lima
A una semana de la segunda vuelta, Lima está tensa. Este sábado, una marcha de apoyo "a la democracia" (en realidad, de apoyo a Keiko Fujimori) se convirtió en una ruidosa caravana de automóviles que provocó burlas pero también dejó sentir su presencia. En los distritos residenciales de la capital, circulaban camionetas y vehículos todoterreno con banderas peruanas y carteles: "No al comunismo". Es un contraste llamativo con las manifestaciones callejeras, a pie, con las que Pedro Castillo llena plazas cada día.
Castillo, el candidato de izquierda que dio la sorpresa en la primera vuelta, es la gran amenaza o la única esperanza, según como se mire. Para una parte de los peruanos —esa que salió en vehículos de alta gama— es la encarnación del comunismo, una nueva Venezuela. Para otra parte, es la opción que puede dejar sin la Presidencia a Keiko Fujimori, quien no solo ha prometido el indulto para su padre, el exdictador Alberto Fujimori, sino que también tiene historial propio.
En 2016, Fuerza Popular —el partido fujimorista— obtuvo una mayoría congresal arrolladora; el resultado fue el boicot constante al Gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, que llevó a la interrupción de quince años consecutivos de alternancia democrática (la bancada, con cercanías a bandas criminales y a una red de jueces corruptos —como se supo luego—, forzó la renuncia del presidente).
Keiko misma está procesada por corrupción —la fiscalía pidió treinta años de prisión para ella—, estuvo presa, pero fue puesta en libertad por riesgo de covid. Además, tiene en su equipo al médico Alejandro Aguinaga, uno de los responsables de las esterilizaciones forzadas de Fujimori padre (una política que afectó a decenas de mujeres campesinas). Si Castillo gana, Keiko perderá la elección por tercera vez y probablemente la opción de la Presidencia se le cerrará para siempre. Eso, para muchos, suena tentador.
Pero no es una opción tan fácil.
Castillo no es el comunista que dicen sus críticos. No parece creíble que vaya a instaurar el socialismo o una autocracia chavista en el Perú. Pero tampoco es un hombre que inspire confianza. Es un outsider; no de los fabricados por la derecha —que hasta quiso poner a un exportero del Alianza Lima para dárselas de popular—, sino uno auténtico, inesperado. Lo que salta a la vista de Castillo parece noble: un maestro de escuela al poder, un hombre simple con sombrero de agricultor. ¿Por qué no? Pero no es tan simple. Su condición de profesor habla de la loable vocación por la enseñanza en el campo, pero también de una historia de ascenso sindical que lo muestra como cualquier cosa menos un político ingenuo.
Algo que se pierde de vista —tal vez él mismo, con su hablar populachero, su llanto fácil, lo procura— es que es un animal político y conoce el arte de escalar estructuras de poder. En las plazas, Castillo arenga contra las trasnacionales y ciertas instituciones decadentes. En las entrevistas, se desdice, da rodeos y vacila. Aunque cálido y carismático, no parece brillar con las palabras o los argumentos. La mayor habilidad se ve en sus gestas, y no siempre de la mejor manera.
Fue en el movimiento sindical de maestros de Perú donde Castillo mostró la ambición y sentido de la oportunidad que culminó en una carrera vertiginosa. Para escalar en la organización, se alió con los enemigos de la cúpula del sindicato oficial (Sutep). El asunto es que esos enemigos pertenecían a una facción del magisterio con vínculos con Movadef, grupo que busca la amnistía de los cabecillas presos de Sendero Luminoso (incluido Abimael Guzmán).
Movadef no es un movimiento terrorista, pero sí nace con un pecado de origen: quiere la libertad para los senderistas encarcelados, y eso en Perú es, de por sí, inadmisible, algo que deja excluido del juego político a quien lo defienda. La brutalidad sangrienta de Sendero provocó que, una vez derrotado, no hubiera espacio para ninguna concesión. A diferencia de lo que ocurre en otros países, en Perú no se ha planteado una participación de los grupos subversivos desarmados en la política.
¿Este antecedente demuestra que Castillo es capaz de hacer un pacto con el diablo? ¿Que haría alianzas sin escrúpulos? ¿O que es alguien con una visión posconflicto de apertura democrática? No se sabe. El caso es que con esa alianza Castillo pudo organizar en 2017 una impresionante rebelión contra la cúpula sindical, que había llegado a un pacto con el Gobierno derechista de Pedro Pablo Kuczynski (un pacto que el profesor no aceptaba). Castillo lideró la gran marcha que llegó hasta la capital: los maestros acamparon en las plazas del centro de Lima. Antes, Castillo se había postulado a un par de cargos públicos, sin éxito, pero esta huelga de 75 días fue su verdadero nacimiento político.
