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México ha sobrepasado recientemente los 100.000 desaparecidos, una cifra estratosférica para un país que no está en guerra. La movilización del Ejército en el combate al narcotráfico decretada por Felipe Calderón a partir de 2006 disparó el número de víctimas. La violencia en México se ha documentado en excelentes libros de crónica narrativa, como el clásico Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez. Pero la magnitud del drama hace necesario a veces otro punto de vista más periférico, más simbólico y no por ello menos veraz.
La literatura abre una ventana para asomarse desde otra perspectiva a una tragedia que no cesa. Una mirada que suele sacudir conciencias. Sucedió, entre otras obras, con 2666, la novela póstuma de Roberto Bolaño. Y sucede ahora con El libro de nuestras ausencias (Candaya, 2022), de Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, 1983). Nacido en esa Sinaloa donde se rinde tributo a los narcotraficantes, el escritor mexicano ha descendido a los infiernos durante los últimos 15 años para narrar a través de una voz coral, rulfiana, la violencia del narcotráfico, las desapariciones, las fosas clandestinas... Es la voz de los supervivientes, como las incansables "rastreadoras" que andan y desandan el desierto del noroeste mexicano para rescatar sus "tesoros".
El fenómeno de la violencia en México ha sido tratado por la literatura desde diferentes ángulos. ¿Cuál es el enfoque que propone 'El libro de nuestras ausencias'?
En las dos últimas décadas se ha hablado de la violencia en la literatura mexicana desde la posición de las víctimas, que representa una voz impostada porque las víctimas ya no tienen voz, o desde la posición de enaltecer una cierta nobleza del criminal, presentándolo como una especie de Robin Hood, de héroe popular caído en desgracia, un personaje malo porque el mundo lo ha hecho así.
Y para mí el relato que cuenta más la historia del México actual, de Sinaloa y el noroeste, es el relato de los supervivientes, de las familias de las víctimas, esas que están en la orilla de la fosa clandestina asomándose a unos restos humanos que no saben de quién son pero que de alguna manera son suyos. Y se asoman al mismo tiempo a la realidad de su ciudad, de su pueblo, adonde tienen que regresar porque tienen una familia, una casa, un trabajo... No se pueden ir de ahí. Es como un limbo.
Por un lado, está el infierno del desaparecido, de la víctima. Y por otro lado, el paraíso del héroe caído en desgracia, del narco bueno o del policía corrupto pero en el fondo bueno. Y luego estamos todos los demás, todo ese grueso de población que no tenemos armas, que no consumimos ni vendemos droga ni tenemos negocios con el narcotráfico... Toda esa población se queda silenciada. Mi idea entonces era retratar esa conversación colectiva entre ese grupo de gente a la que han arrebatado un ser querido y está presionada por todo lo demás: pagar el alquiler, las deudas, el trabajo de cada día. Es como si te estuvieran chingando por todos lados.
Al inicio del libro se dice que México es un país esquizofrénico, lleno de fantasmas. ¿Es una esquizofrenia superior a la de otros países?
No sé si México es más o menos esquizofrénico que otros países. Por lo que he leído, creo que se asemeja a Estados Unidos, otro país muy esquizofrénico. A lo que me refiero con lo de país esquizofrénico es a que se ha normalizado la violencia.
Hay en México un proceso de adaptación a lo perverso, a la violencia. Cada vez es más fácil ver una atrocidad y luego darse la vuelta y seguir con tu vida. Vas haciendo deporte por la calle y ves un cadáver y lo saltas y sigues corriendo. Y después lo cuentas como si eso no significara la pérdida de una vida.
Y, luego, se hacen bromas con esto o se coloca en un pedestal a los narcos y la cultura del narcotráfico. Y, al mismo tiempo, hay partidos de béisbol, desfiles y una marcha por la paz para que no extraditen al Chapo Guzmán. Y, todo eso, en un mismo plano. Esa simultaneidad es la esquizofrenia, todas esas personalidades de un país que conviven y, a veces, no se miran de frente, pero están ahí.
La novela narra la búsqueda de Orsina, una actriz de teatro, por parte de dos hermanos. Violencia del presente y del pasado, pues también aparece José de Gálvez, Visitador General de la Nueva España.
La idea de que apareciera José de Gálvez en la novela surgió a partir de una imagen que me rondó la cabeza. Imaginaba a las "rastreadoras" [familiares de los desaparecidos] cavando una fosa común en una especie de frenesí, yendo hasta lo más hondo. Y en esa excavación encuentran, a través de los estratos de la tierra, que son los estratos de la Historia, a los muertos de las represiones estudiantiles, los muertos de las guerrillas comunistas y anarquistas de los años 50, los muertos de la Cristiada en los años 20, los muertos de la Revolución de 1910, los muertos de la Independencia, de la Colonia, de la Conquista y los muertos del México precolombino. Ahí, en una sola fosa común, toda la Historia de un país.
Yo creo que esa violencia se repite en muchos países. En Perú y en Colombia. En España y en Serbia. A través de esos estratos, hay una historia de muertes y de violencia que es la Historia de un país y que está reflejada en los cuerpos que están enterrados, como fósiles de la memoria.
¿Tanta tragedia se aborda mejor desde la ficción?
