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Si hay un dirigente en América Latina que encarna la tensión entre la realpolitik y el deseo de transformación social es José Mujica, el Pepe, una rara avis de la política que, tras su militancia guerrillera y su calvario en la cárcel, llegó a la presidencia de Uruguay en 2010 de la mano del Frente Amplio (FA).
Fundado en 1971 gracias al empuje de un sólido movimiento de base, el Frente sobrevivió en la clandestinidad a la dictadura cívico-militar (1973-1985) y fue consolidándose como coalición electoral y movimiento social con la restauración de la democracia. La prolongada eficacia electoral del FA uruguayo (se ha mantenido en el poder entre 2005 y 2020) es un caso excepcional en la región, un modelo de convergencia que han tratado de emular, con suerte desigual, las fuerzas progresistas de varios países. Es, también, un espejo en el que podría mirarse la plataforma que propone en España la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz.
Llámese o no Frente Amplio, el proyecto de Díaz, que dio sus primeros pasos en la reciente reunión de València a la que asistieron Ada Colau, Mónica Oltra, Mónica García y Fátima Hamed Hossain, puede encontrar en América Latina ejemplos de éxito para trasladar a España y, también, fracasos y errores de los que aprender. Díaz ha insistido en que quiere empezar desde abajo y por ello abrirá en enero un proceso de "escucha" a la ciudadanía. Al mismo tiempo, si finalmente se celebran elecciones en Andalucía en la próxima primavera, los hipotéticos pactos regionales de las fuerzas progresistas podrían servirle a la ministra de Trabajo como prueba de laboratorio para construir su proyecto nacional.
"Las izquierdas tienen que aprender a encontrar caminos del medio que hagan sustentable lo más importante, que es la unidad, porque desunidos no van a ningún lado, desunidos son polvo de la historia. Para ser alternativa hay que estar unidos", dijo recientemente Mujica refiriéndose a la experiencia del Frente Amplio, cuyos gobiernos se han caracterizado por un gran pragmatismo que ha conjugado avances sociales y liberalismo económico.
El Frente Amplio uruguayo se fraguó a mediados de los años 60 tras dos acontecimientos históricos cruciales: la unificación de las corrientes sindicales en la Convención Nacional de Trabajadores y la celebración del Congreso del Pueblo en el que se dieron cita organizaciones sociales y figuras relevantes de la cultura y el mundo universitario.
El Frente se fue moldeando de abajo arriba. El movimiento social sentó primero las bases programáticas que asumiría después la coalición electoral (en la que cohabitarían socialistas, comunistas, demócrata-cristianos y sectores liberales progresistas) en su estreno en las elecciones de noviembre de 1971, en las que obtuvo un 18% de los votos. El golpe de Estado cívico-militar de 1973 apartaría al Frente de las urnas hasta finales de 1984. Veinte años después, un candidato del FA, Tabaré Vázquez, llegaría al poder y pondría fin a la hegemonía de los dos partidos tradicionales en Uruguay, el Blanco (derecha) y el Colorado (centro).
Siguiendo la estela uruguaya han aflorado en América Latina experiencias similares, cada una con sus peculiaridades nacionales, en Perú, Colombia, Argentina, Chile, Paraguay, Costa Rica, Panamá o República Dominicana. Pese a la carga simbólica de la unidad, el frentismo no ha sido, sin embargo, un seguro de vida para la izquierda latinoamericana. Algunos proyectos han naufragado por discrepancias entre sus miembros o debido a una coyuntura política poco propicia para el avance de fuerzas transformadoras. La velocidad de la nueva política ha hecho, además, que el fenómeno frenteamplista esté sometido a un continuo aggiornamento.
Chile y Argentina
En ocasiones, esos frentes (no tan) amplios han tenido que buscar el sostén de un paraguas mayor, como si se tratara de un juego de matrioskas. Es el caso del Frente Amplio (FA) chileno, nacido en 2011 al calor de las protestas estudiantiles en demanda de una reforma educativa. Ahí se forjó Gabriel Boric, el dirigente de izquierdas que aspira a convertirse en presidente en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales (el 19D). Para alcanzar esa posición privilegiada, el FA ha unido fuerzas con el Partido Comunista, cuyo líder, Daniel Jadue, era el favorito en las primarias de la izquierda, en las que finalmente se impuso el joven Boric (35 años). Apruebo Dignidad, la marca electoral resultante de esos acuerdos, ha engullido a un Frente Amplio que en las presidenciales de hace cuatro años, con Beatriz Sánchez como cabeza de cartel, atrajo al 20% de los chilenos.
Otros frentes amplios han tenido vidas efímeras. Para concurrir a las elecciones de 2011, el Partido Socialista argentino armó el Frente Amplio Progresista (FAP) en torno a la figura de Hermes Binner, exgobernador de la próspera provincia sojera de Santa Fe, donde el socialismo estaba sólidamente instalado. Binner tuvo que lidiar en las urnas con el entonces hegemónico kirchnerismo. Cristina Fernández de Kirchner arrasó en las elecciones, con un 54% de los votos, pero Binner y su FAP fueron capaces de superar a los radicales de Ricardo Alfonsín (hijo del expresidente Raúl Alfonsín) y situarse como primera fuerza de la oposición.
Aquella experiencia, sin embargo, se diluyó enseguida y hoy el frentismo es patrimonio del peronismo, capaz de engullir toda suerte de ismos, a excepción del trotskismo, que anida en Argentina en otro frente, el FIT (Frente de Izquierda y de Trabajadores). En constante reinvención, el peronismo se puso el traje frenteamplista hace dos años y medio. Bajo la etiqueta electoral del Frente de Todos (dejando claro que el peronismo no se conforma con ser amplio, debe ser total), Cristina Kirchner dio con la tecla adecuada para desbancar del poder al gobierno neoliberal de Mauricio Macri.
