Madrid
A Bilal Hassa el 4 de agosto le saltó por los aires la tienda, la casa y la vida que había construido durante veinticinco años en Beirut. Dos semanas después todo sigue hecho añicos, su familia es víctima de la tragedia y él espera a que alguien con ayuda pase por su establecimiento para saber cómo va a salir adelante.
Hassa duerme en el sofá de lo que queda de su casa, una vivienda situada en el mismo edificio en el que están los restos de su tienda, donde hoy cuelga un papel en el que se lee "Edificio inhabitable, riesgo de derrumbe".
Esta construcción, al igual que las de casi 300.000 personas en Beirut, sufrió el impacto de la onda expansiva provocada por la explosión de cerca de 3.000 toneladas de nitrato de amonio en el puerto de Beirut.
Hoy la tienda que suministraba alimentos al vecindario está destruida, sus inventarios están inservibles y Hassa aguarda a que su mujer y un hijo salgan del hospital.
Ha enviado a otro crío a Siria con los abuelos para que se encarguen de él en medio del desastre.
"Vine al Líbano en 1995, el trabajo de mi vida durante los últimos veinticinco años desapareció en un segundo", lamenta este hombre de 48 años. nacido en la siria Tartus. Aquel día él estaba sentado en el escritorio en su tienda, cuando escuchó una pequeña explosión.
"Salí de la tienda para ver qué estaba pasando, pensé que era un bombardeo. Cuando pasó la primera explosión corrí bajo un árbol y, en segundos, se produjo una enorme explosión", recuerda. "Vi a mi hijo corriendo con un par de zapatos gritando 'Papá ayuda a mamá'", agrega.
El periplo de Hassa por los hospitales fue como el de otros ciudadanos de Beirut, que tuvieron que buscar asistencia en centros sanitarios saturados o derruidos, o ambas cosas, ante los más de 6.000 heridos que dejó la tragedia.
"Tomé a mi mujer y empezamos a correr al hospital más cercano, pero todos estaban afectados", explica, recordando que al final decidió "subirla a una motocicleta que pasaba para que fuera a otro hospital".
Hassa ha enviado a su hijo mediano Daniel con sus abuelos a Tartus, algo que él mismo está pensando hacer. "Daniel no me habla desde aquel día, todos los niños necesitarán ayuda psicológica", considera. Con su hijo pequeño y su esposa aún en el hospital, este tendero solo espera ayuda, algo que, asegura, en dos semanas aún no se ha producido.
"Todavía estoy esperando a que alguien venga a revisar la destrucción. Si esto es considerado un ataque terrorista o israelí, nadie pagará los daños y ahí lo habremos perdido todo", señala en alusión a la compañía de seguros, con la que espera al menos poder salvar la tienda, aunque no los productos dañados.
Sí le visitó alguien de la Seguridad del Estado, que le dio una hora para abandonar su casa y su comercio. "Le dije: ¿dónde voy a poner todo lo que tengo y a dónde voy a ir?", relata. La situación se resolvió con una firma, la que el funcionario de Seguridad le obligó a estampar en una carta en la que Hassa se hacía responsable de lo que pudiera sucederle por quedarse allí.
El hombre estima en más de 100.000 dólares las pérdidas por los daños de la explosión. "Si algún grupo de ayuda no viene a socorrernos, será un desastre porque el Gobierno libanés no nos ayudará", asegura.
A pesar de todo, reconoce que es un afortunado, cuando narra cómo la onda expansiva hizo que todas las botellas de alcohol estallaran contra la pared, destrozándolo todo. Incluso los frigoríficos sucumbieron a la presión y saltaron por los aires.
"Las botellas reventaron la pared. Si hubiera habido alguien, habría muerto seguro", dice. "Doy las gracias porque puedo abrazar a mis hijos", añade, al recordar aquel 4 de agosto y una tragedia que ha costado la vida a 180 personas.
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