Creo que un trabajo como el que yo hago es complementario con el que hacen los periodistas que investigan sobre la violencia en México. Uno no prima sobre el otro y hay que pegarle al asunto por todos lados. En mi caso, la idea de la ficción es la más adecuada porque me permite entrar allí donde la crónica periodística no puede entrar, que es en la cabeza y en el alma de los individuos, de tal forma que quien lo lea pueda ponerse en ese lugar.
Pero hay algo significativo. Casi todo lo que se cuenta en el libro es real. Claro, no hay una mujer que se llame Teoría Ponce ni un Róldenas [los hermanos que buscan a Orsina], pero no están muy lejos de existir. Por ejemplo, se cuenta la historia de un tráiler con 273 cadáveres dentro que se acaban pudriendo. Y eso fue real.
La morgue de Jalisco estaba repleta y el Gobierno del estado pagó ese tráiler para meter cuerpos ahí que no cabían en la morgue. Era un tráiler refrigerado y tenía que estar en marcha el motor para que la refrigeración funcionara. Andaba dando vueltas por las carreteras de Jalisco un tráiler con 273 cadáveres muertos hasta que se le acabó la gasolina al tipo, no le dieron más, y lo dejó aparcado por ahí y no volvió. Cuando abrieron el camión y vieron lo que había dentro, dictaminaron que era imposible identificar los cuerpos.
Las Rastreadoras del Fuerte, bautizadas así por el periodista Javier Valdez -asesinado en Culiacán en 2017-, fueron pioneras en la búsqueda de los desaparecidos. Y ,en concreto, Mirna Medina.
Las Rastreadoras del Fuerte son las que yo tenía en la cabeza cuando escribí el libro. Y Mirna es fundamental. También tenía en mi cabeza a Sandra Luz, una de las primeras mujeres que organizó manifestaciones y fue asesinada. Fue Javier Valdez quien le preguntó a Mirna cómo habían empezado y ella le dijo que iban siguiendo pistas que alguien les iba dando, buscando, viendo, rastreando...
Empezaron buscando en los alrededores de la ciudad, en los canales de riego, en las vías de tren, y poco a poco fueron expandiéndose a otros lugares. Han encontrado ya más de 2.000 fosas. Las localizan por el olor, o por la forma del terreno, transformado por la presencia de un cuerpo en descomposición. Cavan, desentierran, llaman a la Policía, levantan el cuerpo. Reconocen a sus seres queridos por determinados huesos, dientes, ropajes... Hacen un pequeño trabajo forense que no puede hacer cualquier persona. Una rastreadora reconoció a su hijo por la forma de los dientes torcidos.
Usan una terminología propia. Llaman "tesoros" a los cuerpos y "aroma" al olor que desprenden. Es un vocabulario que tiene que ver con el trato que ellas les dan. No están buscando unos restos, sino un tesoro que está oculto y que hay que recuperar para que les transmita algo de paz. Las rastreadoras están amenazadas, expuestas a esas figuras medio tenebrosas que se presentan mientras excavan una fosa y que no son policías ni forenses, pero que les hacen preguntas y les amenazan.
El número de desaparecidos en México creció exponencialmente a partir del sexenio del derechista Felipe Calderón (2006-2012), con la movilización del Ejército para combatir al crimen organizado, lo que provocó también miles de civiles muertos.
La pendejada de Calderón provocó la fragmentación de los cárteles. Yo no creo que ningún Gobierno tenga que negociar con un cártel. Y tampoco soy partidario de que, en el caso de que se acabara el tráfico por una legalización de la droga en México y Estados Unidos, se amnistiara a personas que han causado decenas de miles de muertos de una manera descomunalmente violenta, con decapitaciones y descuartizamientos grabados, y que han creado campos de exterminio para deshacerse de los cuerpos.
Pero antes del Gobierno de Calderón había ciertos límites entre los grandes polos del narcotráfico. No digo que hubiera códigos pero sí ciertos límites. No había una exhibición de la violencia tan pornográfica, cadáveres colgando de un puente cuando uno va hacia el trabajo a las siete de la mañana. Cuando Calderón mete al Ejército en acción, sus operaciones fragmentan a los cárteles y se generan guerras entre distintas facciones. Con el Gobierno siguiente de Enrique Peña Nieto (PRI), la situación se agrava. Y ahora ya no hay quien lo pare.
¿La situación no ha mejorado bajo el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador?
En cuestiones de seguridad, su estrategia está siendo diferente. Hay menos incursiones del Ejército y eso puede que provoque menos enfrentamientos y menos corrupción dentro del propio Ejército. Creo que la ventaja del Gobierno de López Obrador es que permite la posibilidad de un cambio a futuro, aunque ahora no sea un cambio radical. Con los otros Gobiernos era siempre lo mismo.
Con Calderón, el Ejército no solo atacaba al narco sino también a los civiles. Y eso lo habían hecho también Peña Nieto, (Vicente) Fox, (Ernesto) Zedillo, (Carlos) Salinas de Gortari y en su día Luis Echeverría. Con el Gobierno actual, no ha habido una sola matanza por parte del Estado contra la población civil en cuatro años. Para mí, ya valió la pena el Gobierno de López Obrador por eso.
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