La jugada maestra de la exmandataria fue ceder el primer puesto del ticket electoral al moderado Alberto Fernández. Las distintas familias peronistas se sumaron al proyecto. El Frente de Todos barrió al macrismo en octubre de 2019. Y los Fernández se repartieron el poder (Alberto, presidente; Cristina, vicepresidenta). La crisis económica asociada a la pandemia ha erosionado los apoyos de la coalición, que cosechó una derrota a manos de la derecha en los recientes comicios legislativos de medio término.
Pero lo relevante es que el experimento frentista, más allá de las habituales desavenencias entre sus integrantes, ha funcionado electoralmente y es hoy todavía competitivo. Como ocurre en Uruguay, el frentismo peronista está conformado por sensibilidades diversas. Por su notable apoyo electoral (en torno al 35%), la nave nodriza de la alianza es el kirchnerismo (que bebe del peronismo más combativo de los 70 y está más próximo a Evita que a Perón). Esa corriente mayoritaria coexiste con figuras más cercanas a la socialdemocracia (el propio presidente Fernández) y al centrismo liberal (Sergio Massa, presidente de la Cámara de Diputados y en su día rival de Cristina en las urnas).
La esperanza colombiana
La fiebre frenteamplista latinoamericana también ha llegado a territorios de tradición política conservadora, como Colombia, donde la izquierda se ha visto tradicionalmente arrinconada por el rodillo de los partidos tradicionales, el Liberal y el Conservador, y estigmatizada por la irrupción de las guerrillas a partir de los años 60 (FARC-EP, ELN, EPL, M-19).
A mediados de 2014 un grupo de dirigentes de izquierdas fundó el Frente Amplio por la Paz, una iniciativa surgida para respaldar al presidente Juan Manuel Santos en la segunda vuelta electoral de ese año. Era una apuesta por el diálogo entre el Gobierno y las FARC para avanzar en los acuerdos de paz, pero nació con la idea de perdurar en el tiempo.
Cuatro años más tarde, el exguerrillero del M-19 Gustavo Petro, apoyado por varias agrupaciones de izquierda, llegaba a la segunda vuelta de unos comicios presidenciales en los que perdería frente a Iván Duque, delfín político del expresidente Álvaro Uribe. Petro encabeza ahora las encuestas de cara a las elecciones de mayo de 2022 al frente de otra alianza de corte frenteamplista, el Pacto Histórico. Además de contar con el apoyo de sus aliados naturales de izquierda, Petro se ha rodeado de figuras públicas alejadas de ese espacio, una decisión criticada por algunos sectores y que el exalcalde de Bogotá ha justificado apelando a la recurrente transversalidad: "El Pacto Histórico es entre diferentes, si no, no es Pacto". Mujica no lo habría expresado mejor.
Fracasos frenteamplistas
Pero el recurso frenteamplista no funciona de forma automática con solo nombrarlo. En algunos países centroamericanos y en República Dominicana sus resultados electorales han sido desastrosos.
En Perú, la experiencia tampoco ha sido fructífera. Fundado hace una década por sectores de izquierda y algunos movimientos sociales, el Frente Amplio peruano rozó el 19% en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2016. Su candidata, Verónika Mendoza, llegaba a los comicios como principal referente de la coalición pese a que no pertenecía a ninguna de las principales facciones políticas que la conformaban.
La bancada parlamentaria del Frente se escindiría un año después por discrepancias internas y conflictos por la gestión de los recursos institucionales. De esa división nacería Nuevo Perú (con diez de los 20 diputados del FA). Cinco años más tarde, en abril de 2021, Mendoza, al frente de Nuevo Perú, parecía destinada a enfrentarse en una hipotética segunda vuelta electoral con Keiko Fujimori, aspirante de la derecha más corrupta. Pero la candidata de izquierdas apenas logró un 8% de los votos en la primera vuelta.
Pedro Castillo, un maestro rural casi desconocido y con marchamo también izquierdista, se colaría en una fiesta a la que no había sido invitado, pero de la que saldría con la banda presidencial en el pecho. La experiencia frenteamplista, en todo caso, hacía tiempo que había saltado por los aires. Marco Arana, uno de los fundadores del proyecto, presentaba el certificado de defunción de la coalición al no obtener representación parlamentaria en esos comicios.
Si Boric y Petro triunfan en Chile y Colombia, las plataformas frentistas reforzarán su razón de ser en América Latina y, por qué no, en España. Allí donde los partidos de izquierda tradicionales no han logrado mayorías estables, las alianzas entre sectores diversos del espectro progresista pueden ser artefactos electorales eficaces y, a la postre, fuerzas transformadoras desde los gobiernos. Su éxito dependerá en gran medida del cuidado con que se tejan los acuerdos y se aplaquen los egos.
Los primeros pasos de Yolanda Díaz parecen encaminados a tener en cuenta esas variables. Mujica resumía así hace un par de meses las claves del éxito uruguayo: "El Frente Amplio no es un pacto electoral para ganar una elección. Es un pacto histórico; logramos meter desde la Democracia Cristina hasta el Partido Comunista y estamos todos juntos. Nos peleamos y tenemos diferencias, pero vamos haciendo programas en los que nos ponemos de acuerdo para cada etapa. Acatamos la decisión de la mayoría. A veces nos tenemos que comer algún que otro sapo, pero la unidad con la diversidad, estratégicamente, vale mucho más que las disidencias tácticas". Y ésa parece ser la fórmula: unidad y diversidad. Hasta la victoria...
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