleza de "atomgrado". Los juegos de los parques infantiles adoptaban las formas de neutrones y la gente tomaba parte rutinariamente en simulaciones de catástrofes mientras planeaban barbacoas en el bosque. Los trabajadores de Ignalina eran el paradigma del "Homo sovieticus" que promocionaba la agencia Novosti en aquellos folletos con olor a moho que distribuía en la Gran Vía de Madrid la Asociación de Amigos de la URSS.
Hay catorce calles en Visaginas con nombres como "energía" o "paz" perfilando el ala de la mariposa. El propósito de los diseñadores de la urbe era que la gente pudiera llegar a cualquier sitio en diez minutos desde cualquier emplazamiento. Fue tal el optimismo que rodeó a su creación que llamaron Vilties gatvė o Calle de la esperanza a la primera de las grandes avenidas que trazaron. Pero la esperanza se cuarteó hasta hacerse añicos en tan solo veinticinco años.
Réquiem por el último reactor soviético
La mañana del día 31de diciembre de 2009 soplaba el viento del norte y levantaba remolinos de perdigones gélidos de hielo sobre las vías del ferrocarril y las huertas arrasadas de la periferia de Visaginas. Los partes meteorológicos de los noticiarios lituanos hablaban de nieblas, pero desde el ático del hotel Idile se divisaba un horizonte diáfano e intensamente azul, casi violeta. Todo el mundo sabe allí que los días sin nubes son también los más fríos.
No había mucho que ver, de todos modos, allá abajo: una docena de edificios idénticos alineados como lápidas de la Gran Guerra y una cancha de baloncesto con las planchas de hormigón resquebrajadas por el frío y por la incuria. Un par de borrachos se disputaban a empellones en medio de la ventisca los despojos de los contenedores que flanqueaban la pista. "A menudo llegan a las manos por las mondaduras de una pera", nos dijo un empleado del hotel mientras llamaba nuestra atención sobre la legión de indigentes que pajareaban por la calle Energetiku. "Buscan botellas de plástico y las venden por un cuarto de litas, unos siete céntimos de euro, para comprar cerveza o vodka. Si quieren un consejo, no se dejen ver mucho con las cámaras y vigilen bien por dónde andan. En Veteranu, 6, golpearon a un viejo hasta matarlo porque se resistió a darles su móvil. Esta ciudad está acabada. Los occidentales se llevaron la central, y con ella, nuestra vida, nuestra esperanza y nuestro empleo".
Los dos bloques que llegaron a operar en Lituania fueron concebidos partiendo de un diseño ruso de los cincuenta prácticamente idéntico al de la central de Chernobyl. La Unión Soviética ordenó demoler en 1986 el tercer bloque y anular la construcción del cuarto, en vistas de lo sucedido en Ucrania, pero los dos primeros siguieron funcionando. Bruselas, a la postre, fue inflexible: si Lituania deseaba adherirse al tratado de la Unión debía clausurar los dos reactores en 2004 y 2010. Dado que este pobre país obtenía entre un 70 y un 80 por ciento de su energía eléctrica a través de la central, los precios de la luz llegaron casi a triplicarse desde el mismo día de su cierre, un lastre muy notable en un estado devastado por una crisis estructural que había enquistado el malvivir y la pobreza entre el grueso de la población. Llegado el invierno, muchos lituanos aún dedican casi todo su salario a pagar la factura mensual de las calefacciones.
Uno de los cambios más notables que provocó el desastre de Chernobyl en la antigua Unión Soviética fue la revisión de los 17 reactores RBMK-1000 que aún operaban en su territorio. Los ingenieros comunistas añadieron inhibidores al núcleo para evitar reacciones descontroladas a baja potencia, aumentaron la cantidad de barras de control utilizadas en operación y enriquecieron el combustible. Fue justamente a esas mejoras introducidas tras Chernobyl a lo que se aferraron, hasta el último momento, los trabajadores de Visaginas para implorar a la Unión Europea que otorgara una moratoria en el cierre.
