NUEVA DELHI
Jafar Hussain trabaja en Atlantic, un parque acuático a orillas del Yamuna que tiene toboganes con un agua más limpia que la del agónico río. Jafar es supervisor de las instalaciones y comenta que, para conseguir ese puesto, tuvo que aprender hindi muy rápido. De sus cinco hijos, dos han nacido en el campamento de refugiados en el que vive. Jafar es rohingya, lleva seis años en Delhi y de ninguna manera se ve volviendo a la tierra natal de la que huyó.
En la India viven unos 40.000 miembros de esta comunidad de mayoría musulmana que escapa de las atrocidades del ejército en Birmania. 16.500 cuentan con el estatus de refugiado de Naciones Unidas. No llegaron aquí tras el último gran éxodo iniciado en agosto, sino que fueron viniendo tras distintas oleadas de violencia y persecuciones, sobre todo desde 2012. Los campamentos en Delhi, en Cachemira, en Haryana o en Maharashtra se convirtieron en un nuevo hogar en el que han ido construyendo sus vidas.
Jafar tiene 35 años, una mirada penetrante y viste una camisa vieja y un lungui a cuadros (una suerte de pareo tradicional). La primera impresión es el azul gastado de su ropa, el gris de sus jóvenes canas y el rojizo de unos dientes aficionados a mascar tabaco y especias. Para llegar hasta la capital india, este hombre viajó en barco de Birmania a Bangladesh, en autobús de Bangladesh a Calcuta y en tren de Calcuta a Delhi. “Vine con mi mujer y mis hijos para darles seguridad, mis padres y otros familiares están en campamentos de Bangladesh y una hermana se quedó en Birmania porque no se atrevió a cruzar la frontera”.
Jafar y su familia viven en el campamento de Kanchan Kunj, al sur de Delhi. Nos pide que nos descalcemos para entrar en su chabola de dos pisos. Él duerme en el de arriba con dos hijos; su mujer, Taslima, en el de abajo con una hija y otros familiares. Haciendo un puente con cables, el hombre enciende un pequeño ventilador oxidado para soportar mejor el calor durante la conversación. "El baño que tenía en mi casa de Birmania era tan grande como esta casa", dice él, tras contar que en su tierra natal se dedicaba a la medicina ayurvédica. “Nos manejamos bien con lo que hay. No es gran cosa, pero esto comparado con Birmania es un pequeño paraíso porque allí no nos podíamos ni mover, ni educar a nuestros hijos ni estar seguros de que no nos fuesen a hacer algo”, añade ella, que saca algo de dinero arreglando prendas con una máquina de coser apoyada junto a la pequeña ventana. Tres de sus hijos van a una escuela pública cercana.
Al asentamiento, en el que viven 55 familias, se llega por un camino de tierra en mal estado. Son unas 40 casas construidas con tablas de madera y techos de aluminio en las que apenas entra la luz solar. Entre las viviendas hay un par de tiendas de comestibles, una mezquita, una escuela coránica y seis baños para todos. Decenas de niños corretean por sus callejuelas mientras las mujeres lavan la ropa en la fuente o miran con frialdad, desde la profunda oscuridad del interior de su hogar, al visitante que interrumpe sus rutinas domésticas.
El tipo de vida que llevan, sus rasgos físicos o incluso que entre ellos hablen en hindi y no en su lengua materna hace que sea prácticamente imposible diferenciar a los rohingya que viven aquí de cualquier ciudadano indio
El tipo de vida que llevan, sus rasgos físicos o incluso que entre ellos hablen en hindi y no en su lengua materna hace que sea prácticamente imposible diferenciar a los rohingya que viven aquí de cualquier ciudadano indio que emigra a la capital en busca de un futuro. Los hombres trabajan como peones en negocios adyacentes, conducen autorickshaws o salen cada mañana hacia la carretera principal, en la que esperan junto a una bolsa de yute cargada de herramientas a que algún empleador les necesite para algún trabajo de una sola jornada. Viven al día, como muchos de sus vecinos. Mañana es un futuro lejano en el que no se puede pensar.
"No es que aquí les vaya todo bien. Hay un gran desempleo y viven en las condiciones en las que viven. Han asimilado ese tipo de problemas, esa vida diaria a la que se enfrentan también muchos indios", afirma Syed Zafar, presidente de la Fundación Zakat que les cedió este terreno y les proporciona ayudas para la educación de los menores del asentamiento.
Inmerso en esa rutina, Jafar nos cuenta que el tema que les ocupa este mes es la boda concertada de una familiar que va a ser casada con un hombre, rohingya y musulmán, que vive en otro campamento.
Del mismo modo que Amanullah, un señor de 60 años que regenta una pequeña tienda, afirma que su preocupación es que tiene cuatro hijos estudiando en la escuela y otro en la universidad, unos gastos que resulta complicado afrontar. Su hijo Ali trabaja en lo que puede para costearse los estudios de políticas en la facultad pero sabe que el futuro laboral que le espera es oscuro, precario y seguramente no tenga nada que ver con la rama que eligió.
Amanullah llegó con su familia a India en 2012, después de haber sido detenido dos veces y de que el gobierno birmano le quitase sus propiedades. "Aquí estamos mucho mejor porque la situación en Birmania está fuera de control. Allí queman nuestras mezquitas, nuestros pueblos, nuestras casas", asegura desde el mostrador de su tienda con una voz calmada, lenta, mientras se acaricia una barba anaranjada teñida con henna. "Nos gustaría regresar porque es nuestro país de origen y nos encanta, pero es imposible pensar en volver".
