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Actualizado:¿Nueva Guerra Fría? Una vuelta al viejo estilo disuasorio de siempre. Sólo que ahora, el cóctel no sólo resulta ser más peligroso, sino que, además, puede hacer estallar por los aires cualquier exceso de tacticismo. La geo-estrategia contemporánea es mucho más convulsa, con más focos de tensión, más propensos a hacer estallar la bomba de relojería que siempre subyace en toda Guerra Fría que se precie. Y, sobre todo, con armas más precisas, infinitamente más destructivas y (…) con dirigentes con el gatillo fácil. Es decir, mucho más alejados de las pautas de prudencia y menos proclives a soluciones diplomáticas que sus antecesores de la post-guerra mundial, a juzgar por su retórica y, en consecuencia, menos capacitados para analizar convenientemente el diagnóstico real de su época.
Rechazo al cambio climático en el momento de mayor gravedad y riesgo del ecosistema del planeta; fracking en la etapa de las energías renovables; barreras al libre comercio y supresión de uniones aduaneras en plena globalización y en los albores de la Cuarta Revolución Industrial, la digital; cierre de fronteras a personas y mercancías y controles migratorios con manifestaciones de odio hacia el extranjero o mecanismos de perpetuación en el poder, entre otras tendencias.
En definitiva, un escenario, el del Nuevo Orden Global, que se ha instalado desde la llegada a la Casa Blanca de la Administración Trump, aunque ya se atisbaba en el Kremlin y que ha aceptado de buena gana el régimen de Pekín, que no invita precisamente al optimismo.
Pero, ¿cómo se ha instalado este nacionalismo en las tres grandes potencias nucleares? Desde luego, no de forma casual. Ni en los EEUU de Donald Trump, ni en la Rusia de Vladimir Putin, ni en la China de Xi Jinping. En los tres casos, responden a una estrategia predeterminada.
En Rusia, su origen se fraguó hace más de quince años. Desde casi la irrupción del, entonces -en las postrimerías del siglo pasado-, desconocido Vladimir Putin, ex agente del KGB, en la arena política, al implantar su particular capitalismo de amiguetes, de cesiones del poder económico-empresarial a oligarcas y del político a tecnócratas afines. En especial, si proceden de su clan, el de San Petersburgo, ajeno y rival del de Moscú que sostuvo a Boris Yeltsin.
En China, en cambio, se ha acentuado en el último lustro. Exactamente desde la presidencia de Xi Jinging, -desterrado a una aldea del norte del país durante su infancia, a tareas de reeducación familiar porque su padre Xi Zhongxun, antiguo héroe de la Revolución, cayó en desgracia y fue denostado por Mao Zedong-, artífice de que la nación más poblada de la Tierra entrara en una nueva era, según su propia proclamación. A raíz de una profunda y rápida transformación de su patrón de crecimiento. De ser la factoría global o el mercado de manufacturas de venta masiva de productos, a bajos precios, al exterior, a convertirse en una economía tecnológica, aupada a la digitalización, y cuyo motor de dinamismo ha pasado a ser la demanda interna -consumo privado e inversión empresarial-, base del progreso de las potencias industrializadas. Aunque, más allá de cualquier otra componenda, la fortaleza del nuevo Gran Timonel chino es la reciente reforma de la Constitución Popular China, que elimina los límites presidenciales (dos mandatos de cinco años) y le permite emular a Zedong, que gobernó el país desde 1949-1976.
El salto hacia lo inesperado de EEUU lleva el sello personal de Trump. Catapultado al poder desde los estados agrícolas e industriales del interior, con mayorías sociales tradicionales, que vieron en su mensaje de Hacer América de Nuevo Grande, una vuelta al esplendor de los viejos tiempos.
Rusia, el detonante del nuevo orden. Vladimir Putin lleva ventaja a sus oponentes. Por ser el más veterano de los tres; pero, en especial, porque fue el primero que creyó en el cambio de ciclo. Además, su nacional-populismo lleva años dejando rastro. Nunca mejor dicho. Porque su gran arma reciente han sido los ciberataques. A empresas e infraestructuras de EEUU, Europa y Reino Unido. O mediante la difusión de noticias falsas para generar división social en Occidente y propiciar inestabilidades institucionales. Si bien no ha sido la única. Otra, inicial, fue la asunción de la energía, principal fuente de ingresos del país más extenso, como arma de política exterior. Mediante esta argucia dejó sin suministro de gas y, por tanto, de calefacción, primero a Ucrania y, luego, durante varias semanas en dos inviernos distintos, a Europa Central. Un aviso para la, entonces, primeriza canciller Angela Merkel.