La bestia negra es el grafito
Lo cierto es que no es tan sencillo enmendar los errores de esos viejos diseños. Ninguna remodelación ha sido capaz de lidiar con el obstáculo más diabólico de los reactores: ¿qué hacer con sus pilas de grafito para garantizar un desmantelamiento seguro? Este mismo año, los técnicos de la planta de energía nuclear de Leningrado, cerca de San Petersburgo, han dado un paso importante en la clausura de uno de sus reactores RMBK más antiguos al eliminar por completo el combustible de uranio de su núcleo. Este se reutilizará en las otras dos unidades que aún están operando en la planta. El reactor número 1 quedó fuera de servicio en diciembre de 2018 tras 45 años de funcionamiento. El segundo se clausuró en noviembre de 2020.
Ahora que Rosatom sigue los pasos de Ignalina y de Chernobyl y comienza a desmantelar los reactores RBMK de San Petersburgo cada vez está más claro que nadie sabe cómo clausurar una central de esas características de forma segura. Lo que en la práctica están haciendo es tratarlos como si estuvieran funcionando o, dicho de otro modo, han entrado en una fase que los expertos denominan "operación sin generación". Ello equivale a eliminar el combustible del reactor y descontaminar lo que queda de la estructura, además de su pila de grafito, que es la gran bestia negra de los ingenieros.
Una pila de grafito es esencialmente un cilindro voluminoso de unos 7 metros de alto y 11 metros de ancho que pesa alrededor de 2000 toneladas. El combustible alimenta al reactor a través de canales cortados en la mampostería y el grafito actúa como moderador. Lidiar con esas pilas es un proceso costoso sin los beneficios de la venta de electricidad generada por los reactores.
Ni siquiera está claro cuándo se completarán esos desmantelamientos. Los expertos dicen que podría tomar 50 años, porque la tecnología necesaria simplemente no existe y lo que están haciendo ahora es esperar a que la ciencia nuclear se pertreche de los conocimientos precisos para resolver los retos.
En Ignalina así como en otros reactores semejantes situados tanto en Rusia como en los Estados Unidos, el desmantelamiento ha consistido en hacer una bola de naftalina en las pilas de grafito y esperar hasta tiempos mejores. A día de hoy, existen varios reactores más del tipo RBMK: cuatro de ellos operan en Kursk, tres en Smolensk y los dos mencionados de San Petersburgo. El primero de los reactores de Kursk se apagará a finales de este año, otro a finales de 2024 y los dos últimos en 2028 y 2030. Todos se enfrentan a idénticos problemas.
Objetivo terrorista
En 2018, el presidente de la Unión de Veteranos de Ignalina, Vladimir Kuznetsov, explicaba a bocajarro que "los desechos radiactivos de Ignalina se han retirado de los reactores, se han empaquetado y se han colocado en depósitos de superficie recién construidos, no solo en la central, sino también en territorios adyacentes". O por expresarlo de otra forma, se ha creado una vasta área donde los desechos radiactivos y el combustible usado se almacenan en la superficie, lo que a juicio de Kuznetsov, convierten ese emplazamiento "en un objetivo de ataque terrorista y en una amenaza potencial para la seguridad nacional, con el riesgo adicional de propagar radionucleidos por toda Europa".
Una vez más, la realidad colisiona con las postales de los universitarios europeos dándose un chapuzón en el lago de argentinas aguas que hay al sur de la ciudad y los bellos planes de futuro del concejo. Kuznetsov trabajó como jefe del laboratorio de combustible en Ignalina durante 13 años hasta su jubilación en 2009. "¿Cómo se puede desmantelar una central sin la mano de obra adecuada capacitada y la tecnología necesaria?", se preguntaba hace tres años.
La buena noticia, si es que puede llamarse de ese modo, es que once años después de su clausura, Ignalina sigue proporcionando empleo a 2.000 personas. El complejo será arrasado hasta los cimientos en 2038, pero incluso fuera de servicio, la planta mantendrá su condición de emplazamiento nuclear durante siglos y por supuesto, deberá contar con el concurso de empresas que gestionen los residuos nucleares sepultados.
Cierto es que realizar labores de seguridad y de limpieza en un viejo reactor nuclear no es como trabajar en una escuela. El proceso es bastante menos seguro de lo que insinúan los comunicados institucionales. La prensa rusa denunció hace una década que el 5 de octubre de 2010 tuvo lugar un accidente en Ignalina, como consecuencia del cual se filtraron alrededor de trescientos metros cúbicos de una suspensión altamente contaminada radiactivamente que contenía ácido nítrico y permanganato de potasio, mientras se limpiaba el circuito del reactor número 2. Un foro de trabajadores de Visaginas corroboró que los empleados que tomaron parte en la limpieza se vieron expuestos a la radiación.