Pensar en volver nunca ha sido una opción real, pero en los últimos meses se ha propagado en el asentamiento cierta intranquilidad porque el actual gobierno de la India no piensa lo mismo.
El Ejecutivo, en manos del partido hinduista BJP, ha manifestado en repetidas ocasiones su deseo de deportar a los rohingyas que viven en India tras pasar a considerarles "inmigrantes ilegales" que suponen una "seria amenaza para la seguridad nacional".
"Nos gustaría regresar porque es nuestro país de origen y nos encanta, pero es imposible pensar en volver"
El Tribunal Supremo, que está estudiando el asunto, ha paralizado la deportación y esta semana ha ordenado al gobierno que presente un "informe exhaustivo" sobre el estado de varios campamentos de rohingyas, después de que estos denunciasen las precarias condiciones antihigiénicas en las que viven, sin acceso a servicios básicos como el agua potable. El gobierno del BJP le pide a los jueces que no intervengan ni en la situación que viven los rohingyas en India ni en su posible expulsión.
"No podemos darles más beneficios que a nuestros propios ciudadanos (…) No es que el gobierno sea discriminatorio, pero han estado aquí unos diez años y la avalancha de peticiones (en los tribunales) ha llegado repentinamente cuando estamos luchando contra la inmigración ilegal desde Bangladesh", afirmó ante los jueces Tushar Mehta, el representante gubernamental en el caso.
Según el analista Niranjan Sahoo, del Observer Research Foundation (ORJ), el gobierno indio debería afrontar la crisis rohingya con una perspectiva más amplia. "Esta crisis se está llevando con una política basada en el miedo, la seguridad y el interés que hay por mantener buenas relaciones con Birmania porque es la puerta hacia el sudeste asiático, pero es un enfoque muy cortoplacista, India debería adoptar un rol más proactivo", señala a este diario el investigador.
Este experto sostiene que, dentro de casa, el BJP mantiene un discurso "muy contundente" contra los rohingya para no mostrarse vulnerable frente a sus aliados del RSS, un grupo de extrema derecha hindú con marcado carácter antimusulmán. "Eso les generaría problemas domésticos. Tienen que mostrar esa imagen dura de cara a la galería, pero la verdad es que la que se está viendo dañada es la imagen de India". Sahoo no cree que las expulsiones se acaben llevando a cabo porque lo impedirán los tribunales y porque, dice, en la práctica es una medida imposible de implementar debido a la dificultad de identificar quién es rohingya.
Arijit Sen, de Amnistía Internacional, afirma a Público que India tiene "una responsabilidad legal, ética y moral de ayudar a las personas que escapen de persecuciones" y denuncia que el gobierno está "estigmatizando" a todos los rohingya queriendo devolverles a la limpieza étnica de la que huyen, una postura que también condenó el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad al-Hussein.
Según el investigador Sen, el miedo que existe entre los rohingya a ser expulsados ha provocado que algunos hayan optado por no registrarse como solicitantes de asilo por temor a ser identificados. "En un clima como el actual invadido por el nerviosismo, prefieren el silencio y la oscuridad".
"Tenemos miedo de que el gobierno decida deportarnos y tengamos que dejar todo otra vez. No somos malas personas, no hemos hecho nada ilegal ni en India ni en Birmania. Nuestro pecado es ser musulmanes, por eso nos tratan así", cuenta Jafar sentado en el suelo de su casa, antes de mostrar en el móvil las fotos que guarda del parque acuático en el que trabaja.
Syed Zafar, líder de la ONG que asiste a los rohingya de Delhi, cree que esa incertidumbre se ha expandido porque los refugiados no saben que las advertencias del gobierno son una maniobra electoral. "No hay forma de devolverles porque si decidiesen deportarles, ¿dónde les llevarían? Sólo podrían tirarlos al mar porque Birmania no los aceptaría. Pero ellos no comprenden que todo es un movimiento político así que desde que el gobierno amenazó con deportarles tienen miedo de volver a casa y ser exterminados y dicen que antes prefieren morir aquí".
"Los budistas mataron a mi padre. Fueron militares del ejército: vinieron, rompieron toda su tienda, le pegaron, le torturaron y murió días más tarde en el hospital"
Como Abdul Karim, un hombre sonriente de 40 años y mofletes generosos que se peina con la mano cuando el visitante extranjero llega al tenderete en el que vende productos básicos. "La policía india siempre nos había dicho que estuviéramos tranquilos, que mientras no hiciésemos nada ilegal no nos pasaría nada, pero después el gobierno dijo que somos ilegales, así que ahora no sabemos".
Abdul abandonó Birmania solo, durante siete días a pie hasta llegar a Bangladesh. "Los budistas mataron a mi padre. Fueron militares del ejército: vinieron, rompieron toda su tienda, le pegaron, le torturaron y murió días más tarde en el hospital". Tiempo después cruzó su familia. En Birmania no le queda nadie, quien no está en este asentamiento está en alguno de Bangladesh. "No quiero volver, ni siquiera pienso en eso, es imposible. Antes me muero".
Su tienda es la última en el campamento de Kanchan Kunj. En la pared cuelga una foto de Kofi Annan y una cita del discurso que leyó al recibir el Nobel de la Paz: "Un genocidio empieza con el asesinato de un hombre no por lo que ha hecho, sino por lo que es".
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