madrid
El exjuez Sérgio Moro fue considerado durante un tiempo una suerte de superhéroe de la justicia en América Latina. Había cimentado su fama como magistrado de la Operación Lava Jato, en la que se investigaba la presunta corrupción y lavado de dinero de dirigentes políticos en la adjudicación de contratos de Petrobras y otras grandes compañías.
Moro condenó al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva a nueve años y medio de prisión cuando éste encabezaba las encuestas para las elecciones de 2018. Una condena que ha anulado recientemente la Corte Suprema. El otrora juez estrella de Brasil, efímero ministro de Justicia del presidente ultraderechista Jair Bolsonaro, acaba de reconocer que la investigación del Lava Jato fue un instrumento para combatir al Partido de los Trabajadores (PT) de Lula.
El exmandatario, de 76 años, sopesa presentarse a las elecciones presidenciales de octubre para desalojar a Bolsonaro del Palacio del Planalto. Y Moro juega a encabezar una supuesta tercera vía, aunque su pasado reciente lo delata.
Moro llegó a ser inmortalizado en O Mecanismo, una popular serie de Netflix
"Hay gente que combatió al PT a lo largo de la historia de una forma mucho más efectiva, mucho más eficaz (que el gobierno de Jair Bolsonaro). Fue el Lava Jato", dijo Moro hace unos días en una entrevista. Una sorprendente confesión por más que el narcisista Moro haya querido así recordarles a los brasileños que fue él, y no Bolsonaro, quien estuvo al frente de esa cruzada. Ese reconocimiento y la anulación de las condenas por corrupción no le van a devolver a Lula los 580 días que pasó entre rejas ni la presidencia que tenía en la palma de la mano en 2018.
A mediados de la década pasada, Moro era demandado por universidades y consultoras de media América Latina para dar charlas sobre el combate judicial contra la corrupción y el blanqueo de capitales. El súperjuez llegó a ser inmortalizado en O Mecanismo, una popular serie de Netflix titulada en España Túnel de corrupción. Para entonces, pocos habían oído hablar de un término que, con el paso del tiempo, se ha hecho tristemente familiar: 'lawfare' (guerra jurídica para desestabilizar gobiernos).
Moro cursó estudios en Harvard, cuna del 'lawfare', sobre lucha contra la corrupción. Con el Lava Jato, se había ganado un simbólico cum laude en la materia. Lástima que la Corte Suprema haya entendido ahora que no tenía competencias para juzgar a Lula.
A mediados de 2019, cuando Moro era todavía ministro de Justicia de Bolsonaro, el medio de investigación The Intercept, dirigido por el periodista estadounidense Glenn Greenwald, publicó conversaciones en las que el juez daba consignas a los fiscales del caso para acelerar las fases judiciales de la Operación Lava Jato con el fin de perjudicar a Lula, unas prácticas prohibidas por la ley.
El lawfare siempre apunta alto. Y el expresidente Lula (2003-2010) era la torre política a derribar. Con el exsindicalista en prisión, el PT perdió sus posibilidades de triunfo electoral ante un Bolsonaro que torpedeaba a la izquierda con otro artefacto demoledor: las fake news.
Previamente, la presidenta Dilma Rousseff había sido depuesta por medio de un juicio político amañado. A Rousseff (2011-2016) la destituyó el Congreso por unas desviaciones presupuestarias (irregularidades técnicas en la contabilidad nacional en las que también habían incurrido sus predecesores).
Con todas sus contradicciones internas y sus escándalos de corrupción (que también los hubo, como en el resto de fuerzas políticas), el PT había logrado sacar de la pobreza y de la invisibilidad social a millones de brasileños. Pero su prolongada estancia en el poder sacaba de quicio a los partidos de derechas, los grandes medios de comunicación, el empresariado lobbista y algunos mandos del ejército.
Poco antes de que la Corte Suprema se pronunciara en 2018 sobre la suerte judicial de Lula, el general Luiz Gonzaga Schroeder Lessa advirtió que si el expresidente no iba preso, la decisión "induciría a la violencia" y a las fuerzas armadas no les quedaría otro remedio que dar un golpe de Estado.