Pornografía de las ruinas
A los habitantes de la ciudad les irrita hoy en día que la prensa, y muy especialmente la lituana, haga tanto hincapié en la degradación social que ha sufrido Visaginas, a la que nosotros mismos denominamos "ciudad-zombie" hace ahora 11 años, en lugar de subrayar las historias de superación y sacrificio que honran a quienes aún resisten. Tal vez tengan razón, aunque es difícil sustraerse a la fascinación que suscita la pintoresca decadencia de un paisaje postindustrial tan devastado.
Uno de los jóvenes que no se fueron, Marat Valeyev, reconoce que la ciudad vivió tiempos muy duros de los que solo se ha recuperado parcialmente gracias a las nuevas inversiones y gracias, sobre todo, al turismo del desastre que ha popularizado el Chernobyl de HBO. En el mayor pico de popularidad de esa miniserie de televisión, los turistas llegaban a aguardar hasta dos meses para realizar una visita de tres horas a la central, por la que pagaban entre 100 y 200 euros.
Todas las escenas de la central nuclear que incluye la serie han sido filmadas en Ignalina (Visaginas) y sus alrededores, a excepción de aquellas en las que aparecen las ruinas. En total, el reparto de actores y los técnicos de HBO pasaron cinco días en la ciudad grabando. Iban provistos todo el tiempo de un medidor personal de radiactividad y acompañados por un experto en seguridad. También en Vilnius y Kaunas (ambas en Lituania) y Kiev (Ucrania) se grabaron algunas de las escenas urbanas. Al fin y al cabo, todas las ciudades de la Unión Soviética se asemejaban como dos gotas de vodka gracias o por culpa de los diseños arquitectónicos que se repitieron desde Tallín a Novosibirsk.
Muchas de esas jruschovkas construidas en Visaginas para alojar a la plantilla de los reactores se caían ya a trozos a finales de 2009. Montañas de basura se acumulaban bajo los buzones reventados de los patios. A menudo, había que saltar sobre cascotes para alcanzar el entresuelo. Entre los desconchones de pintura verde de uno de los edificios que visitamos se alcanzaba a distinguir una pintada que rezaba en letras grandes: "Fuck Lithuania". "Ja", nos dijo Tournaev. "Se les están cayendo a trozos estas casas. Tenían mucha prisa por acabar Visaginas, así que recurrieron al Ejército".
Y era bien cierto. En Visaginas, espoleados por la necesidad de cumplir los plazos, los funcionarios moscovitas se sirvieron de soldados para acelerar la construcción de la ciudad. Y a juzgar por lo ocurrido, se diría que el Ejército rojo era más diestro con el kalashnikov que con la paleta y el mortero. También a última hora, comenzaron a emplear ladrillo rojo, un material más caro y, por ende, escasamente utilizado. El detalle, en apariencia baladí, venía a expresar de forma implícita la importancia que Moscú otorgaba a este proyecto así como su voluntad de convertir esa ciudad en un lugar privilegiado.
A diferencia del resto de trabajadores de la URSS, obligados a menudo a compartir sus pisos con al menos dos familias, los empleados de Ignalina disponían de vivienda propia. Un hipermercado de acceso restringido llamado Renetas les proveía de alimentos y productos desconocidos para el resto de ciudadanos soviéticos. Los servicios de salud, las guarderías infantiles y los centros educativos eran directamente tutelados y gestionados desde las instituciones moscovitas con el fin de garantizar a los empleados de la central unos estándares de vida y unos salarios grotescamente superiores a los del resto de un país construido sobre una utopía igualitaria.