De ahí que no pueda sorprender en demasía las expulsiones de diplomáticos rusos -más de un centenar, en 18 países distintos- y la réplica de personal de varias de estas legaciones extranjeras en Moscú que se han sucedido a lo largo del mes pasado, desde que Londres acusara al Kremlin de la muerte, por envenenamiento con un agente químico, el Novichoks, que elabora el Ejército ruso, de Nokolai Glushkov, empresario y amigo del también fallecido oligarca Boris Berezovsky, considerados ambos como enemigos del Clan de San Petersburgo, y el intento de asesinato del ex espía, Serguei Skripal. Apenas una semana más tarde. En Salisbury, ciudad medieval situada a 90 millas al suroeste de Londres, enclave de la comunidad rusa en el Reino Unido y fuente de financiación de las arcas moscovitas, dado que su fondo municipal de pensiones, de 364 millones de dólares, invierte en activos de emergentes, mayoritariamente del mercado ruso y, casi todo, a través del estatal Sberbank.
Como tampoco que el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) del FBI señale directamente a Moscú como responsable de “un continuado comportamiento hostil” por dañar, mediante el uso de ciberataques, infraestructuras energéticas y estratégicas en EEUU que han propiciado un “serio riesgo sobre el sistema de control industrial del país”. Informe oficial que obligó a Robert Mueller, consejero especial de Trump y es director del FBI, a recomendar al presidente de EEUU la imposición de 16 sanciones a empresas y bancos rusos que operan en suelo americano. Entre ellos, a tres firmas de Yevgeni Prigozkin, considerado el jefe de Putin en EEUU, y dueño de un emporio en el que figura Internet Research Agency (IRA) que opera con identidades falsas y cuya actividad ha sido acusada por la justicia estadounidense de conspirar para cometer fraude on line y de actuar contra la seguridad nacional. Contra el criterio, siempre dócil hacia Putin, del actual inquilino de la Casa Blanca, investigado, junto a su clan, por connivencia y cooperación con Moscú durante la campaña electoral que le encumbró a la presidencia. El DHS cifra en más de 10.000 millones de dólares los daños económicos ocasionados por Rusia por uso de malware y ransomware como NotPetya en todo el mundo.
La sombra cibernética de Rusia es alargada. Se sustenta en el uso masivo de redes sociales y en la difusión de noticias falsas (fakes news) que se propagan por doquier y al instante a través de canales de información afines. Con este modelo Putin controló el Maidan ucranio, en febrero de 2014. Los trolls rusos desplegaron historias por Twitter, Facebook y plataformas made in Russia como V-Kontakte, para asegurar que el gobierno de su país vecino estaba dominado por fascistas que cometían atrocidades desde el Ejército a la población civil. Muy especialmente, en Crimea, territorio que acabó anexionándose de nuevo el Kremlin. Una táctica que usó en esa época para difundir la falsa información de que el avión de Malaysia Airlines (el vuelo NH17) fue derribado por las fuerzas armadas ucranias, pese a que varios vídeos muestran un lanzamisiles ruso que es trasladado a zona bajo control de Ucrania para cargar la culpa a Kiev.