Viento a favor
Una encuesta de la consultora Datafolha publicada hace tres semanas otorga a Lula un 48% de intención de voto de cara a los comicios de octubre, frente al 22% de Bolsonaro y el 9% de Moro. Con esos resultados, a Lula le bastaría la primera vuelta para proclamarse presidente electo. Los sondeos reflejan cómo se ha ido desplomando la popularidad del actual presidente brasileño, con índices de rechazo superiores al 60%.
Bolsonaro llegó al poder presentándose como el adalid de la anticorrupción. Para ganarse el favor de las clases medias e incluso de capas pobres de la sociedad, el excapitán del ejército siguió el libreto clásico del populismo de ultraderecha, inundó las redes (especialmente a través de cadenas de WhatsApp) de bulos sobre Dilma, Lula y el candidato petista Fernando Haddad, e instaló un idea-fuerza como reclamo electoralista: los "ladrones" no podían volver al gobierno.
Más de 600.000 brasileños han muerto por el coronavirus
Millones de brasileños compraron su discurso de falsa regeneración política. Muchos de ellos se arrepienten ahora de haber contribuido al triunfo electoral de un "sociópata", como lo ha definido Rousseff.
La gestión de la pandemia ha mostrado la inoperancia de su gobierno, trufado de militares y negacionistas. Más de 600.000 brasileños han muerto por el coronavirus. El mandatario ha insinuado que podría desconocer el resultado de la próxima elección, toda una provocación que, sin embargo, habría que tener muy en cuenta dada la admiración que profesa hacia la dictadura militar que usurpó el poder en Brasil durante dos décadas (1964-1985).
Solo su precaria salud podría alejarlo de la carrera presidencial. Todavía se resiente del apuñalamiento que sufrió en el estómago en plena campaña electoral en 2018. Hace unos días volvía a pasar por el hospital debido a las secuelas de ese atentado.
Sin haber confirmado oficialmente su candidatura, a Lula le crecen los aspirantes a vicepresidente por todas partes. Cuando se le pregunta sobre el tema, él asegura con sorna que ya le han endilgado más de una veintena. Pero hay un nombre que ha empezado a sonar con fuerza en los mentideros políticos de Brasil: Geraldo Alckmin, exgobernador de São Paulo, un dirigente del centroderechista PSDB (Partido de la Social Democracia Brasileña) que fue su rival en las elecciones de 2006.
No sería la primera vez que Lula y el PT eligen a un conservador en la fórmula presidencial. En 2010 Dilma tuvo que tragarse el sapo de Michel Temer (del centroderechista Movimiento Democrático Brasileño, MDB), quien unos años más tarde maquinaría contra ella entre bambalinas junto a los congresistas que tramaban su destitución, quedándose a la postre como presidente interino. Y Lula tuvo como vicepresidente en sus dos mandatos a un empresario evangélico, José Alencar.
De hecho, el PT gobernó con el apoyo de una base parlamentaria aliada conformada por pequeños partidos de diversa identidad, muchos de ellos pertenecientes al denominado Centrão (el gran centro), un magma pragmático y mayoritariamente conservador que suele pactar con el gobierno de turno para obtener réditos políticos.
En todo caso, si finalmente Lula se decanta por presentarse a las elecciones, su programa será con toda probabilidad suficientemente moderado y conciliador para atraer a los votantes que abandonaron al PT en los últimos años.
Tercera vía
Ante el fiasco político de Bolsonaro, una parte del establishment brasileño que lo apoyó en 2018 busca ahora desesperadamente construir una tercera vía para impedir el retorno victorioso de Lula. Hay quien apuesta por Moro y quien confía en una solución más clásica, de la mano del PSDB, con un candidato como João Dória, gobernador de São Paulo y acaudalado hombre de negocios. Pero tanto Moro como Dória representan intereses muy parecidos a los del excapitán. No hay que olvidar que dirigentes del PSDB y del MDB de Temer participaron en el golpe blando contra Dilma Rousseff y allanaron el camino al poder de la ultraderecha.
En la tierra quemada que es el Brasil de Bolsonaro solo hay dos vías posibles hacia las elecciones de octubre. El exmilitar y el exjuez corren en paralelo por la misma pista de la derecha, aunque amaguen con lanzarse dardos. Por el carril de la izquierda avanza un renacido Lula en busca de acompañantes de viaje para ganar la carrera contra el rancio populismo de ultraderecha y los métodos antidemocráticos del 'lawfare'.
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