Los arquitectos soviéticos que diseñaron la urbe, Akulin y Bely, concibieron la urbe como un pequeño edén entre bosques de pinos, parques infantiles e idílicos jardines. Como la polaca Nova Huta, Visaginas estaba llamada a ser un escaparate urbano donde regodearse del triunfo de la utopía socialista. Parieron al final una ciudad tan exclusivamente dependiente del monocultivo de energía nuclear como emocionalmente desconectada de Lituania. Alrededor del 80 por ciento de los cerca de 40.000 habitantes que llegó a alcanzar Visaginas en sus mejores tiempos vivían, pensaban y sentían en ruso, ajenos a las frustraciones de un pequeño país báltico que seguía suspirando por recuperar su independencia. Y así hasta el día de hoy.
A lo largo de 1977 comenzaron a llegar en pequeñas oleadas los trabajadores eslavos. Los trajeron desde Ucrania, Bielorusia y los rincones más remotos de la madre Rusia. A los lituanos se les prohibió de forma expresa trabajar en la central y con ello, acceder al resto de los privilegios que ese estatus entrañaba, de manera que Visaginas se convirtió de facto en un enclave ruso en territorio báltico. Del mismo modo que en Estonia, el gran oso pretendía aplacar las todavía vivas veleidades independentistas de los estados bálticos rusificando el territorio mediante bombas de relojería demográficas semejantes a Visaginas.
Bienvenido al infierno
Los primeros edificios fueron levantados con paneles prefabricados, ensamblados de acuerdo al clásico patrón soviético que confiere a todas las ciudades socialistas esa apariencia cenicienta y lúgubremente estereotipada. La funcional disposición de los inmuebles, el cartesiano trazado de sus calles y la belleza melancólica de los nevados bosques de coníferas que salpican en invierno las barriadas de Visaginas apenas disimulan hoy la decadencia postapocalíptica de una urbe construida con urgencia y a golpe de decreto. "Bienvenido al infierno", leímos en el balcón de una de las colmenas de la periferia, durante nuestra primera visita a la ciudad, la semana previa a la clausura del último reactor operativo. "El infierno, sí. Uno más de los infiernos por los que nos repartimos en Visaginas", nos dijo Vlad Tournaev mientras nos aconsejaba, como todos, que cuidáramos las cámaras de fotos.
A falta de raíces o de una historia previa, la laxa identidad urbana de Visaginas se ha forjado enteramente en torno a la central. El mejor restaurante del hipermercado Domino llevaba por nombre "Tercer Blokas", en memoria del reactor demolido a raíz de la catástrofe de Chernobyl. La arteria principal de la ciudad fue bautizada como "Energetikos" y en la plazuela del Ayuntamiento había en 2010 un enorme monolito coronado por una grulla y un panel parpadeante con un contador Geiger donde se mostraba, alternativamente, la temperatura y los niveles de radiactividad. Bajo los soportales de la licorería Kabrioletas, hallamos a un puñado de borrachos ucranianos tratando de combatir los primeros fríos bebiendo ambientador de arándanos y fresas. Por poco menos de tres litas, unos 80 céntimos de euro, tenían la tajada diaria asegurada.
La tragedia de algunos de los hombres arruinados a los que fotografíamos a finales de 2009 revestía múltiples aristas. De una parte, muchos habían perdido ya en 2004 un empleo privilegiado que les permitía mantener una calidad de vida notablemente por encima de la del resto de ciudadanos lituanos; por otra, se habían plantado en los cincuenta sin hablar ni una palabra de lituano tras vivir más de tres décadas en una isla étnica eslava y rusófona.
La situación no ha cambiado a día de hoy. Son muchos los que ni pueden regresar a su tierra de origen ni encontrar un nuevo empleo en un joven país, orgulloso de su tradición, su cultura y su historia, y tercamente obstinado en borrar a cualquier precio las huellas que dejó el ruso tras su paso. Nadie ha olvidado todavía aquí que mientras los lituanos plantaban cara en 1991 a los soviéticos y declaraban unilateralmente su independencia, los trabajadores de Ignalina se dirigían en una carta a Gorbachov solicitando que pusiera Visaginas y la central bajo su custodia directa.
Las tensiones interétnicas se han atemperado a medida que los eslavos han ido aceptando su nueva identidad nacional, si no emocionalmente, sí al menos formalmente, pero la brecha cultural aún sigue abierta y las relaciones entre ambas comunidades es a menudo de recíproca desconfianza. Es algo habitual entre las minorías rusas incluso en algunos territorios del Donetsk bajo control ucraniano.