Rusia emplea métodos de la vieja usanza del KGB pero adaptados a la era digital
En la era digital, Rusia utiliza elementos a la vieja usanza del KGB. Solo que adaptados al espacio cibernético. Introducen o crean células activas, captan activistas o simpatizantes a causas que consideran de su interés estratégico, y proceden a dividir sociedades con su agenda mediática. Mediante su factoría de trolls, en redes sociales, y de espacios en medios de comunicación como Russia Today (RT) o Sputnik. Este modus operandi ha sacado a la palestra la conexión del Kremlin de Putin con el neofascismo italiano y la Liga Norte, con quien Rusia Unida, el partido de Putin, tiene un acuerdo de cooperación, suscrito por Matteo Salvini, probable próximo primer ministro de Italia; con el FPÖ austriaco, la ultraderecha que controla ministerios claves del gobierno como el de Exteriores, el de Interior o el de Defensa. Con Die Linke, la izquierda alemana, pero también con Alternativa por Alemania (AfD), con un núcleo de afiliados de descendientes rusos de länders de la extinta RDA. O con Nick Friffin, ex líder del UKIP, grupos de la ultraderecha flamenca en el Parlamento belga, Jobbik, el partido ultranacionalista húngaro y del resto de sus formaciones hermanas del Grupo de Visogrado (Polonia, República Checa, Eslovaquia) o líderes neofascistas escandinavos. También ha intercedido en el procés catalán. Con proclamas a favor del referéndum, primero, y de la independencia unilateral, después. Mientras mantiene cauces con el IRA para mantener viva la llama de la separación del Reino Unido.
Aunque por encima de cualquier otro escenario, sus mayores logros, reconocidos sotto voce, ha sido en la Convención Demócrata de 2016 -uno de los puntos más escabrosos que relacionan al núcleo duro de Putin y Trump-, para debilitar a Hillary Clinton frente a su rival, Bernie Sanders, y en la campaña del Brexit. Con una posición claramente favorable al que fue el resultado final. Más de 10 millones de mensajes con el sello soterrado del Kremlin se emitieron durante las dos semanas previas al referéndum en Twitter, según la consultora 89Up.
El nacionalismo ruso también opera en casa. El último vestigio de ello es el arresto domiciliario del multimillonario Ziyavudin Magomedov y de su hermano Mogomed, enemigos del premier ruso (y delfín de Putin), Dimitri Medvedev, que acaban de ser acusados de malversación por sus negocios en la naviera Summa. Las fake news también proliferan en el mercado doméstico. En este tipo de asuntos, y en el enigmático proceso de reestructuración del sistema financiero del país, cuyos activos tóxicos, en poder de su banco central, afectaría a unas 300 entidades. Todas con alguna porción de participación del Estado. Según los analistas, sólo PromsugazBank, sexto por dimensión, tendría que limpiar entre 1.700 y 3.400 millones de dólares. La opacidad preside la política económica del país. Es el estilo del nuevo zar, que implantó ya en 2000, cuando asumió su primera presidencia. Putin rechaza el liberalismo que se instauró en Rusia tras el colapso de la URSS. Por contra, evoca el autoritarismo del Imperio Ruso. Sin tapujos. Y disfruta de ello con una popularidad por encima del 80%. Tampoco comparte el aurea nacionalista de Modri, en India, de Chávez, en Venezuela, o de Erdogan, en Turquía, que dicen que su poder emana del pueblo. Su táctica tiene su origen en Pedro el Grande. El gran zar. Mezcla de tradición, religión ortodoxa y estabilidad. La Madre Rusia.
China sueña con la hegemonía mundial. Xi Jinping ha definido su objetivo. Nítido y contundente. Para el que también ha conjugado una jerga marcadamente nacionalista. La misma que acaba de emplear en el Congreso del PCCh que le acaba de dar vía libre a sus ínfulas presidencialistas y que le ha permitido acaparar poder (político, económico, militar e institucional) como nunca antes desde el triunfo de la revolución. Para lo que contará con un remozado Ejecutivo de líderes de su plena confianza y generación. Con el objetivo de asumir el cetro mundial del que EEUU ha abdicado por su renuncia a aplicar estrategias globales contra el cambio climático o en beneficio del libre comercio.
China pretende dominar la escena global con su ‘diplomacia panda’, su vigor económico y su apuesta por la digitalización
Jinping ha logrado ratios de prosperidad muy por encima del 6%, el eslabón máximo que los mercados vaticinaban para China hasta finales de esta década. Con precios bajo control (1,5%) y pleno empleo (3,9%). Credenciales indispensables para acometer el reto. A los que, además, hay que unir la ausencia del credit-crunch que no pocos organismos multilaterales preveían por el volumen de la recapitalización de su sistema financiero tras la crisis. Pekín no solo lo ha evitado. Lo ha hecho en plena transformación de su paradigma económico, asumiendo los desafíos de la digitalización y reduciendo la ratio deuda-valor bursátil de sus cien mayores firmas financieras -a las que muchos analistas condenaban, en gran parte, a la quiebra- hasta en un 68%, lo que ha dejado un flujo adicional en caja de 93.000 millones de dólares durante los cinco años de presidencia de Jinping. Cierto que hay alarmas. Como que el endeudamiento de sus empresas, acumulen más de 16,2 billones de dólares, el 156% de su PIB. Con claros visos de que trasladen sus números rojos a la deuda soberana del país, tal y como alerta Moody’s. Pero la dócil travesía por el desierto de la post-crisis ha dado pábulo a los aires de grandeza de Jinping.