Ya entonces se vio una máxima de Castillo: los enemigos de mis enemigos son mis amigos. La prensa fujimorista, que hoy destruye al candidato pero que, entonces, quería desestabilizar al régimen de Kuczynski, le prestó oídos a su historia de lucha.
Como todo aquel que anda con juntas poco recomendables, Castillo tiene la coartada de estar usándolos como instrumentos a su favor. La gran pregunta sigue siendo si, al contrario, el instrumento es él. Este interrogante también es válido cuando se alude a su filiación con otro personaje polémico: Vladimir Cerrón, el líder del partido Perú Libre, por el que Castillo se postula.
Cerrón provoca rechazo en Lima; de hecho, fue el motivo de la ruptura de la izquierda años atrás. Neurocirujano formado en Cuba, jamás se ha deslindado de los procesos progresistas latinoamericanos (Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo Morales). A su imagen de radical se le suma cierto conservadurismo misógino y homófobo. Cerrón era el candidato natural de Perú Libre, pero estuvo preso por corrupción —opiniones autorizadas han dicho que ese juicio tuvo varias irregularidades, y que se usó para neutralizar a un líder con proyección—. A pesar de que salió libre, el Jurado Nacional de Elecciones le negó la participación en los comicios. Castillo, que entró como invitado para vicepresidente, pasó a ser el candidato. Nadie en Lima lo tomó en serio.
Pedro Castillo no parece un hombre comprometido ideológicamente. De su lealtad, aun no sabemos. Pero si bien es estratégico y pragmático, no cede. A diferencia del expresidente Ollanta Humala, que firmó un compromiso ante figuras prominentes como Mario Vargas Llosa, Castillo no ha dado muestras de querer someterse a condicionamientos. Sigue firme en sus propuestas. Quiere cambiar la Constitución (redactada y aprobada tras el golpe de Fujimori), para liberar los candados que impiden una mayor participación del Estado. Quiere reformar el sistema de pensiones. Después de la primera vuelta, la élite progresista dijo que esta intransigencia era un error que no le permitirá avanzar. Pero allí es donde Lima —y la burbuja socialdemócrata— parece no entender en qué país vive.
El Perú hace buen tiempo que vota masivamente contra el modelo económico (aunque no constituya una mayoría). Existe un descontento en todo el país, en provincias ajenas a Lima donde el Estado sigue sin llegar, donde el abandono produce pobreza y deja a las poblaciones a merced de la corrupción, la minería ilegal y el narcotráfico. Es un electorado rabioso que está dispuesto a arruinar el continuismo falsamente próspero de la capital. No comparte los remilgos de la capital. No entra en histeria ante las acusaciones de terrorismo. De hecho, en Ayacucho, que fue la región más golpeada por Sendero Luminoso, Castillo ganó con más del 45% en primera vuelta. Y sigue ganando.
La pandemia ha sido un golpe de desengaño que afectó la imagen del modelo económico. Perú ha sido el país más golpeado por la covid-19 de la región, junto con Brasil, y eso ha revelado la precariedad de un sistema de salud abandonado por el neoliberalismo, que promueve el negocio de clínica privada y admite los cobros exorbitantes de medicinas.
En el descrédito del sistema, están los puntos a favor de Castillo, las razones de la empatía y el beneficio de la duda en contraste con su contrincante (hija de un autócrata y también del instaurador del modelo neoliberal). El profesor nació en 1969 en Chota, Cajamarca, en un caserío rural. Vivió en la pobreza. Fue rondero, que es como se conoce a los miembros de las autodefensas campesinas que fueron vitales en la derrota de Sendero Luminoso.
En tiempos de redes sociales y campañas con algoritmos, Castillo ganó la primera vuelta contando 3.000 seguidores en Twitter (hoy tiene 72.000, nada si se compara con el millón de Keiko Fujimori). Se dice que es desconfiado en extremo, y tal vez eso explica su conducta errática: como los agentes de inteligencia, compartimenta la información. Cada colaborador suyo sabe solo una parte, la que él quiere. Hace cambios de planes todo el tiempo para que la información no se filtre, y por eso sus manifestaciones son inesperadas. En primera vuelta, fue a votar montado en un caballo. Es posible que esta vez ya no lo haga, pero medio Perú duerme temiendo ese galope.
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