Héroes de Ignalina
Solo existe una cuestión en torno a la que todos cerraban filas. Ni la catástrofe de Chernobyl, ni la tragedia de Fukushima hizo tambalear un ápice el fervor cuasi religioso con el que la ciudad entera rendía y rinde culto a la fisión del átomo. "Quienes cuestionan la seguridad de nuestras instalaciones lo hacen de espaldas a la ciencia", nos dijo en 2009 el director de la central, el ruso Victor Sevaldin, en un desesperado intento por salvar "su criatura" unas semanas antes de que se consumara el cierre.
Medio centenar de dibujos infantiles expuestos en un lugar de privilegio del centro de interpretación de Ignalina recreaban aquellos mismos días la vetusta apariencia frontal de sus dos reactores nucleares meciéndose en un abigarrado limbo de lagos de aguas esmeralda, nubes algodonosas y arcoiris. Esta conmovedora visión naive pergeñada por los niños de Visaginas no difería en nada de la del mencionado Sevaldin, ni de la de los trabajadores que se opusieron a su cierre hasta el último momento aduciendo que los sistemas de seguridad de los dos reactores RMBK-1500 habían sido modernizados y perfeccionados desde el colapso de la URSS.
Muchos de los héroes de la Unión Soviética sacrificados en el altar de Chernobyl para evitar una tragedia mucho peor procedían de Ignalina. Desde esta central situada a unos pocos kilómetros de Visaginas partieron técnicos y trabajadores en auxilio de sus hermanos ucranianos. Y ello no impidió en su día que los habitantes de Visaginas vieran con malos ojos la decisión del Kremlin de suspender la puesta en marcha de los otros dos reactores inicialmente previstos.
Hoy, la Administración local trata de levantar cortinas de humo para ocultar el descalabro producido por el cierre poniendo sobre la mesa planes de desarrollo y hablando de los beneficios de la promoción turística. Pero Visaginas no es ni de lejos Benidorm, y ni siquiera las grandes fotos panorámicas de jardines floridos y horizontes urbanos de evocador aire soviético pueden enmascarar el hecho de que la ciudad sigue aturdida, si no en estado comatoso.
Pisito junto a lago por 9.000 euros
Desde la clausura del primer reactor, centenares de trabajadores han abandonado en diferentes oleadas la ciudad. Durante los últimos veinticinco años, su población ha pasado de los 32.438 habitantes a los pocos más de 18.000. En términos relativos, se trata de uno de los mayores flujos migratorios acaecidos recientemente en territorio europeo. El grueso de los migrantes viejos regresaron a Rusia u otros países eslavos; los más jóvenes trataron de recomponer su vida en Occidente. Hoy la edad media de los supervivientes supera los 55 años. Bloques enteros de pisos y barriadas han quedado completamente abandonadas, y es posible adquirir un apartamento de 36 metros cuadrados junto a un lago por 9.000 euros.
La propia Unión Europea sugería textualmente en un informe elaborado en 2001 la posibilidad de que Visaginas se transformara en una "ciudad-zombie" tras la clausura de los reactores. En realidad, el tejido social de la localidad había comenzado a desgarrarse con anterioridad como consecuencia de otros cambios traumáticos vinculados al tránsito a la democracia y a la declaración de independencia. Ya en 2003, un año antes del cierre del primer bloque, las estadísticas del Gobierno lituano situaban a Visaginas a la cabeza de las ciudades con mayor tasa de drogadicción.
A los graves problemas específicos de esta ciudad del Báltico mayoritariamente poblada por eslavos se sumaban los de un país, Lituania, que durante muchos años se disputó con Rusia el primer lugar del ranking mundial de suicidios. Ni los políticos ni la comunidad local han tirado la toalla y todavía siguen devanándose los sesos y buscando alguna forma de sobrevivir a la "República Bananera del Átomo" que fue Visaginas.
Una empresa británica de equipos médicos ha comenzado a funcionar, pero no es ni de lejos suficiente para resucitar al muerto. Los visionarios sueñan con convertir Visaginas en el Silicon Valley de los países bálticos creando una zona de libre mercado. De momento, solo son proyectos enmarcados entre los bucólicos paisajes que bosquejan los niños de Visaginas cuando se les alienta a que dibujen el futuro que imaginan.
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