Por ejemplo, a la hora de reforzar su diplomacia, denominada Panda, sosegada pero proactiva. En alusión al gesto de regalar osos panda a zoológicos de estados con los que Pekín pretende construir especiales lazos políticos. Y que instauró con EEUU, en tiempo de Henry Kissinger como secretario de Estado, en 1971, cuando se restablecieron las relaciones bilaterales entre las dos mayores economías del planeta. Con ella, Jinping ha escenificado, de nuevo, que “si el mundo requiere del liderazgo” de China, el gigante asiático “no eludirá responsabilidades”. Sin salirse de los cauces doctrinales. Porque la diplomacia china está inspirada en las proclamas de Deng Xiaoping: “mantener un perfil bajo, nunca tomar la iniciativa, pero marcar las diferencias” en el escenario internacional. Eso sí, adaptada a los tiempos, que dictan mayor capacidad y rapidez de réplica. Por ejemplo, ante la guerra comercial inaugurada por Trump -y dirigida sobre todo a Pekín-, sobre la que ya ha reaccionado con una lista negra de más de un centenar de productos estadounidense por un valor que supera los 50.000 millones de dólares. O frente a las amenazas de EEUU contra el régimen cambiario fijo del rinminbi; al nuevo acercamiento estratégico de la Casa Blanca a Taiwán o anticipándose a Washington en la crisis nuclear norcoreana con una cita exprés con Kim Jong-un, previa a su prevista reunión con Trump.
La diplomacia china, con un marcado ribete nacionalista -la negativa de dejar fluctuar el valor de su moneda forma parte de su estrategia de planificación que le aleja del reconocimiento mundial de economía de mercado- funciona como una tortuga. Extiende su caparazón y va lenta. A menos que tenga que nadar … en aguas turbulentas. Mientras navega a velocidad de crucero. Porque forma parte del estilo de diplomacia económica de Xi Jinping la Nueva Ruta de la Seda -otro histórico proyecto- que pone en liza unos 110.000 millones de dólares de las arcas estatales chinas para que el Belt and Road, su nueva nomenclatura, tome cuerpo y desarrolle billonarios planes de infraestructuras rodadas, ferroviarias y marítimas, incentive la inversión y el comercio y, en paralelo, mejore la imagen de Pekín como actor global frente al proteccionismo. O la lucha contra el cambio climático que pretende liderar junto a Europa. Por KO técnico de EEUU.
Jinping, además, tiene el viento a su favor. El PIB chino superará a finales de este año al de toda la zona del euro: 13,2 billones de dólares frente a los 12,8 billones de los socios monetarios de Europa. Al tiempo que la riqueza acumulada en las últimas tres décadas, con un ciclo de negocios ininterrumpido y, con crecimientos anuales encadenados que han superados los dobles dígitos con bastante frecuencia, ha servido para reducir las fuertes desigualdades de renta de sus 1.300 millones de habitantes y para acumular varios millares de multimillonarios y consolidar una clase media cada vez más numerosa. Por si fuera poco, sus firmas, como hicieran las japonesas en los años ochenta, o las alemanas los primeros años de este siglo, han salido de compras y acaparan el 6% de las inversiones internacionales. Lejos aún del 50% del negocio mundial de las británicas, en 1914, o de las estadounidenses, en 1967. Pero con resultados sorprendentes. La planificación del régimen de Pekín -es decir, su nacionalismo económico- ya ha digitalizado varias industrias estratégicas, desde la metalúrgica, a la naviera o la petroquímica. Dentro del cambio de modelo productivo que se implantó tras la crisis de 2008. A las que se han unido otros segmentos como el de las energías alternativas y, desde 2015, cuando se anunció el ambicioso proyecto Made in China 2025, otros sectores de alta tecnología y de mayor sensibilidad para la seguridad nacional como el aeroespacial o la de nuevos materiales.
Este salto hacia la Cuarta Revolución Industrial, la 4.0, deja datos elocuentes. Entre otros, que la tercera parte de los 262 startups globales que han alcanzado la consideración de unicornios son chinas y acaparan el 43% del valor de estas firmas. O que sus gigantes tecnológicos tuteen en beneficios e ingresos a sus rivales estadounidenses, europeos o japoneses. Alibabá, Baidu, Tencent o BAT operan con sus propios ecosistemas digitales. Al calor de la laxitud regulatoria y de las inyecciones financieras de Pekín. Aunque también del boom del consumo ciudadano, que roza los 800.000 millones de dólares en Internet, -once veces el gasto de e-commerce en EEUU- y de la inversión empresarial: el capital riesgo tecno-digital se ha aupado al top-three mundial, con más de 77.000 millones de dólares en el trienio 2014-16, el 19% del total. China ha pasado de estar 4,9 veces menos digitalizada que EEUU en 2013 a 3,7 en 2016. Y desea imponer su estilo en el mundo.
Trump da un volantazo a la globalización. Su listado de políticas con tintes nacionalistas dejaría ojiplático a cualquier observador internacional. A golpe de tweet, su política de Hacer de Nuevo a América Grande se ha cargado, de un plumazo, el orden multilateral imperante. Ha forzado el final del ObamaCare, el sistema de universalización inicial de la población estadounidense, cada vez con mayores desequilibrios de ingresos; ha endurecido hasta la saciedad -con expulsiones y su obcecación por construir un muro fronterizo con México- la política inmigratoria del país; ha sacado a EEUU de los protocolos contra el cambio climático; ha encargado cambios en la Dodd-Frank Act para liberar del corsé normativo impuesto en 2010 por Obama a los bancos que podría no guardar parangón siquiera con el feroz desmantelamiento de los controles de supervisión de la banca decretada por Ronald Reagan, primero, y secundada después por Margaret Thatcher.
La sombra del impeachment sobrevuela sobre la Administración Trump que ha instaurado una diplomacia errática, un proteccionismo económico y una guerra comercial
Sin importarle la responsabilidad de los bancos en la crisis de hace un decenio ni la ausencia de garantías a los consumidores o el coste sobre los contribuyentes americanos del rescate. Por si fuera poco, también ha impulsado una doble rebaja fiscal -sobre rentas personales y beneficios empresariales- de tal dimensión que obligaron a ministros de Hacienda de Europa, Reino Unido y otras latitudes anglosajonas, a pedir su retirada por competencia tributaria desleal. Antes de poner su guinda: subida de aranceles al acero y el aluminio, victoria interna de los más sólidos asesores y cargos del proteccionismo nacionalista e instauración de una nueva guerra comercial.Quizás nadie como Trump se merezca más y en menos tiempo un impeachment, el proceso de destitución presidencial del que se habla con bastante frecuencia en los círculos de poder de la nación más poderosa del mundo. Pero el Grand Old Party (GOP), la formación republicana que le sustenta, a pesar de ser un verso libre y ajeno a su lista de afiliados, se empeña en satisfacer sus deseos.
Bill Clinton fue el último presidente sometido a esta causa. Por un asunto sexual, de índole exclusivamente moral. Cómo no va a ser posible impulsar otro para Trump cuando se ha atrevido a cambiar interna y externamente la Pax Americana. Observadores políticos y analistas económicos califican, cuanto menos, de errática su diplomacia y su gestión doméstica. Mientras engorda el déficit fiscal y el por cuenta corriente (pagos internacionales) y la deuda, que supera ya el 100% del PIB. Sin reparar en gastos. Ni calibrar las consecuencias de, entre otras medidas, disparar la factura militar. Y, con ella, la de sus aliados europeos, a los que ha exigido sufragar, con el 2% de sus PIB, el presupuesto de la OTAN. Los comandantes en jefe de los principales ejércitos del mundo manejarán en los próximos años una cifra sin precedentes, de 600.000 millones de dólares, cantidad equivalente a la partida total en Defensa que la Administración Trump podrá emplear este año, la mitad del PIB español. Casi en su totalidad, para modernizar tecnológicamente el armamento convencional, pero también el nuclear, del mayor Ejército. Además de alcanzar una armada con 350 buques de guerra, incrementar el número de soldados en activo hasta los 540.000 y renovar cientos de cazas de combate.
El IISS ofrece un dato palpable de que la fiesta de la militarización hace tiempo que comenzó. Los diez mayores presupuestos de Defensa ya manejaron, en 2016, algo más de 1,1 billones de dólares; el PIB español. Aspecto al que no han sido insensibles las bolsas. El Índice de Inteligencia de Mercados de Bloomberg, precisa que los índices de las firmas de Defensa que cotizan en las distintas plazas bursátiles han aumentado un 27%, el doble del alza de estos activos en el S&P 500 americano desde la elección de Donald Trump. Al calor de operaciones como el acuerdo con Riad para la venta de material bélico americano por valor de 110.000 millones de dólares, que el mandatario de EEUU suscribió con las autoridades saudíes en su primer viaje oficial al exterior, los buenos augurios que se vislumbran sobre el comercio de armas, que en 2015 movilizó más de 370.700 millones de dólares o el incremento del gasto que los europeos harán en la OTAN y que, en términos cuantitativos, supondrán otros 100.000 millones de dólares.
La bonanza del sector es ya visible. “Sólo falta el estallido de un conflicto global”, que podría detonar por Corea del Norte o por el ataque, todavía diplomático y comercial, de sus vecinos del Golfo a Qatar a cuenta de la supuesta financiación al terrorismo islamista de este emirato, pero sobre el que pende la duda de la alianza subrepticia de Doha a Irán, motivo del respaldo de EEUU al bloque anti-qatarí.
“Para que la bacanal se propague”, alertan no pocos analistas. Algo que ya se fraguó hace años. John Dowdy y Elizabeth Oakes, de la consultora McKinsey, admiten que el viraje en la industria militar se perfiló entre 2012 y 2014, “cuando los presupuestos de las grandes potencias dejaron atrás las reducciones financieras” de los años de crisis en el apartado de Defensa y “apostaron por mantener sus partidas”, pese a la instauración de la austeridad. También las de China y Rusia. Con los primeros incrementos de cabezas nucleares en décadas. En 2017, según el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI) destinará 400.000 millones de dólares entre este año y 2026 a su actualizar o construir nuevos sistemas de ataque o defensa de su arsenal nuclear. Desde escudos antimisiles a lanzamisiles de tierra, mar o aire. El Kremlin, por su parte, lleva un lustro modernizando sus programas nucleares. En especial, de su vetusta flota de submarinos nucleares, heredados de la URSS. Sus sucesores ya transportan torpedos con hasta 6 cabezas nucleares. El SIPRI calcula que el 60% de sus armas son misiles balísticos intercontinentales.
Ambos tienen algo más de 4.000 ojivas declaradas. China dispone de 270. Aunque su número se incrementa año a año. Sus partidas presupuestarias, dice este think-tank, se enfocan sobre todo a la renovación de su armamento atómico submarino, con objeto de adecuar su táctica atómica a la preservación de sus intereses geoestratégicos en las islas del Mar de China, que disputa con Taiwán.
La OTAN considera a Rusia un elemento desestabilizador de primer orden por la injerencia constante en la soberanía nacional de sus aliados
El resultado del nacionalismo en las tres potencias nucleares tiene un denominador común. De momento, sus sociedades lo asumen. Sin ninguna protesta visible en el caso de China, donde se ha elevado la censura, sobre todo en redes sociales, ya de por sí en niveles inadmisibles; con escasas protestas y una represión policial más que notable en Rusia y manifestaciones puntuales y de poca intensidad en EEUU. Y un riesgo latente. Al menos, desde la óptica occidental. La OTAN considera a Rusia un elemento desestabilizador de primer orden por la injerencia constante en la soberanía nacional de sus aliados, y a China y su rearme, al mismo nivel de tensión estratégica que factores como el cambio climático, los ataques cibernéticos o el repunte de la desigualdad social que incluye en su informe de amenazas globales hasta 2035.
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